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— No te entrometas, doc, te romperá la crisma — aseveró Gregory—. Y contigo, Amín, ya hablaremos. ¿Qué, estás mal, perro? Esto aún no es nada. ¿Con quién te atreves, carroña mocosa?… A ver, jura por tu dios que callarás, venga…

Amín se arrodilló.

Gregory le aflojó un poco el brazo.

— ¿Has vuelto en sí? Jura, de lo contrario… Amín murmuró algo.

— ¡No es eso!… — Gregory, de nuevo, le retorció la mano. Amín gimió—. Conozco vuestro juramento, dilo como es debido…

Polynov no comprendió lo que murmuró la presa. Pero Gregory, al parecer, quedó satisfecho. Soltó a Amín y, después, como si éste fuese un cachorro asqueroso, lo levantó por el cuello y lo arrojó al pasillo desierto.

— Todos estos canallas son así, doc — Gregory, con asco, se limpió las manos en su uniforme—. Vaya qué oídos tienes…

Miró con respeto al psicólogo.

— ¿Piensas que no se irá de la lengua? — preguntó Polynov.

— ¡Ja! ¡El cree fervorosamente en su dios! Da gusto tratar con los aldeanos, lo único que se necesita es saber tratarlos. ¡Y yo sí que lo sé! Bueno, ¿dónde está el alcohol?

— Las contraseñas.

— Oye, no me hagas rabiar. Yo acabaré contigo antes de que te dé tiempo a decir pío. Por el intento de fuga. ¿Te das cuenta?

— Totalmente. Y a Amín, ¿le has lesionado seriamente el brazo?

— ¿Por qué te interesa?

— Envíamelo.

— ¿Para qué?

— Para reducirle la luxación.

— ¡Fu! Tratas de hablar sobre el asunto y tú…

— El alcohol te lo daré si me envías a Amín.

— ¡Caray! Como veo, eres una persona compasiva… Sentimental. Vete al diablo, dame el alcohol y te lo enviaré. Ponle en su sitio el alcohol y te lo enviaré.

— ¿Cómo?

— Nada. Con los soplones llevo mi cuenta, de soldado, a ti no te importa.

Cuando el alcohol fue a parar al frasco de Gregory, éste, ya junto a la puerta, se volvió de repente.

— Óyeme, doc, soy una persona honesta. Tú me diste alcohol y yo, en caso de necesidad, te aseguraré una muerte rápida. Y así estaremos en paz.

— Gracias aunque sea por eso. La puerta se cerró.

«He aquí la honestidad del verdugo — sonrió amargamente Polynov—. Y lo peor del caso es que se marchó orgulloso de su noble conducta».

Gregory cumplió su promesa. No transcurrieron ni quince minutos y Amín se encontraba ya frente a Polynov.

El pequeño aldeano, como antes, seguía impasible, como si no hubiera sucedido nada. Con sumisión permitió que le examinaran el brazo, no se estremeció ni gimió cuando Polynov le redujo la luxación y no pronunció ni una palabra de gratitud. Quería levantarse y marchar, pero Polynov lo detuvo.

— ¿Sabe que Gregory le liquidará? Sólo le temblaron los párpados.

— ¿No me cree?

— Yo he jurado.

— Eso no le salvará.

A Polynov, de hito en hito, le miraban unos ojos oscuros e indiferentes como los de un pez. Polynov quedó desconcertado.

— ¿Usted sabe para qué se encuentra aquí, en esta base?

— Me pagarán mucho dinero y compraré tierras.

— ¿Para qué?

— Mucha tierra, gran dueño.

Polynov vio que se le escapaba la última posibilidad.

— Gregory le matará por haber escuchado a hurtadillas nuestra conversación. Y no tendrá tierras — dijo deletreándolo.

En respuesta, silencio.

«¿Lo entenderá o no lo entenderá?» — pensaba con perplejidad Polynov.

— Él es el señor — dijo, de pronto, Amín.

— ¡Pero usted le espiaba! Otra vez silencio.

— Además, que señor puede ser para usted, si ambos sois soldados.

El fuerte siempre es el señor.

— ¿Y yo también?

— Tú eres débil.

— Y si yo resulto ser más fuerte que todos los demás, ¿también me convertiré en señor?

— Sí.

— ¿Y si tú llegas a ser el más fuerte…?

— Sí, también yo seré señor.

— ¿Para qué?

— Así sucede siempre.

— En nuestro país no es así, ¿no lo has oído?

— Siempre es así.

— ¿Y si yo te convierto en el señor de Gregory, de todos?

— No lo podrás hacer.

— Si me ayudas, sí podré.

— No.

— Haz una prueba.

— No te creo. No tienes nada sagrado.

— Yo creo en el hombre, y esto para mí es lo sagrado.

— ¿En mí?

— Mientras eres un esclavo, no creo en ti.

— ¿Qué yo soy esclavo? Hablas como Gregory, como todos los demás.

— Eres un esclavo porque reconoces sobre ti al dueño. Quítatelo de encima, y te convertirás en un hombre. Y para Gregory siempre seguirás siendo un esclavo.

— ¿Siendo yo dueño, seré tu dios?

— El hombre no es esclavo ni señor. ¿Lo comprendes?

— No. Tú quieres matar a Gregory, matar a todos, lo comprendo. A tu dios no le comprendo.

— ¿Y tú quieres que yo mate a Gregory y a todos los demás?

— Sí, menos a mí. Pero no lo podrás hacer. Eres débil.

— ¿Eso es lo que piensas? ¡No, yo soy más fuerte que nadie! ¿Lo ves?

Cuanto más pobre es el cerebro, cuanto más rígidos son los hábitos y estrechos los horizontes, con tanta mayor facilidad el hombre se somete a la sugestión. Polynov se puso de pie y tocó solemnemente el hombro de Amín.

— Tú no puedes mover los brazos — le dijo él con seguridad—. No puedes. Ni lo intentes. Ellos quedaron petrificados.

Amín se estremeció. Trató de levantar los brazos; éstos no le obedecieron. En sus ojos palpitó el miedo. El pobre diablo estaba demasiado acostumbrado a encontrarse bajo influencia ajena y ahora era indefenso.

Polynov le sacó la pistola y la balanceó en la palma de la mano.

— ¿Ves esto?

De pronto, Amín se tiró de la silla arrodillándose en el suelo.

— ¡Eres poderoso, eres poderoso! — gritó él—. ¡Eres el más poderoso, nadie todavía supo convertir a Amín en piedra! ¡Tú matarás a Gregory y me salvarás a mí, mi señor! Amín conoce lo que tú necesitas, y Amín te lo dirá todo…

— ¡Habla!

Amín tiene razón, eres un buen señor. ¡Deshaz el embrujo, deshazlo, Amín te contará todo! Una vez Gregory muerto, me salvarás, me darás dinero, mucho dinero, yo compraré tierras, compraré al hijo de Gregory, le escupiré…

A los diez minutos Polynov ya estaba enterado de todo.

Ya solo, tardó mucho en tranquilizarse. No esperaba tal cosa. ¡Cuan fervorosamente creen en el milagro, cómo lo ansían, cuan ciegamente siguen al que les promete el milagro! No importa quién, no importa con qué objetivo… Les enseñaron a obedecer ante la fuerza, obedecer sumisamente, sin reflexionar, y tras el milagro ven una fuerza enorme, sobrenatural.

Polynov se estremeció de repugnancia.

7. «¡Infierno verde!»

Le faltó tiempo para emprender algo. Chacolotearon las ventosas magnéticas, se oyeron pasos y la puerta se abrió con violencia: ante Polynov, implacable como la suerte, se encontraba Huysmans. Detrás de sus espaldas se divisaba un guardia.

— ¡Basta! — bruscamente, sin dar a Polynov tiempo para recobrarse, dijo Huysmans—. El plazo para conversaciones y discurrimientos expiró. ¿Sí o no?

— ¿Tan pronto? — se le escapó de los labios a Polynov—. No tuve tiempo… Una hora más, dos horas…

Reflexionaba febrilmente. ¿Traición? ¿Casualidad? ¿O, quizá, una jugada descifrada?

— Es extraño, la indecisión no es inherente a su carácter — Huysmans cruzó las manos a la manera de Napoleón—. ¡Ni un segundo! ¡La gran hora ha llegado! ¿Sí o no?