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— Erizo, guárdate tus púas — dijo con aire rogatorio Polynov.

Cris resopló, sonrió, otra vez resopló y, por fin, comenzó a reír.

— Ya he dicho que tengo mal carácter — en su voz se oyó cierto orgullo. Pero, en adelante, dejaré de portarme como un erizo, seré una niña obediente. Cuéntame algo sobre tu vida.

Ella apoyó la mejilla sobre su pequeño puño.

«No quiero educarla — se dijo Polynov—. Quiero ver cómo se amohína y cómo ríe, cómo se arrellana, cuan joven es en sus movimientos, cuan natural y hermoso resulta todo lo que hace. Porque, por lo visto, en mí vida no habrá nada mejor. En general, no habrá nada. Absolutamente».

Acostado de espaldas y con los ojos cerrados Polynov comenzó a recordar en voz alta. De nuevo surgía ante él la infausta resaca de las arenas de Marte, le abrasaban los flagrantes huracanes de Venus, otra vez tras los cristales del todoterreno danzaban los espectros de Mercurio y volvía a ahogarse en el terrible pantano de Terra Crochi. A él mismo le asombraba aquello que había vivido, parecía inverosímil, pues muchas veces debió haber sucumbido, y, sin embargo, por muy extraño que pareciese, seguía sano y salvo.

Entreabrió los ojos y miró de soslayo a Cris. Ésta le atendía como los niños escuchan un cuento de hadas: con la boca abierta, y era difícil creer que hacía poco discutía sobre problemas qué provocaban dolor de cabeza a tantos sabios. Polynov sintió cómo renacía en él la seguridad.

Los días de reclusión se arrastraban con lentitud pero pasaron inadvertidamente. Y cuando el guardia entró y sin gastar palabras, con un movimiento de cabeza señaló a Polynov a la puerta, a éste y a Cris les pareció que no habían tenido tiempo de decirse cosa alguna. Ambos se estremecieron sorprendidos, aunque esperaban esta llamada cada instante.

Cris saltó descalza, apretó la frente contra su pecho, le abrazó convulsivamente y, con poca habilidad, rozó con sus labios la mejilla de él.

— Volverás — le dijo sordamente—. Volverás.

Polynov la arrimó por los hombros hacia sí.

— Sí, volveré.

El guardia soltó una cínica carcajada.

Polynov marchaba con la cabeza alta por el pasillo que, al igual que el salón que atravesaron, estaba vacío. En el salón ya no tronaba la música y las sombras de la gente bailando ya no se deslizaban por los espejos. Allí, entre las sillas arrimadas con negligencia, estableció su morada el silencio. Del mostrador del bar desaparecieron las botellas y los anaqueles parecían barridos, tan sólo una policroma etiqueta de licor se agitaba en el chorro de aire sobre la tabla pelada, como una mariposa tratando de levantar el vuelo. El sonido de las ventosas magnéticas se convertía en susurro alarmado que se extinguía a cada paso.

— ¡A la izquierda! — Hasta el carcelero daba sus órdenes a media voz.

Polynov giró hacia la caseta de derrota. De ésta salió un hombre.

— ¡Berger! — Polynov reconoció al piloto.

Aquél dio un traspié. Polynov vio cómo se enrojeció su cuello.

— ¡Berger!

— Eh, eh, está prohibido — dijo perezosamente el guardia, pero Polynov ya había alcanzado a Berger.

El piloto apartó la mirada y comenzó a susurrar apresuradamente.

— La táctica lo exige… Dé su consentimiento, póngase de acuerdo… Están llenos de resolución, pero se muestran objetivos… Debemos mantenernos juntos.

Apresuró el paso, hundiendo la cabeza entre los hombros. Esta conducta parecía tan impropia del enérgico suizo que Polynov frenó su andar.

Un empujón en la espalda le hizo volver en sí.

Al igual que la última vez, en la puerta de la caseta de derrota estaba encendida con luz rubí la inscripción «Prohibida la entrada». Polynov traspasó el umbral.

Como entonces, la caseta de derrota estaba sumergida en la penumbra, sólo centelleaban las escalas fosforescentes de los aparatos. La pantalla panorámica se ha llevado al límite de su potencia y a la caseta asomaban miríadas de estrellas no titilantes que en el centro se congregaban en el chispeante cordón de la Vía Láctea.

El sillón del primer piloto dio media vuelta y Polynov vio a Huysmans. La luz proyectada por las estrellas hacía perfilarse su larga y huesuda frente, la fina nariz y las mejillas hundidas, dejando en la sombra las cuencas de los ojos. El segundo sillón estaba sin ocupar, pero el asiento guardaba todavía la huella de un pesado cuerpo. «¿Será posible que sea Berger?» — pensó Polynov.

En el rincón se movió levemente una figura vestida de negro y refulgió la boca del lighting.

— Siéntese, Polynov. ¿Se ha consolado, por fin? — la pregunta encerraba una burla.

Polynov se sentó y echó una mirada a hurtadillas al tablero de mando.

La palanca del frenado de emergencia está demasiado lejos, no se puede alcanzar de un tirón. Además, sería una necedad. Doce «g» no son mortales, en cambio, un disparo por la espalda…

— Sus proyectos — Polynov tomó la firme decisión de apoderarse de la iniciativa— tienen una incongruencia preñada de peligro para mí… y para usted.

— Es curioso, muy curioso — profirió irónicamente Huysmans. Sus ojos brillaron desde la sombra de las cuencas—. Dilucídamelo.

— Tarde o temprano usted tendrá que regresar a la Tierra, por cuanto en el Cosmos no le sirven para nada las riquezas saqueadas. ¿No es así?

— Supongamos.

— Entonces, usted se verá forzado a eliminar a uno que otro de su pandilla. Probablemente a aquél — y Polynov señaló con la cabeza al guardaespaldas acurrucado en el rincón.

— ¡Vaya una ocurrencia! ¿Por qué?

— ¿No lo comprende? Es muy extraño. A alguien, obligatoriamente, se le irá la lengua acerca de sus aventuras. Y entonces, terminado el baile. No tendrán más remedio que eliminar a los de poca confianza para que esto no ocurra. Y a mí, por supuesto, me quitarán de en medio. Y, probablemente, a usted también le den la puntilla, pues no podrá evitar una gresca.

Polynov echó a Huysmans una mirada escudriñadora, esperando su reacción.

— Muy lógico — Huysmans inclinó afirmativamente la cabeza y abrazó con las manos la rodilla—. Pero usted hizo caso omiso de una circunstancia que reduce a la nada todos sus irreprochables cálculos.

— ¿De qué circunstancia? — la pregunta sonó despreocupadamente.

— Hablaremos del particular si usted me dice «sí».

Polynov sintió inquietud. Su golpe no acertó en el blanco. ¿Pero, por qué? ¿Un fingimiento? No. Polynov podía jurar que no.

— Que sea así —dijo Polynov—. Pero por cuanto usted me propone un acuerdo, tengo el derecho de plantear mis condiciones.

— Qué gracia. Le he prometido la vida, ¿qué más quiere?

— En primer término, necesito que se garantice la seguridad de todos los pasajeros y de todos los miembros de la tripulación. En segundo término, ¡juguemos las cartas vistas!

Huysmans se rió mordazmente.