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Polynov aprovechaba cualquier ocasión para hacer hablar a esta extraña pareja. En cuanto a Amín apenas logró éxito. Al parecer, no había cosa que preocupase o inquietase a este campesino analfabeto y amedrentado, como arrancado de la época medieval y trasladado por ensalmo a un nave cósmica ultramoderna. Nada, excepto el cumplimiento exacto y sin objeción de la orden recibida.

El mundo de Gregory era mucho más amplio. Soltando risitas éste recordaba con placer las guerras neocoloniales en que había participado y las innumerables tabernas en las cuales había bebido, embaucado y hecho el amor. Lo único en el mundo que despertaba su admiración era su propia persona. Se enorgullecía tanto de sus músculos, de sus aventuras, de su intrepidez y crueldad que Cris ardía de indignación. Ella no podía comprender por qué Polynov escuchaba de buena gana toda esta inmundicia.

— Esto suscita mi interés profesional — respondía bromeando éste—. Es un curioso ejemplar de homo sapiens, ¿no es así?

Es simplemente un bandido.

— El otro, ese Amín, también es un bandido. Sin embargo, ¡qué diferencia! ¡Y qué similitud!

— No creo que Amín sea un bandido. ¡Es tan infeliz!

— Si le dan la orden de estrangular a un niño, lo hará, este infeliz.

— ¡No lo creo!

— Quisiera equivocarme… Tú tienes razón, él no lo hará por su propia voluntad. Como no lo hará un autómata mientras no se introduzca en él el correspondiente programa.

— Él es un hombre y no autómata.

— La persona que se muestra indiferente ante una ofensa, no es una persona.

— Me repugna que les hagas preguntas a esos… Me molesta cuando hablas de los hombres como si fuesen máquinas…

— No, Cris, te da asco el que yo, en tu presencia, me meta en la mierda. Pero seguiré haciéndolo. Procuraré que Gregory me cuente, saboreándolo, cómo quemaba poblados junto con los viejos y las mujeres. Y voy a concentrar mi atención en el mutismo de Amín que me preocupa no menos que la jactanciosa franqueza de Gregory. Debo hacerlo.

— Entonces, permíteme tapar en este momento los oídos.

Pero Cris era incapaz de enfadarse por mucho tiempo y la intimidad espiritual que a momento se desvanecía retornaba otra vez a ellos, ayudándoles a resistir día tras día, mientras duraba su reclusión y soledad, sin perder el dominio de sí mismos, sin rendirse a los vanos pensamientos en las horas de acoso del silencio, interrumpido rara vez por el sonido de oís pasos que se aproximaban.

Por fin, la nave comenzó a frenar. Suaves golpes se sentían, alternativamente, en todas las direcciones. El zarandeo de la astronave duró unas tres horas. Luego, el zumbido de los motores cesó. Polynov lanzó al aire el cenicero, pero éste no se mantuvo en vilo, sino se posó lentamente sobre la mesa.

Polynov y Cris intercambiaron miradas. Ambos pensaron en lo mismo: ¿qué les espera en el nido de los piratas?

Aguardaban prestando oído al ruido, al pataleo y a las confusas voces que llenaban la nave. Daba la impresión de que se habían olvidado de ellos. Sólo cuando todo se calmó, al camarote asomó la cabeza de toro de Gregory.

— Salgan.

— ¿Cómo se denomina el asteroide? — Polynov se puso de pie.

— Paraíso de dios nuestro Señor — el guardia sombríamente soltó unos tacos.

Polynov todavía no había perdido la esperanza de ver, aunque sea de paso, a alguien de los pasajeros. Pero en vano: les conducían por la nave vacía. En la cámara de esclusa, acompañados por Gregory y Amín se pusieron las escafandras. Los guardias también se las pusieron. Aprovechando el instante en que Gregory cerrara el casco de su escafandra Polynov preguntó rápidamente a Amín:

— ¿Y los demás?

— Alá guarda a todos — contestó Amín sin despegar casi los labios.

Las puertas de la esclusa se abrieron lentamente. Ni siquiera Polynov había visto nada semejante: en el abismo estelar se movían tres pequeñas lunas parecidas a fragmentos de un espejo roto. Inmediatamente detrás de la escotilla se alzaba la negra mole del asteroide, perfilada por una dentada corona de rocas fulgurantes. Unas luces saltaban de pico en pico como si se encendieran velas pétreas. Cuando de detrás de las rocas asomó el fulminante segmento del Sol, Polynov, presuroso, bajó el filtro de luz y volvió la cara. Le dio tiempo cerrar con la palma de su mano los ojos de Cris. En los auriculares retumbó la carcajada de Gregory: el inexperto Amín olvidó bajar el filtro de luz y ahora se contorsionaba a causa del punzante dolor en los ojos.

Mientras bajaban, la superficie del asteroide iluminada por el Sol ascendente se transformó en un caos de planos relucientes y negros, de líneas y manchas quebradas, de facetas incandescentes y sombras de los abismos. Pero Polynov tenía una mirada entrenada y en la aparente deformación del paisaje atisbó con asombro señales de ciertas construcciones ciclópeas manifiestamente edificadas por el hombre. Más aún, no se sabe de dónde salían violentamente chorritos de gas que ceñían el asteroide como un velo refulgente.

Quería examinar más atentamente estas extrañas construcciones que, por lo visto, tenían cierta relación con la química, pero el descenso por la escalera duró sólo unos segundos y después tuvieron que seguir por un camino cercado por ambos lados con bloques, de modo que sólo podía observar las mechas de gas a través de las cuales se vislumbraban las lunas melladas.

El camino les condujo al pie de una alta roca y se internó en el seno de la piedra. Inmediatamente, en la bóveda se encendieron unas lámparas apenas discernibles después de la furiosa refulgencia del Sol. El túnel, descendiendo abruptamente, terminaba ante unas macizas puertas. Gregory alzó las manos.

— ¡En nombro del Altísimo!

Las hojas de las puertas se corrieron, ocultándose en la pared.

«¡Vaya una contraseña!» — pensó Polynov.

La esclusa recordaba una cueva, únicamente, el suelo era metaloplástico. Las herraduras magnéticas de los zapatos en el acto se adhirieron a éste dando a los hombres la sensación de adquirir otra vez algo parecido al peso.

— ¿Es frecuente aquí la caída de meteoritos? — preguntó Polynov quitándose el casco.

— Es suficiente — gruñó Gregory saliéndose de su escafandra.

— En tal caso procedieron insensatamente, al sacar su hacienda a la superficie.

— ¿Qué hacienda? Ah, se refiere a la planta… No es asunto mío.

— ¿De quién, entonces?

— Deje, doc — Gregory miró con escrutinio al psicólogo y de pronto, sin transición alguna preguntó—: ¿Tiene alcohol en su botica?

— ¿Alcohol? No lo sé… ¿Y qué se interesa?

— Yo sé que tiene. ¿Me lo dará?

— ¿Con permiso o sin él?

— Una persona inteligente, doc, no hace tales preguntas.

En los claros ojos del guardia no asomó ni pizca de embarazo. La presencia de Amín no le inquietaba ni en lo más mínimo. Pero era evidente que se apresuraba a concluir la conversación precisamente en la esclusa.

— ¿Entonces, de acuerdo o cómo?