Выбрать главу

— ¡Usted, Polynov, es un humorista! ¡Usted es un humanista abstracto! La seguridad de sus adversarios, ja-ja… Pero la esposa del senador, los tres millonarios y demás gentuza le son hostiles a usted, comunista, ¿acaso no es así?

— Eso es asunto mío. ¿Admite mis condiciones?

— No me haga reír. En verdad, ya me he entretenido bastante. Mire. Yo soy realista. ¿Jugar las cartas vistas? Quién sabe, puede ser que esto dependa de usted. Los pasajeros no le atañen, recuerde que lo único que le puedo prometer es la seguridad de la muchachita. ¿Lo entiende?

Polynov se estremeció. Esto es lo que él esperaba. Una trampa. Por lo visto, le necesitan mucho. Y Cris. Cris quedó como rehén.

— Vamos a poner todo en su sitio — Huysmans se inclinó hacia Polynov tratando de observar la expresión de su rostro—. Debo prevenirle que esta muchachita — es muy linda, ¿no es verdad? — es botín legítimo del Cabezudo. Este es el pago por su participación en nuestros asuntos. Y el Cabezudo tiene una costumbre estúpida de hacer el amor a las muchachas martirizándolas. Es un esnob y trata de prolongar el goce. En la Tierra la ley, no se sabe por qué, más de una vez ya se las tomó con él por esta inocente debilidad. Por lo tanto usted debe comprender que no se trata sólo de una vida, la vuestra, sino de dos. Y hasta de algo mayor que la vida. ¿Le conviene esta condición?

A Polynov se le cortó el aliento. Huysmans sonreía con autosuficiencia, acercando cada vez más su cara a Polynov. Éste, en un esfuerzo desesperado, ahogó su deseo de estrangular aquel delgado y nudoso cuello.

— ¿Hace falta amoníaco? — musitó Huysmans.

Hay que apartar la vista, de lo contrario no podré aguantar. Las estrellas. Miríadas de estrellas, entrañables y cercanas, la naturaleza sempiterna, ¿y qué inmundicia engendras tú? Relajarme. Hay que mostrarle más desesperación. Que piense que me aplastó.

Bueno… Yo admito… Me veo obligado…

— ¿Da su consentimiento para ser nuestro médico? — preguntó rápidamente Huysmans.

— Sí.

— ¿Y no quiere aprovechar la ocasión para renunciar también a sus convicciones políticas? ¿Eh? Bueno, bueno, fue una broma — Huysmans agitó las manos comprendiendo por la expresión del rostro de Polynov que se había pasado de la raya—. También así todo se ha quedado muy bien arreglado. ¿Qué le parece si por tal motivo nos tomamos un coñac?

— No.

— ¿Entonces, una partida de ajedrez, como en otro tiempo?

— De acuerdo.

— ¡Magnífico!

Huysmans chasqueó los dedos. El guardaespaldas desapareció, Huysmans se apartó de Polynov, metió la mano en el bolsillo y tensó todo su cuerpo.

— No se preocupe — dijo Polynov—. No le voy a estrangular si cumple su palabra.

— Mi palabra es ley y no soy yo quien le debe temer — expresó con arrogancia Huysmans, sin sacar la mano del bolsillo.

Trajeron el ajedrez y se sentaron a jugar. Polynov movía las figuras distraídamente, perdió por descuido la reina y entregó la partida, lo que definitivamente mejoró el estado de ánimo de Huysmans.

— A propósito — dijo él por último— ¿ve usted esto?

Extrajo del bolsillo una pequeña caja y la meneó en el aire.

— Usted se da cuenta de que es un magnetófono. Después de la correspondiente preparación, nuestra conversación se grabará en la bobina general de información. La única que la humanidad podrá conseguir en caso de que fracasemos. Si usted recuerda, algunos pasajes de nuestra conversación son simplemente espléndidos. Por ejemplo: «¿Da su consentimiento para ser nuestro médico?» —»Sí». — »¿Entonces, una partida de ajedrez, como en otro tiempo?» —»De acuerdo». Soy completamente franco con usted y le pido que me corresponda.

Cuando Polynov volvió al camarote, Cris se lanzó a su encuentro y dando un salto se le echó al cuello, llorando y murmurando:

— ¡Estás vivo! ¡Vivo!

«¿Comprenderá ella mi proceder?» — se preguntó con miedo, esquivando la racha de alegría que se desplomaba sobre él.

4. La base de los piratas

Le contó todo lisa y llanamente, callando tan sólo lo del Cabezudo y de la invisible participación de ella en el negocio. Cris lo escuchaba frunciendo el entrecejo y apoyando su pequeña y terca barbilla sobre los dedos entrelazados, y Polynov no podía adivinar nada en sus ojos: ni reproche ni aprobación. Solamente una confiada atención. Pero, poco a poco, ésta iba sustituyéndose por el enajenamiento.

Polynov hasta dio un gemido. Dios mío, si tú fueras un hombre, yo sabría por adelantado todos tus pensamientos. Pero una niña así es un enigma…

Al principio no quería justificarse, pero no pudo contenerse.

— He leído que en la historia de mi patria — comenzó Polynov, tratando de no mirar a Cris— en una ocasión tuvo lugar el siguiente acontecimiento: En aquella época sobre Rusia se cernió una fuerza, poderosa e implacable, los tártaros. Aplastaron todo y a todos. Luego, el kan mandó presentarse ante él simultáneamente a dos príncipes rusos. Antes de la audiencia de la cual tanto dependía, ambos debían pasar entre hogueras purificadoras. No era una vejación imaginada especialmente para humillar a los príncipes, sino un rito tradicional. El primer príncipe pasó entre las llamas. El segundo se negó y lo decapitaron. La memoria humana no guardó su nombre. Sin embargo, al que pasó por el fuego y, negociando con el kan, consiguió una paz aceptable, no lo han olvidado hasta la fecha. Era Alejandro Nevski, vencedor de los suecos y de los caballeros teutones, nuestro héroe nacional. Él procedió como…

— Yo comprendo que él obró como un hombre sensato — le interrumpió Cris—. ¿Y si su concesión hubiera sido hecha en balde, cómo se le consideraría en este caso?

— Es fácil juzgar quedándose al margen — Polynov apartó la vista—. Sí, muy fácil.

Pasó sin mirar a Cris, al cuarto de baño. «Debo lavarme la cara — se dijo—, me sentiré mejor». Le daba asco verse en el espejo. Grita de impotencia, grita, qué ocurrencia: buscar justificación en la juventud, carente de compromisos. Eres un baldragas. ¡Y él que pensaba que su vigor siempre le acompaña! Resulta que una parte leonina de éste se la tomaba prestada a otros. ¿Acaso él, por sí solo, vale tan poco cuando a su lado no se encuentran sus amigos? Ésta es una buena lección para él, una lección justa.

En el espejo Polynov vio a Cris. La muchacha se había acercado silenciosamente. Polynov se obligó a sonreír como era debido. Una sonrisa varonil de una persona mayor segura en sí, que sabe cómo actuar y qué hacer. Una sonrisa tranquila y alentadora.

— ¡No lo haga! — dijo de pronto Cris—. Yo… Yo no quería… no quería ofenderle…

Ella bajó los ojos.

— No te pongas contrita, niña — le dijo despreocupadamente Polynov.

— Sólo quería… — Cris alzó bruscamente la cabeza y miró con aire desafiante a Polynov—. Quería decir que no tenemos otra alternativa, tenemos que vencer. Eso es todo…

Polynov pensó en contestarle algo, pero a tiempo comprendió que las palabras no eran necesarias. Le tendió la mano y Cris, con confianza, escondió en ella la suya.

La reclusión continuaba. Nadie molestaba a Polynov ni como preso, ni tampoco como médico. Únicamente, los vigilantes que les traían la comida se mostraban más parlanchines, ya sea debido al aburrimiento, o a la suspensión de la orden de callar.

Las más de las veces venían dos que parecían elegidos especialmente por lo mucho que contrastaban. Primero entraba, atrancando con su figura el vano de la puerta, un anglosajón de pelo pajizo y dentadura blanca: la experta mirada de sus insolentes ojos grises registraba el camarote, y sólo entonces dejaba pasar a un hombre de baja estatura, de rostro moreno como el barro cocido e igualmente impasible, cargado de fiambreras. Las tupidas cejas unidas en el entrecejo le daban un aspecto sombrío. Mientras ponía sobre la mesa los platos y las fiambreras, Gregory — así se llamaba el gigantón blanco— permanecía a la entrada casi rozando con la cabeza el techo. Con las piernas separadas, jugaba negligentemente con el lighting y como al desgaire apuntaba el cañón ora contra Polynov ora contra Cris. Con un desdén que ni siquiera trataba de disimular miraba al moreno Amín que trajinaba junto a la mesa y en una ocasión, cuando a éste se le cayó un tenedor y se agachó para recogerlo, le propinó por detrás, como a desgana, una patada, de modo que Amín rodó bajo la mesa. Esto produjo en Gregory un regocijo indecible, pero, por lo visto, no ofendió, en modo alguno, a su víctima.