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— Nosotros cuatro, estamos aquí. El quinto monta la guardia en el compartimiento energético, el sexto cuida de nuestra seguridad. Ah, sí, aquí hay un guardia que se entregó por su propia voluntad y dijo que usted…

— Es Amín. Un caso muy difícil… No importa, devolvedle el arma, ahora incluso un aliado así no está de más. Pero a mí no me gusta cómo se han colocado los centinelas. Cualquiera de los bandidos que escaparon, si le queda aunque sea un poco de osadía, está en condiciones de…

— A mí tampoco me gusta. Y hay, además, gente que…

— ¿Quiénes son?

— Los ex reclusos — Mauricio sonrió con desdén—. Aquellos que inmediatamente después de su liberación se agazaparon en las grietas.

— ¡Excelente! Halladlos, distribuid las armas y que vayan a la captura de los guardias que aún quedan.

— ¡Entregar armas a esa basura! ¡No olvide que admitieron con regocijo en Huysmans a su führer!

— No tiene importancia. Ahora que la fuerza está de nuestra parte, simplemente, no tienen

más salida que ayudarnos. A partir de ahora, con la lengua fuera, se lanzarán a cumplir cualquier orden nuestra con tal de conseguir su rehabilitación.

— Como quiera, Polynov, pero confiar en estos cobardes, en estas prostitutas…

— Justamente por esta razón podemos confiar en ellos ahora. Sabes que el temor por su propio pellejo contribuye enormemente a la comprensión justa y cabal de las cosas.

Mauricio refunfuñó algo, pero se dejó de altercados.

— ¿Puedo irme? — preguntó.

— Sí.

Mauricio se marchó.

— Cris — dijo en seguida Polynov—, vigila la entrada. Y a usted, doctor, le quiero hacer varias preguntas por cuanto por ahora no sirvo para más.

En los ojos del de la cara venerable asomó el susto de antes. Con la mano temblorosa sacó del bolsillo unas gafas con los lentes rajados, pero no se las pudo ajustar de la primera.

— ¿Usted… usted me conoce? ¿A mí, a Lee Berg?

— ¿Al médico cuyo lugar he ocupado en la base? Claro que sí. ¿Quién más hubiera podido decirle a Mauricio el número de bandidos que quedaron vivos?

— Ah, sí, es cierto. ¿Qué deseaba preguntarme? Yo…

— Tranquilícese, yo sé que usted ha expiado su crimen o su estupidez, llámelo como le dé la gana. ¿Quién, concretamente, está tras Huysmans?

— No lo sé… ¿Palabra de honor!

— Le creo. Lástima que no lo sepa.

— Yo, yo no soy como ellos. No quiero ocultar que mis conceptos…

— Intelectuales por su forma, pero fascistas por su esencia…

— ¡No! Es decir, sí… Usted tiene razón — el facultativo bajó la voz. No, no, diga lo que quiera, pero no fascistas, ¡lo que quiera, salvo esta palabra! Y, además, yo…

— Nadie tiene el propósito de procesarlo — dijo Polynov con inesperada suavidad. Cris que estaba junto a la puerta seguía con perplejidad la conversación.

— Pero yo no entiendo nada — se decidió a terciar, por fin—. El doctor Lee Berg es un recluso, igual que nosotros, y combatió junto con todos…

— Es igual mas no del todo — la interrumpió Polynov—. ¿No es verdad, doctor?

— Sí, es verdad — susurró Lee Berg. La excitación se le pasó y junto con ésta le abandonaron también las fuerzas. Cayó pesadamente sobre una silla—. Pregúnteme, le voy a contar todo, no tengo derecho de ocultar nada.

— Querido Lee, si ya le he dicho que aquí no estamos ante un tribunal, y usted no es el acusado. Le repito otra vez, tranquilícese. Ya me he repuesto lo suficiente como para exonerarle de un relato penoso. Voy a contarlo todo por usted, me corregirá si algo no encaja. ¿De acuerdo?

Lee Berg, automáticamente, hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

— Pues bien — Polynov entornó los ojos—. Usted era un buen especialista y, al mismo tiempo, una persona de convicciones muy, pero muy reaccionarias. Y no lo ocultaba, por el contrario, estaba orgulloso de ello. Además, tenía experiencia de trabajo en el cosmos. ¿No es así?

— Es verdad, pero, ¿cómo? ¡Usted no podía conocer mi pasado!

— Y un buen día — continuó Polynov— le hicieron una proposición muy seductora. Un año…

— Un año y medio.

— Un año y medio de trabajo en una base de investigación en la zona de asteroides. Por una suma exorbitante. Usted hasta se asombró del dineral que le ofrecían.

— Sí, me asombré y…

— Y usted asintió, aunque había cosas que le inquietaban. Por ejemplo, cierto velo misterioso.

— Es verdad.

— Pero de una forma o de otra, usted vino a parar aquí y en el acto se dio cuenta de que ésta no era, en modo alguno, una estación científica…

— ¡Lo comprendí antes, sí, antes! A nosotros, los especialistas, nos trasladaron a todos juntos, ¡Dios mío! ¡Estos sí que eran fascistas! Pero, definitivamente, todo el intríngulis se puso en claro aquí.

— Con usted hablaron. Circunstanciada y amigablemente. Dentro del espíritu de sus teorías le explicaron el objetivo de su presencia en la base. Y, al principio, el proyecto incluso le gustó…

— ¡No!

— Sí.

— Usted tiene razón… — durante varios segundos los labios de Lee Berg se movieron sin que éste emitiese sonido alguno—. Usted tiene razón, por fin recobró el habla. Algunos aspectos de este proyecto contenían un grano racional. Un poder único sobre todos los pueblos, un espíritu único y un objetivo único… ¡Pero los métodos, los métodos!

— Esto precisamente fue lo que le causó repulsión. Cuando usted se percató del precio que habría que pagar por el triunfo de sus ideas…

— ¡Expresé mi más categórica protesta! Estoy en contra…

— Durante mucho tiempo trataron de persuadirle utilizando todas las formas posibles. Pero usted…

— ¡Yo me mantenía firme! ¡Estaba indignado por la profanación de las ideas filosóficas sublimes y lo declaré abiertamente!

— Y le mandaron a la fábrica. A trabajar bajo la amenaza del cañón de una pistola.

— Y el látigo… — susurró Lee Berg.

— Antes de nuestra llegada junto a usted trabajaban soldados, ignorantes, analfabetos y apocados, reclutados en legiones extrajeras de toda laya.

— ¿De dónde conoce también estas cosas?

— Muy sencillo. ¿A quién necesitaban para realizar la primera etapa de la operación «Dios cósmico»? En primer lugar, a los constructores de la base. Estos ya están muertos. Temo que en la Tierra les consideran ejecutados… en ciertas prisiones terrestres. En segundo lugar, se requerían tipos sin honra ni escrúpulos, los guardias. Fundamentalmente fueron reclutados en las legiones blancas: es difícil encontrar otra fuente mejor. Además, se necesitaban obreros, que al mismo tiempo hicieran las veces de soldados, para trabajar en la planta. Pues los legionarios blancos no son grandes entusiastas del trabajo duro. Los soldados-esclavos, como ya he dicho, también fueron extraídos de la misma cloaca de las guerras neocoloniales. Y esta tarea se facilitó mucho porque el oficio de asesinos se hizo muy peligroso en nuestros tiempos. En tercer lugar, hacían falta especialistas. Semejantes a usted. Se escogía a aquellos quienes de mente y corazón se mostraban partidarios del neofascismo de Huysmans. Por supuesto, en una empresa tan complicada y desapacible era imposible pasárselas sin llevarse chasco alguno. Por ejemplo, usted. Y también otro. Un electricista.

— ¿Eriberto? — exclamó Lee Berg—. Es imposible. Este rematado…

— Resultó más hábil que usted. Se avino, admitió, prestó juramento… Y… el primer día, precisamente, me visitó para sondear el terreno. Tanto la primera como la segunda vez se anduvo por las ramas dando vueltas en torno mío como un gato hambriento alrededor de un bocado sabroso. Y ya estábamos a punto de ponernos de acuerdo, mas algo le impidió acudir a nuestra última cita. Es posible que hayan sospechado de él. Pero sea como fuere, todos nosotros le debemos nuestra salvación. Fue él quien en el momento crítico dejó sin luz la base. Y pereció como un héroe. Era un hombre inteligentísimo, hasta concibió que en la planta sería mejor dejar la luz.