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— Sus necedades me causaron una enorme consternación — dijo después de un corto silencio—. Pero, gracias a dios, yo no soy rencoroso. Entonces, ¿usted se niega a colaborar con nosotros?

Obra con demasiada rectitud, notó para sí Polynov, Tiene prisa.

— Por ahora no digo que sí, pero tampoco digo que no — esta vez fue Polynov el que se arrellanó en el sillón como si no le inquietase nada más—. ¿Usted está sorprendido? No siempre debe ser usted el que me sorprenda a mí… Yo estoy acostumbrado a reflexionar sobre mi proceder. Ahora carezco de tal posibilidad. ¿Se acuerda usted de las dos conversaciones anteriores? Después de sopesar los pros y los contras cambié mi decisión tomada en un arrebato de cólera. También ahora necesito recapacitar sobre todas las circunstancias y analizar sus argumentos ya que contienen muchas cosas serias. ¿Cuánto tiempo puede concederme?

Huysmans acarició su cabello ralo y quedó meditabundo. Tras la ventana, los rayos del Sol, saltando de cima en cima, dieron en la campana de cristal. Por éste se derramó una opaca oscuridad. Se encendieron lámparas adicionales y su blanquecina luz ahuyentó las sombras. El rostro cansado de Huysmans palideció y sus párpados temblaron. Entornó los ojos y, por enésima vez, tendió la mano hacia la cajita de caramelos, escogió uno, lo chupó y arrugó la cara.

— ¿Le duele una muela? — preguntó de pronto Polynov.

Huysmans asintió con la cabeza. Su lengua hacía rodar tras la mejilla el caramelo. Frente a sí Polynov tenía simplemente a un hombre cansado entrado en años y vestido con un patriarcal terno negro. Un hombre del montón, de los que se ven a millares en la Tierra.

Después de haber masticado el caramelo, Huysmans se enderezó, sus labios se apretaron.

— No le daré mucho tiempo. Piénselo rápido. Quiero que usted se ponga de nuestro lado por su propia voluntad. Y si no lo hace, igualmente se convertirá en apóstol del dios cósmico. Pero usted ya no será Polynov. No, espere. Haga el favor de fijarse bien.

Huysmans oprimió un botón. En el tablero se iluminó la pantalla del extremo. La eclipsaron hileras de cohetes de puntas afiladas. Sus cabezales brillaban contentos de sí mismos, eran muy bonitos y estaban muy limpios estos cohetes. Eran muchos.

— ¿Y qué tal le parece este cuadro? Huysmans conmutó la imagen. Junto a una cadena de montaje trabajaban hombres. Polynov reconoció a algunos: eran los pasajeros del «Antinoo». A la izquierda estaba Berger, el intrépido librepensador Berger. Con un movimiento monótono encajaba en los cabezales de los cohetes unas cápsulas semitransparentes amarillas.

— Los demás, Polynov, no son mejor. Polynov paseó la mirada por el despacho. Si se hubiesen reunido aquí todos sus amigos, para Huysmans, simplemente, no quedaría sitio, no habría necesidad siquiera de mancharse las manos. Pero sus amigos están lejos y no saben nada. Ellos trabajan, leen, ríen, aman y no sospechan del peligro que les amenaza. Éramos demasiado despreocupados, pensábamos muy poco, mucho menos de lo necesario, en los hongos venenosos que nos acechaban en el futuro. Estábamos demasiado enfrascados en nuestros propios asuntos y en nosotros mismos.

— Yo voy a pensar — dijo Polynov—. Voy a pensarlo profundamente.

Gregory lo condujo a su cámara. La luz se encendió apenas Polynov traspasó el umbral. Cris no estaba.

6. El dueño y el esclavo

No se sabe por qué, pero a la vida no le gusta la monotonía. Los acontecimientos, o ejercen tanta presión que al hombre se le corta el aliento, o bien, sin ninguna causa patente, todo se amaina y el tiempo transcurre de una manera uniforme y regular.

Aparentemente, Polynov ya no interesaba a nadie. Podía salir de la cámara cuando le daba la gana, podía ir y venir o pasar horas enteras en su consultorio: parecía como sí para los Conspiradores él dejase de existir. Pero Polynov no se engañaba. No era sino un nuevo ardid. Martirizar al hombre con la inacción, con una espera desgarradora y, seguidamente, atizarle un golpe repentino.

La muchacha desapareció sin dejar huella. Los micrófonos escondidos en el pasillo ignoraban sus preguntas. Un capirotazo más para su amor propio, un recordatorio más para que no olvide que está fuertemente cogido por unas garras. Una pequeña venganza de Huysmans por la resistencia que le oponía.

El extraño paciente lo visitó una vez más. Todo iba bien pero en vano esperaba Polynov su tercera visita. El electricista no volvió a aparecer, lo cual inquietó a Polynov.

Por el consultorio pasaron también dos vigilantes. Estos se quejaban de unos achaques insignificantes, se mantenían alerta, y Polynov no supo sacar ningún provecho de su visita.

A pesar de todo, no logró ver a nadie de los prisioneros. Tampoco podía intercambiar aunque sea unas palabras con los vigilantes que encontraba casualmente en el pasillo. Estos, en el acto, se ponían en guardia y sus manazas, involuntariamente, agarraban el arma. Pobres diablos, hasta transpiraban de tan embarazosa perplejidad: ¿por qué a este tipo se le permite vagar de aquí para allá?

De seguro que Huysmans se intranquilizaría si supiese qué fin perseguía Polynov esmerándose tanto en poner orden en el consultorio. Pero el psicólogo todo el tiempo estaba a la vista, con una diligencia meticulosa limpiaba el polvo, alineaba los frasquitos con los preparados medicinales para no tener que buscar cosa alguna, comprobaba durante largo rato el ajuste de los aparatos, en una palabra, se comportaba como un hombre que se disponía a trabajar aquí durante muchísimo tiempo. Y el hecho de que de sus bolsillos desaparecieran algunos fármacos, el observador no lo podía advertir por cuanto el local se vigilaba desde dos puntos y Polynov, claro está, cuidaba de que en el momento necesario sus manos no cayesen en el campo visual del acechador.

Y era preciso ser especialista para comprender lo valiosas que eran las ampollas de mixonal, varias bolitas de algodón, un frasco con solución de cloruro de plata y el microanalizador de gas. Cuando Polynov se hizo de todos estos objetos, en seguida realizó un pequeño experimento. Decantando el amoníaco dejó caer al suelo por descuido tres gotas de este líquido; un rato después se dirigió a su cámara. Allí, acostado boca abajo en su jergón, miró sigilosamente al analizador. Las indicaciones del instrumento le alegraron sobremanera: tal y como él esperaba, la base poseía un esquema estandarizado de ventilación y purificación de aire.

Polynov no tenía ni la menor duda de que los carceleros ni siquiera sospechaban qué diabólicas posibilidades ofrecía el mixonal que él había hurtado. De lo contrario este medicamento se encontraría tras siete cerrojos. Pero se hallaba al alcance de la mano y a Polynov no le costó ningún trabajo tomarlo. Una demostración más de la vieja verdad de que es imposible preverlo todo. A nadie y en ninguna parte. El error de todos los carceleros radica en la subestimación de la inteligencia y de los conocimientos. De otra manera, desde luego, no podía ser. Quienesquiera que fuesen los carceleros éstos no se tomaban el trabajo de pensar por qué desde la época de los faraones la fuerza brutal e inhumana aunque vencía a menudo no logró triunfar ni una sola vez. Claro que si lo hubiesen comprendido, en el mundo hace tiempo que no quedarían carceleros.

Sin embargo, era prematuro entregarse a júbilo. Ahora Polynov tenía un arma, pero no podía hacer uso de ésta, por cuanto el sistema de corredores, cerrojos y contraseñas de la base seguía siendo para él un enigma. También ignoraba si tenía entre los reclusos aliados dispuestos a todo. Mientras tanto, en cualquier instante podían venir a por él. Y, por supuesto, Huysmans no exageraba al decir que existían métodos de convertirlo en el hombre que ellos requerían. Polynov estaba enterado de los últimos alcances de la psicotecnia. Es cierto que después de someter al hombre a semejante operación lo único que conservaba de lo que fue era su aspecto exterior, sin embargo, en el peor de los casos, podían, en fin de cuentas, servirse también de ese Polynov, con la memoria barrida, movimientos mecánicos y sonrisa de niño de un año de edad. Y de seguro que no les faltaría un experto director de escena; de alguna manera se las ingeniarían para representar una función televisiva con su participación.