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— El infierno es verde, ¿quién dice que es fuego eterno?

— Sí, sí, por supuesto — asintió Polynov esquivando los tanteantes dedos.

El movimiento de las luces de las linternas y los tiros le ayudaban a buscar el camino. En el más bajo de los pasillos reinaba una relativa calma y los fugitivos recobraron el aliento.

— Protégeme por atrás, Cris — dijo Polynov.

— ¿Y dónde nos encontramos?

— Aquí debe estar la entrada al taller. ¡Aja, aquí está!

— ¡Cuidado, allí están los capataces!

— No te preocupes. Pero quisiera yo saber…

Entreabrió ligeramente la puerta. Surgió una franja pálida de luz. Polynov respiró con alivio: la red de emergencia de la planta, tal como él esperaba, resultó ser autónoma.

Aguardó un instante, para que los ojos se adaptasen a la luz, e irrumpió adentro.

El taller era pequeño, y en todas las direcciones, proyectando anchas sombras, lo cruzaban tuberías. A lo largo del eje, alineados en una fila, había unos aparatos que se asemejaban a gigantescas aceiteras octaédricas. La nave estaba cubierta por una cúpula transparente con una sombrilla antimeteorítica. A través de ésta se veían las irisadas estrellas.

En el centro, junto a la base del aparato se apretujaba un puñado de hombres. En este momento era difícil reconocer en ellos a los elegantes pasajeros del «Antinoo». Con las manos puestas en la nuca, se encontraban de espaldas a los cuatro vigilantes que les apuntaban. El quinto vigilante estaba en una garita de vidrio ubicada bajo la cúpula. Desde este punto podía observar todo el taller.

Polynov disparó a la garita. Saltaron los cascos de vidrio. Detrás chasqueó la pistola de Cris. No se jactaba de saber disparar: uno de los capataces cayó sin lanzar siquiera un grito.

— ¡Manos arriba! — vociferó Polynov, saltando sobre la base de la «aceitera» más cercana.

Si los centinelas no se hubieran quedado pasmados de sorpresa, aquí hubiera encontrado su fin, ya que no podía disparar su lighting contra el enemigo: la línea de reclusos se había alterado y el rayo fulminador podía dar a alguno de ellos. Advirtió el arma levantada, pero en ese mismo instante el centinela desapareció bajo un montón de cuerpos. Los demás guardias, con obediencia, estiraban las manos hacia arriba. A éstos también los rodearon, tumbándolos al suelo.

Alguien como una rata corrió precipitadamente hacia la sombra. Polynov no sabía si era un amigo o enemigo de modo que no disparó. Pero Cris, por lo visto, no lo ignoraba: la pistola chasqueó otra vez y el hombre dio un traspié. Por un instante se vio su cara contraída: Polynov, por última vez, se encontró con la mirada de Berger. Este se desplomó. «Vaya resultado»—, le dio tiempo de pensar a Polynov.

No todos los reclusos se comportaban de la misma manera. Unos cayeron y así quedaron acostados, protegiendo la cabeza. Pero el núcleo principal actuó con rapidez y organización. Hacia Polynov se lanzó un muchacho alto y moreno con el uniforme desgarrado de la tripulación del «Antinoo».

— ¡Soy Mauricio! — se puso firme, como preparándose para dar el parte—. ¡El grupo clandestino de Resistencia está listo para el combate! Como en los campos de concentración…

No pudo contenerse y guiñó bizarramente el ojo. Su segundo ojo lo tenía hinchado, por lo visto había pasado por la cámara de torturas.

— Le conozco por la nota de Cris — Polynov estrechó apresuradamente la mano tendida—. ¿Cuál es su plan?

— Planeamos obstruir la marcha del proceso y aumentar la presión en las tuberías. En este caso la planta volará. ¿Su opinión?

— Sólo atacar. Si no, aquí nos aplastarán como moscas.

— ¡Son muchos! ¿No sería mejor volar la planta?

— Ya han sido volados, allí se dará cuenta.

Atacar con tres grupos. He aquí el esquema del combate…

— ¿Y los que no tienen armas?

— Que vayan también. Tomarán las armas de los muertos. Y que griten lo más alto posible. Pero no «hurra». Cualquier tontería. Cuanta más algarabía, mejor.

— No lo comprendo.

— Lo comprenderá en el lugar de acción. No olvide: cada uno debe gritar siempre «¡infierno verde!». De este modo reconoceremos a los nuestros. La victoria está cercana. ¡Adelante!

Los grupos de asalto de los reclusos se zambulleron en la oscuridad y comenzó el combate, un combate absurdo, desesperado y extraño. Era una pelea en la más profunda oscuridad, desgarrada por las fulguraciones de los lightings, alaridos y rayos de las linternas. Una pelea en la cual el enemigo disparaba al enemigo y el amigo perdía a los amigos, en la cual no había ni frente ni retaguardia y todo se decidía en fracciones de segundo, en la cual la desesperación luchaba contra la destreza y el miedo contra la resolución. Los atacantes tenían a su favor el factor sorpresa, la acción del mixonal que aún no se había extinguido, la comprensión de lo que acontecía y un conocimiento preciso de la finalidad. En el campo enemigo cada uno luchaba por sí mismo, apenas dándose cuenta de quiénes eran los asaltantes, de dónde aparecieron y cuántos eran. Pero, por su parte, los guardias poseían una rica experiencia de refriegas y su número era mayor… E inconmensurablemente mejor conocían su base. Allí donde los guardias tuvieron tiempo de agruparse y organizar el mando su respuesta resultó terrible. Los rayos de sus lightings segaron a todos los que tenían en frente, a los suyos y a los ajenos, sin hacer diferencias.

Polynov y Cris ya tenían cierta experiencia de errar a ciegas. Esquivando grescas, se colaron arriba, al compartimiento energético. A Polynov le instigaba una desesperada premura: comprendía perfectamente que si se daba la luz a la base, exterminarían a los reclusos en un dos por tres.

Miró cautelosamente de detrás de una esquina. Por el compartimiento se deslizaban dos rayos de luz procedentes de unas linternas iluminando ora los planos de las paredes de hormigón, ora la blancura marmórea del tablero de distribución, ora las destrozadas entrañas del pupitre de mando. En silencio y nerviosamente se realizaba un trabajo apresurado, brillaban las herramientas y unas gigantescas sombras se agitaban tras las espaldas de los hombres agachados sobre el pupitre.

Cris, por descuido, enganchó algo con el codo. Las linternas se apagaron al instante. Un brillo insoportable cegó a Polynov. Un rayo fulminador lanzado casi a quemarropa le chamuscó el cabello, pero a Cris le dio tiempo disparar al tercer guardia que estaba al acecho, al ojo que vomitaba fuego, y éste se apagó.

En fracción de segundo el estruendo y el ruido de los fragmentos de hormigón fue sustituido por un silencio perturbado tan sólo por el eco del lejano combate. Los adversarios, habiéndose perdido de vista unos a otros, se agazaparon. Los lightings, a tientas, buscaban en la lobreguez el blanco. Cada uno contenía la respiración comprendiendo que el primer susurro podía tornarse el último.

De repente, algo tintineó sobre la cabeza de Polynov. Instintivamente levantó el lighting y, en seguida, un ruido detrás del pupitre reveló el ardid del adversario. Arrojaron una herramienta para distraer la atención y escapar. Polynov, apresuradamente, apretó el gatillo. Demasiado tarde: el rayo dio en la puerta que se cerraba con violencia, haciendo brotar de ésta un chorro purpúreo. Los enemigos huyeron dejando a Polynov y Cris el campo de batalla.

Polynov encendió la linterna que por el camino quitó a un guardia muerto y adosó a la segunda puerta una mesa.

— ¡Vigila la entrada, Cris!

Se inclinó sobre el pupitre. Los instrumentos habían sido destruidos con entendimiento. El autor de la avería no sólo estropeó las transferencias del bloque de mando del sistema energético: se las ingenió conectar a éstas una tensión tal que éstos se pegaron entre sí formando una masa verdosa homogénea y adhiriéndose a los paneles cerámicos. No se podían sacar ni sustituir sin extraer previamente el monolito formado, así como sin limpiar y poner en orden los contactos. Los guardias cogidos por sorpresa estaban ocupados precisamente en este trabajo. Aquí mismo, en el pupitre, se hallaban las transferencias de repuesto.