¿Y él? ¡Vaya tipo! Los luchadores y héroes en semejantes situaciones no se comportan así. Si damos crédito a las correspondientes novelas, claro está. Aquellos son de hierro; no se fatigan, actúan, disparan, vencen. No les atormenta el insomnio, no reflexionan sobre el nexo existente entre las generaciones, y en cuanto a los problemas morales los resuelven con una envidiable ligereza. Ahora, quisiera asemejarse a tales personajes. Aunque sea para conciliar el sueño.
El día siguiente, sin embargo, no trajo a los reclusos nada nuevo. Ni tampoco el que le siguió. Parecía como si se hubieran olvidado de ellos. Tres veces al día aparecía alguien de los bandidos para traerles el desayuno, la comida o la cena. Siempre iban en pareja y sin despegar los labios en respuesta a los intentos de Polynov de hacerles entrar en conversación. Les desconectaron la televisión y los dos presos parecían haber ido a parar a una isla inhabitada. La plena ignorancia, silencio e inacción, teniendo tensados los nervios, les agobiaba, y Polynov sospechaba de que este abandono era premeditado. Desde luego, esto no suscitaba en él demasiada inquietud: si bien el Cosmos le enseñó algo, fue el saber esperar sin relajarse. Sólo se preocupaba por Cris, pero ésta adivinó el peligro antes de lo que él esperaba y de una forma que él ni siquiera podía prever.
— Parece que decidieron sacarnos de quicio con la ociosidad — dijo ella de sopetón después de haber discutido en vano, durante toda una hora, las probabilidades de salvación, comenzando ya a repetirse—. Y yo tengo la sensación de… No quiero oír más sobre los piratas. No existen. Es necesario inventar algo para olvidarnos de ellos. Y nada más.
De pronto se puso ceñuda. Polynov ya se había acostumbrado a los instantáneos cambios de expresión de su rostro y a las rápidas alteraciones de su estado de ánimo, pero en ese momento le miraba de hito en hito una desconocida, tensa, como un animalito acosado, y asustada por la idea que acababa de concebir.
— Por supuesto… — pronunció ella con dificultad— he oído hablar que lo más sencillo es cuando nosotros… cuando los dos… Bueno, ¡que yo le abrace! Pero no puedo… Me entiende… sin… sin sentir nada… Qué tonta, yo sé que mañana, tal vez, no tenga ni siquiera esta posibilidad, que muchas lo hacen sin más ni más, porque sí; mis amigas me ponían en ridículo ya allí, en la Tierra, pero… pero…
— Tontita — dijo Polynov en voz baja—, tontita… — Tenía ganas de acariciar a la muchacha como se acaricia a un niño que llora, pero temía levantarse para no asustarla—. Sácate de la cabeza esta necedad. Nunca, jamás se debe hacer lo que no se desea, nunca, ni siquiera en el caso de que parezca indispensable, ni cuando las circunstancias te pongan entre la espada y la pared, ni siquiera si uno se persuade a sí mismo… Resulta detestable. Pero nosotros viviremos aún mucho tiempo, a despecho de todo. Yo lo sé, me sucedió una vez, cuando…
E, inesperadamente para sí mismo, Polynov comenzó a referirle aquello que no había contado a nadie: lo que le sucediera en una ocasión cuando dos personas estaban en espera de la muerte que les parecía inminente, siendo él joven; le contó aquello que en su tiempo recordaba con vergüenza aunque nadie hubiera podido inculparle de nada, aún en el caso de que lo deseara. Nadie, excepto su propia conciencia.
Cris escuchaba atenta y con alivio y de cuando en cuando acompañaba su relato con un movimiento afirmativo en la cabeza. Después dijo, como si se le hubiera quitado un peso de encima:
— Yo creía que sólo a mí me pasaban estas cosas… Tenía miedo de que no me comprendieses y me dijeras: «vaya una tonta».
— Todos piensan que son los únicos a quien suceden estas cosas — suspiró Polynov, tranquilizándose—, pero no todos reaccionan de la misma manera. Algunos admiten cobre en vez de oro, temiendo que el oro no llegue. Pero llega la hora y uno cae en la cuenta de que ya es tarde. Y yo también he gastado así una partícula de mi ser… Sabes, Cris — se le escapó a él—, cuando yo, a tu edad, leía a los grandes escritores, a los verdaderamente grandes, los sufrimientos del alma que éstos pintaban me espantaban a veces, a veces me dejaban perplejo y a veces me entretenían. Pero no me sentía identificado con ellos. Hamlet sufre. Es interesante, ¿pero qué tienen que ver sus sufrimientos conmigo? Lo de Hamlet sucedió hace mucho tiempo y con otras gentes, y hoy vivimos en una época distinta y, además, yo no soy Hamlet. Estas elucubraciones mías eran absolutamente sinceras y, sabes, la sensación de encontrarme apartado de los tormentos anímicos de otras personas me ensalzaba. Miraba de arriba abajo a todos estos Hamlet, Don Quijote y Karamázov. Ignoro qué es lo que prevalecía en ello el instinto de protección contra las conmociones, la ceguera espiritual o el deseo de permanecer invulnerable, ¿Me entiendes?
— Me parece que sí —Cris quedó meditabunda, dando distraídamente tirones a un mechón de su cabellera—. No, no le entiendo del todo. No quiero que la vida sea como se presenta en estos libros. ¡Es espantoso sufrir tanto!
— Nuestra situación no es menos espantosa.
— Pero no sufrimos tanto como… digamos, los protagonistas de Dostoyevski…
— Tal vez porque somos más simples, más primitivos, más insensibles que los personajes de Dostoyevski. ¿O más íntegros?
— No lo sé… Todas estas cosas son tan complejas y difíciles. Yo no hubiera podido soportar eso. Cuando leo a Dostoyevski me alegro de que no me concierna a mí. ¿Soy egoísta?
— No, creo que aquí se trata de otra cosa.
— ¿De qué, precisamente?
— Yo mismo me lo pregunto: ¿de qué se trata? Yo, por ejemplo, casi estoy seguro de que el caudillo de nuestros piratas ha leído a los grandes escritores. No obstante, es un canalla y asesino. Y no es humano, porque no ve en otros a sí mismo.
— ¿Posiblemente, él considere la literatura como una fantasía?
— Quizá esta idea resulte salvadora para muchos. La idea de que no es la literatura la que va en pos de la vida, sino la vida sigue tras la literatura. Pensar así es más simple y cómodo, Lo único que se necesita es prohibir, aniquilar, quemar los libros perniciosos y, en el acto, la vida se tornará sencilla y despejada…
— E inhumana.
— E inhumana. Pero la causa prístina no radica en ello, sino en la orientación general de la educación. En el hecho de cuál es el nexo que aúna a los hombres. En las relaciones de clase. Éste es el fundamento.
— ¿Relaciones de clase? No lo comprendo bien. Hay personas buenas y las hay malas. Existen tontos y también inteligentes. Se dan hombres con conciencia y carentes de ella. ¿Ricos y pobres? ¿Pero ricos en qué? ¿De corazón, en inteligencia, en dinero? Esto es lo importante.
— Claro que tiene importancia. Pero mientras existan apios existirán también esclavos, ¿no es verdad? Mientras uno pueda ordenar a otro: «piensa así y no de otra manera, proceda tal y como quiero yo», la psicología de esclavo será inexpugnable, ¿no es cierto?
— No me gustan los dogmas, y vosotros todo lo tenéis en su respectiva gaveta: esto es correcto y esto incorrecto; aquí está el amo y éste es el esclavo; esta cosa hay que exterminarla, y aquélla, que subsista…
— Cris, he olvidado que en vuestros colegios se enseña el curso de «comunismo».
— ¿Cómo puedes pensar que yo doy crédito a sandeces de cualquier índole? — los ojos de Cris brillaron con furia—, ¡Soy yo misma la que opina así! ¡Una persona no equivale a otra, esto no existe en la vida, no, ni tampoco hay gavetas, y basta de hablar sobre estas cosas, todo el mundo se ha vuelto loco en esta materia! ¡Estoy bien harta!
«Si — pensó Polynov—, lo más difícil es que te comprendan correctamente. Cuando el hombre se oye tan sólo a sí mismo, aparecen gavetas, anaqueles y marbetes. Como en la farmacia: aquí está el veneno y allí, el medicamento… No, en la farmacia saben que cualquier fármaco es veneno y que el veneno puede curar, todo depende de cómo, cuándo y en qué dosis se suministra. Mientras tanto él, Polynov, dijo una cosa evidente, una verdad, y obtuvo en respuesta una descarga de indignación, la rebeldía de un alma, al parecer, tan próxima a él. Sí, él es un mal psicólogo, todos somos psicólogos de poca valía, tenemos que aprender y volver a aprender, y en vez de ello nosotros nos apresuramos a enseñar. Porque falta tiempo, porque es necesario darse prisa, porque otros profesores no aguardan; por consiguiente, vete a la lid tal como eres, no hay otro remedio. Y aunque dudes de tus fuerzas, lucha como si te fuese ajena cualquier incertidumbre, porque de no ser así todo el mundo advertirá tu debilidad, y éste será tu fin».