Jesús Hernández
Operación Valkiria
Introducción
El 20 de julio de 1944 es una fecha destacada en la cronología de la Segunda Guerra Mundial. Ese día, el coronel Claus von Stauffenberg colocó una bomba a un metro escaso de Adolf Hitler, mientras se celebraba una conferencia en el Cuartel General del Führer en Rastenburg. El artefacto estalló, pero una increíble cadena de casualidades y coincidencias hizo que el dictador germano saliese ileso del atentado. El golpe de Estado que se desarrolló en Berlín a continuación también sería víctima de la fatalidad, lo que le condenaría al fracaso. Nunca antes estuvo el régimen nazi tan cerca de ser derribado, pero de forma milagrosa éste sobrevivió, al igual que su líder. Es comprensible que Hitler quedase convencido tras el frustrado intento de asesinato de que la Providencia estaba de su parte.
Las doce horas transcurridas entre el estallido de la bomba y el aplastamiento final del golpe han sido narradas en innumerables libros, y han sido llevadas al cine en varias ocasiones. Difícilmente encontraremos otro hecho histórico que haya sido analizado tan minuciosamente, prácticamente al minuto. Eso puede llevar a creer que conocemos con exactitud todo lo ocurrido ese día, pero nada más alejado de la realidad; paradójicamente, los historiadores no se ponen de acuerdo sobre muchos de los detalles que conformaron esa histórica jornada. Si tomamos al azar dos obras referidas al 20 de julio, comprobaremos de inmediato cómo difieren las versiones presentadas por cada uno de los autores, llegando seguramente a contradecirse.
Para confeccionar el presente trabajo ha sido necesario llevar a cabo una investigación más propia de las que suelen aparecer en las novelas policíacas. En esos casos, ante un mismo hecho criminal, el inspector procede a recoger las versiones proporcionadas por los testigos; pese a lo reciente del hecho, estos testimonios diferirán enormemente dependiendo del lugar que ocupaba en ese momento preciso cada uno de los que presenciaron el crimen, aunque al final, para asombro del lector, el protagonista logrará encajar todas las piezas del rompecabezas, descubriendo así al culpable. Pero en el caso del complot del 20 de julio, hay que tener presente que casi todos los testigos fueron ejecutados o se suicidaron antes del final de la guerra y que los supervivientes no dejarían sus impresiones por escrito hasta una, dos o incluso tres décadas después del suceso.
Portada de la revista alemana Der Spiegel de julio de 1994, dedicada a la conmemoración del cincuenta aniversario del atentado del 20 de julio. La acción de Stauffenberg se sigue recordando cada año en Alemania, como homenaje a todos aquellos que se enfrentaron a la dictadura de Hitler.
En estas circunstancias, intentar reconstruir lo ocurrido aquel día se antoja una misión imposible. En cuanto el investigador cree haber completado el rompecabezas de las diferentes versiones, encajando una pieza aquí y otra allá, siempre aparece una nueva a la que no se le encuentra acomodo y que amenaza con poner en entredicho el trabajo de reconstrucción realizado hasta ese momento. Intentar conocer en detalle lo que pasó el 20 de julio de 1944 se ha convertido en un trabajo de Sísifo que ha puesto a prueba la paciencia de los historiadores.
Como se ha apuntado, los elementos con los que cuentan los investigadores son muy limitados. La mayor parte de los documentos relativos al complot fueron destruidos por los propios conspiradores o sus familiares y amigos. Los que cayeron en manos de las autoridades nazis serían destruidos también, después de servir para incriminar a miles de sospechosos, y los pocos documentos que sobrevivieron perecerían bajo los bombardeos.
La fuente principal de información es el trabajo llevado a cabo por la Gestapo en los días posteriores al atentado, recopilado en unos informes que eran remitidos diariamente a Hitler, y que son conocidos como los Informes Kaltenbrunner. Pero el valor de estos informes es muy discutible, puesto que no se citan largas declaraciones, sino frases aisladas, fuera de contexto, y aderezadas con comentarios del compilador, más preocupado por establecer la bajeza moral de los implicados que de descubrir la verdad. Además, muchas manifestaciones no son reflejadas de forma textual, sino que son expuestas en palabras del funcionario de la Gestapo encargado del interrogatorio.
A esta escasez de fuentes fiables, hay que sumar las especiales circunstancias que vivió Alemania en los años posteriores. Hasta el final de la guerra, el recuerdo del atentado del 20 de julio se fue diluyendo hasta olvidarse casi por completo; los alemanes, intoxicados por la propaganda y aterrorizados por la represión policial, llegaron a convencerse de que, tal como habían repetido hasta la saciedad las autoridades nazis, el complot había sido obra de “una reducida camarilla de oficiales criminales”. La brutal venganza contra los conjurados disuadió a los sectores descontentos del Ejército de intentar organizar otro golpe. Los alemanes cerraron filas con el régimen nazi y, de hecho, ya no se produciría ningún nuevo intento de atentado.
Tras la derrota de Alemania, a los vencedores -tanto los occidentales como los soviéticos- no les interesó que aflorase el conocimiento de las actividades llevadas a cabo por la resistencia al régimen nazi, más numerosa y organizada de lo que se suele creer. Es posible que los Aliados quisieran evitar que quedase así al descubierto su falta de apoyo a estos movimientos, o que deseasen culpabilizar al conjunto de la sociedad alemana, sin excepciones, de haber servido de sustento a la causa nazi, para poder así disfrutar de una superioridad moral sobre los vencidos que les ayudase a imponer las nuevas reglas. Las autoridades ocupantes se oponían a la publicación de artículos o libros sobre el tema. Sea por la razón que sea, la oposición al nazismo se convirtió en un tabú que sólo un par de décadas más tarde comenzó a ser derribado, cuando los alemanes se decidieron a restituir a su país el crédito moral perdido en el traumático período del Tercer Reich.
El complot del 20 de julio quedó también oculto tras esa cortina de silencio. La consecuencia es que, tal como se ha avanzado, cuando los testigos rompieron a hablar ya había pasado demasiado tiempo. Los recuerdos ya no tenían la frescura necesaria y se confundían unos hechos con otros, o se fundían en uno solo. Además, no eran pocos los que habían “elaborado” esos recuerdos con el fin, consciente o no, de atribuirse una importancia en el complot mayor de la que se tenía en realidad, o los que decían haber presenciado escenas que se contradecían con la lógica temporal. La consecuencia de todo ello es que los historiadores han debido hacer un esfuerzo titánico para reconstruir de forma aceptable lo ocurrido ese día, y han tenido que aceptar que algunos puntos permanecerán para siempre en la oscuridad, ante la imposibilidad de establecer una verdad histórica inequívoca.
Por lo tanto, el lector ha de acercarse a este trabajo consciente de estas limitaciones. Por mi parte, he intentado ceñirme lo más posible a la versión de los hechos comúnmente aceptada. Todo el relato que figura a continuación ha sido elaborado siguiendo las conclusiones de los investigadores. Cada diálogo aquí reproducido está basado en fuentes precisas y dignas de credibilidad. Cuando una afirmación ha sido objeto de controversia entre los historiadores, se indica la existencia de esta discrepancia. Con todo ello se ha intentado confeccionar un relato lo más ajustado posible a la realidad.
Pero si, tal como se ha señalado, resulta difícil ofrecer garantías de que la narración de lo sucedido el 20 de julio responda efectivamente a la verdad, cuando intentamos aproximarnos a la personalidad del gran protagonista de aquella jornada, Claus von Stauffenberg, nos encontramos, por desgracia, en la misma tesitura.
Si el coronel Stauffenberg hubiera logrado su propósito, con toda seguridad hoy conoceríamos casi todos los detalles de su vida y su personalidad. Si sus biógrafos hubieran nadado en documentos relativos a él, dispondríamos de sus escritos y sus cartas, por lo que no sería muy difícil hacernos una idea de cómo era aquel decidido soldado que tomó sobre sus hombros esa ciclópea responsabilidad.