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Polynov pasó el círculo de luz hacia el bloque autónomo del alumbrado de emergencia. Una mano hábil también había trabajado aquí, sin embargo, ya sea que le estorbaron, o bien, deliberadamente, las transferencias sólo estaban rotas y los cables cortados y enredados. Este ya estaba casi restablecido. Polynov y Cris llegaron a tiempo. Diez minutos más y por todas partes se hubieran encendido las lámparas de emergencia. Polynov, mientras fijaba en las células los monocristales de las transferencias, con ansia trataba de captar los sonidos extenuantes de la batalla. De vez en cuando hasta él llegaba el grito de «¡infierno verde!» ¿Pero quién vencía? Si vencían los suyos, era necesario conectar la luz. Y si vencían los enemigos… No era posible formarse una idea de quién ganaba.

— Oye, Cris…

Polynov trasladó la luz de la linterna. La muchacha estaba de pie apoyada contra una de las jambas, manteniendo con ambas manos la pistola delante de sí. En su hombro derecho se esparció una mancha oscura.

— ¿Te han herido?

— Una futileza… Sólo me rozó.

Polynov examinó rápidamente el hombro y suspiró con alivio. Nada grave. Pero había perdido mucha sangre y Polynov se asombró de cómo podía aguantar habiendo sido herida y pasando por tantos sufrimientos. Se arrancó la manga de la camisa y le vendó fuertemente el hombro. Lo que tenía que hacer ahora aterraba a Polynov, pero no veía otra salida.

— Óyeme, pequeña… — procuraba que la voz no revelase su zozobra—. Tendrás que aguantar un poco más. Una media hora…

— ¿Sola?

— Todo depende de ello. Yo iré a la estación de radio. Fíjate en este contacto. En cuanto lo enchufes habrá luz… Tú debes, comprendes, debes resistir, y conectar la corriente dentro de quince minutos, conectar la comente… En este caso, sea quien sea el vencedor, podré enviar la comunicación al cosmos. ¿Lo comprendes?

Sí, ella lo comprendía todo, ella asentía con la cabeza, trataba de no caer, daba su palabra de honor que no tenía miedo, que aguantaría.

Polynov le tomó a uno de los guardias muertos el lighting y la linterna. «No me hacen falta — susurró Cris—. No los podré sostener… La pistola… Y sentarme…» Polynov proyectó el círculo luminoso en varias direcciones buscando una silla. El foco de la linterna deslizó por un cuerpo caído de bruces. Polynov puso el cadáver de espaldas y levantó lentamente la mano como si descubriera la cabeza.

— Hierbecita, hierbecita verde — susurró—. Sí…

— ¿Quién es? — preguntó Cris sin interés.

— El que nos salvó.

— ¿Quién?

— Más tarde, Cris. Siéntate, Y…

— Vuelve…

— Yo volveré.

No miró a Cris al cerrar la puerta. Se sentía traidor. Pero no había otra salida, era necesario…

Para su gran asombro, nada ni nadie se le interpuso en su camino. Olía a chamuscado, bajo los pies crujía algo, a cada paso tropezaba con cadáveres, pero los vivos no se veían por ninguna parte. Solamente el eco del lejano tiroteo evidenciaba que no todo se había acabado.

La estación de radio estaba en orden, a excepción de las puertecillas de un armario de hierro abiertas de par en par y varios papeles esparcidos por el suelo. Por si acaso Polynov se metió en el bolsillo estas tiras estrechas rellenas de no se sabía qué signos convencionales. El armario estaba vacío, por lo visto, su contenido, durante la alarma había sido escondido en un lugar más seguro. O bien, destruido. Polynov no tenía tiempo para averiguarlo.

Polynov conectó las etapas amplificadoras, puso la selección de onda en la posición «a todos, a todos, a todos» y se puso a esperar. Si ellos fracasaron, el destino de la Tierra depende, en sumo grado, de la firmeza de Cris, una muchacha que nadie conocía.

Pero alguien debe cerrar con su pecho la tronera.

Alguien debe parar las ruedas de la máquina misantrópica. Y éstas todavía seguirán girando. Si no lo hace Huysmans, serán otros quienes intenten conseguir que estas ruedas aplasten la Tierra en el preciso instante en que a la humanidad le parezca que está a punto de despedirse irrevocablemente de la odiosa herencia del pasado. En pos de una aventura van otras, cada vez más encarnizadas, más desesperadas y pérfidas. Los fascistas tienen prisa por ponerse atavíos ajenos, por encubrirse con consignas que odian con el fin de colarse subrepticiamente al corazón palpitante. Se dan prisa, mientras hay armas en los arsenales, dinero en las cajas fuertes, mientras tienen el garrote en las manos y en las imprentas trabajan las obedientes multicopistas. Mientras no se hayan agotado los pozos de esclavitud espiritual, de ignorancia y ceguera. Se aprovechan de cualquier error, de cualquier frase, obstruyen donde pueden los canales de los sentimientos humanitarios, enmasillan cualquier rendija para que no penetre el viento fresco y empañan el pensamiento para que los hombres no vean, no oigan, no atinen de dónde se arrastra hacia ellos la máquina.

A las futuras generaciones les será fácil ponderar los desaciertos y agarrarse con desesperación de la cabeza: como es que sus antecesores mirando no veían, pensando no concebían y luchando no advertían al enemigo tras la espalda. Ellos — pobladores inteligentes y humanos del comunismo— vendrán y juzgarán, esto es ineludible. El propio Polynov pensaba sin temor en el juicio venidero. El fallo lo pronunciarán a la esencia y no a la apariencia, a los hechos y no a las palabras, y debido a ello será justo. No obstante, preocupa el saber que cada proceder tuyo, con el tiempo, recibirá una evaluación exacta; inquieta e impone gran responsabilidad. Es como para envidiar la miseria de aquellos a quienes preocupa tan sólo la condena que se dicte en vida. Pero eso es lo mismo que envidiar a la ameba, pues para ésta no existe futuro y, por lo tanto, no existe la responsabilidad ante ese futuro. Y si uno no quiere convertirse en hombre-ameba, el temor por el mañana existirá y le acompañará hasta el fin de sus días.

Quince minutos expiraron. Quince minutos que, posiblemente, decidieran el destino de millones. La luz no se encendió.

Inesperadamente para sí, Polynov no sintió desesperación, sino indiferencia. Demasiadas pruebas para una sola persona. Demasiadas. Para él era el límite. Se sentía cansado.

No obstante, se obligó a atrancar mejor la puerta. No todo se ha perdido con la muerte de Cris, trató de darse ánimo a sí mismo. Tarde o temprano alguien conectará la corriente. Y entonces, si antes no le descubren y no le matan, tendrá tiempo para poner en alerta a la Tierra. No importa ya lo que ocurra después.

No dudaba de que Cris no existía ya.

A pesar de todo, la luz se encendió. Una luz parpadeante, opaca, débil. Polynov observó aturdido la palpitación de las lucecitas de neón de los aparatos conectados. Se percataba de que éste era el fin. Con esa tensión en la red alimentadora era imposible mandar el radiograma.

Un golpe ensordecedor estremeció la puerta.

— ¡¡¡Ríndanse!!!

La barricada erigida con mesas y sillas crujió.

Polynov se sentó y levantó el lighting que le pareció más pesado. Evaluó automáticamente el espesor de la puerta, apuntó y apretó con suavidad el gatillo.

El rayo no salió.

Todo se nubló ante los ojos de Polynov. Sacudía sañudamente la inútil arma, como si pudiera corregir su falta y devolver al lighting la carga gastada en la batalla. La puerta, con crujidos, se entreabría, haciendo cederá la barricada.

Blandiendo el lighting a guisa de garrote Polynov se lanzó al encuentro del cañón que asomaba por la rendija, para derribarlo antes de que éste escupiese muerte.