Polynov y Berger obedecieron. Sus manos le parecieron a Polynov de plomo cuando las levantaba.
— ¿Qué significa todo esto…? — susurró Berger.
— ¡Callaos! ¡Media vuelta! ¡Al pasillo!
— ¿Y el herido? — exclamó Polynov.
El cañón del lighting le empujó hacia la salida.
Los temblorosos pasajeros y los miembros de la tripulación fueron alineados apresuradamente a lo largo de la pared del pasillo. Al aturdido Polynov le daba la impresión de que todo esto no era sino una pesadilla, y en ella, como descendidos de las páginas de la historia, habían irrumpido los miembros de la S.S. dejando a sus víctimas ateridas de espanto.
A la salida, con el lighting terciado se plantó un guardia. Este llevaba un lustroso mono gris.
La persona en que clavaba su mirada se encogía y palidecía.
Pasaron cinco minutos, diez, quince. El temblor se transmitía de hombro en hombro como la corriente eléctrica. Los elegantes trajes colgaban como unos globos pinchados. Los rostros quedaron yertos, formando una fila de máscaras blancas. A alguien le sacudía un hipo nervioso.
De pronto el guardia se apartó dejando pasar a un gigantón de cabeza desproporcionadamente grande que parecía un cuadrilátero tajado a hachazos. El gigantón hurgó con la mirada las caras, esbozó una sonrisa socarrona y se acercó meneando el cuerpo al último de la fila. Con un gesto de amo registró sus bolsillos, agarró la cartera y los documentos y sin prestarles atención los echó en una bolsa. El registrado, un anciano acicalado de bigotes canos, se enderezó contrayéndose con aire de mártir y tratando de sonreír.
El Cabezudo pasó al siguiente de la fila, un brasileño rechoncho que voluntariamente le mostró sus bolsillos. Después pasó hacia el tercero, el cuarto. El comportamiento del bandido se caracterizaba por un automatismo adquirido. Se movía sin prisa a lo largo de la fila, parpadeando; su bolsa iba hinchándose.
A Polynov se le nublaba la vista de furia. El guardia se apoyó contra la jamba y puso el lighting entre los pies; unos carneros seguramente le infundirían mayor preocupación que estos hombres paralizados por el miedo. Ni siquiera se molestó en subir al descansillo de la escalera de caracol, sino que quedó a dos pasos de sus víctimas. Un buen golpe a la mandíbula del Cabezudo — ahora, precisamente, está frente a Berger; —los de los extremos de la fila se lanzan contra el centinela; a éste, claro está, no le da tiempo de alzar el arma; y ya disponemos de dos lightings y hemos acabado con dos bandidos. ¿Cuántos bandidos habrá en la nave? En la lancha caben cinco, pueden ser, seis…
Idiotas. La liberación está tan cerca, se necesita tan poco para triunfar: ¡un poco de decisión, de entendimiento silencioso y de seguridad en el vecino! No, es desahuciante. Aquí no hay ni pizca de esperanza. Estos bandidos conocen la psicología de la turba, de otro modo no se sentirían tan despreocupados…
— ¡Yo protesto-o-o!
Todos se estremecieron.
— ¡Soy esposa de un senador! ¡Un senador de los Estados Unidos! Vosotros… ¡A-a-a!
El Cabezudo miró torpemente a la vociferante señora —ésta contorsionaba todo su cuerpo, en su sombrerete oscilaban las plumas de ave del Paraíso— y muy tranquilo le atizó una bofetada. Después otra y otra más, saboreándolo. La senadora, boquiabierta, movía convulsivamente la cabeza. El Cabezudo encendió un cigarrillo, inhaló profundamente y, con satisfacción, dirigió un espeso chorro de humo a la cara de la mujer. La senadora sollozaba sin atreverse a bajar las manos para secarse las lágrimas.
— ¡Dios mío! ¿Qué es esto? ¿Por qué? —oyó Polynov un susurro entrecortado. Volvió ligeramente la cabeza y topó con el desamparo infantil, la súplica y el dolor en la mirada de una muchacha. Estaba a su lado. El Cabezudo ya se había detenido frente a ella. Su inexpresiva cara se animó algo. Examinó atentamente la figura pueril de la joven — en el entrecejo de ésta asomaron unas gotitas de sudor— y movió los labios. Sus gruesos dedos con uñas sucias tocaron el hombro de la muchacha —ésta se estremeció y sus ojos se oscurecieron de cólera— y bajaron rozándola. Comenzó a resollar.
— ¡Déjala, canalla! — exhaló Polynov.
El Cabezudo, apartándose de un salto, alzó el lighting; sus ojos se hicieron completamente transparentes. Adelantándose al disparo, Polynov le asestó un frenético golpe con la derecha bajo la barbilla. Esta acción le llenó de inefable placer. Acompañado del rechinamiento de su arma, el Cabezudo chocó contra la pared como un fardo de ropa sucia. El guardia disparó por encima de las cabezas el rayo fulminador. Como por una orden todos se lanzaron al suelo. Salvo Polynov y la muchacha. Esta se aferró a él tratando de protegerlo con su cuerpo del tiro y con ello obstaculizó el salto de Polynov hacia el arma del Cabezudo. El guardia con esmero trataba de captar a Polynov en la ranura del alza. Éste apenas logró librarse de la muchacha. «De rodillas, todo el mundo de rodillas…» — le dio tiempo de pensar con angustia.
— ¡Alto! — tronó de pronto la voz de alguien. El lighting del centinela dio un golpe contra el suelo. En el descansillo de la escalera de caracol, con las manos cruzadas, estaba Huysmans.
2. Un problema moral
El bandido como una centolla semiaplastada se retorcía a los pies de Polynov. Meneaba la cabeza salpicando saliva y sangre. Sus dedos retorcidos buscaban el lighting que había salido despedido hacia un lado.
Huysmans con paso solemne atravesó el pasillo, se inclinó sobre el Cabezudo y dijo sin alzar la voz:
— Levántate tú, imbécil.
En respuesta sonó un rugido.
— ¡En pie, te digo! — Huysmans gritó tan alto que hasta Polynov se estremeció.
El Cabezudo quedó acallado. Estando a cuatro patas se esforzaba por levantarse, pero las rodillas le resbalaban.
Reteniendo la respiración, todos con secreta esperanza miraban a Huysmans. Este advirtió las miradas y sonrió con frialdad.
— ¡De cara a la pared! — lanzó desdeñosamente.
E inmediatamente se volvió hacia Polynov.
— No lo atañe a usted, señor mío. Todavía no me tomé el desquite por la partida perdida, ¿no es así?
La calma de este hombre enjuto vestido de negro y su instantánea transformación de un pacífico misionero en caudillo de bandidos era más horrorosa que los disparos y la violencia.
Dio un imperioso grito. Entraron corriendo dos hombres con monos grises. Uno agarró al Cabezudo y le ayudó a levantarse. Al otro Huysmans le susurró algo al oído señalando a Polynov. Agarraron al psicólogo y se lo llevaron.
…Cuando tras sus espaldas chasqueó la cerradura, Polynov no estaba en condiciones de reflexionar ni tampoco de alegrarse de su inesperada salvación. El camarote al que lo empujaron parecía revolotear ante sus ojos. Más tarde, con asombro, apreció el lujo de este camarote. Una elegante mesita de plástico remedando malaquita, una mullida alfombra bajo los pies, dos fastuosas camas y la acogedora luz de una lámpara de mesa. Olía a perfume y cigarros. Tras un tabique había una auténtica bañera.
Polynov se sentó esforzándose por comprender qué podía significar todo lo que le pasó y por qué lo encerraron en un camarote que parecía más bien un tocador de señora que un calabozo. Pero no encontró la explicación.
Tambaleándose se puso de pie y oprimió con el hombro la puerta. ¿Para qué? Sabía perfectamente lo sólidos que eran los cerrojos de la nave.
— No hagas tonterías — dijo para sí.
Del cenicero asomaba el extremo de un cigarrillo que no había sido fumado hasta el fin. En la boquilla quedaron marcadas las huellas de la pintura de labios. De la mesita de noche semiabierta llegaba el brillo de botellas de vino. Una hora atrás aquí no sólo se vivía, sino se gozaba de la vida. ¿Qué es, entonces, una mala intención, una burla?