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El departamento de personal había previsto, una vez que estuviera recuperado, enviarle a Berlín como jefe del Estado Mayor en la jefatura de la oficina central del Ejército. Allí tendría como superior al general Olbricht, quien también tendría un papel predominante en el complot del atentado contra Hitler. A principios de mayo, Stauffenberg dictó a su mujer una carta por la que aseguraba a Olbricht que en tres meses podría ponerse ya a sus órdenes en Berlín.

Como vemos, una corriente poderosa e invisible, ante la que Stauffenberg nada podía oponer, le llevaba a la capital del Reich y al mismo centro de la conjura para derrocar a Hitler. Como si el destino le hubiera elegido a él para imprimir ese giro dramático al rumbo de Alemania, el ataque sufrido en Túnez era el renglón torcido por el que ahora iba a encontrarse con la oportunidad, un año después, de ser la persona en cuya mano estuviera el futuro de la nación. Con toda seguridad, en el viaje de Munich a Berlín no se le pasó por la cabeza la abrumadora responsabilidad que debería afrontar en una calurosa jornada del verano del año siguiente, ni la oportunidad única de que iba a gozar de destruir la cabeza del régimen que ese momento ya sólo le merecía odio y desprecio.

LOS RASGOS DE SU PERSONALIDAD

Pero antes de entrar en la narración de cómo se urdió el complot que desembocaría en el intento de asesinato del dictador germano el 20 de julio de 1944, aún podemos conocer mejor la personalidad del que sería su gran protagonista.

Como se indicó en la introducción, la pérdida de los documentos relativos a su vida no ha permitido a los investigadores conocer con detalle su biografía. Pero, afortunadamente, es relativamente fácil dibujar los rasgos de su carácter, pues la casi totalidad de los testimonios que accedieron a describirle coinciden en sus apreciaciones.

Stauffenberg aparece ante nosotros como un ser diáfano, claro, transparente; no parecen existir en él ni los componentes poliédricos ni esos recovecos oscuros de otros personajes históricos. Todo apunta a la conclusión de que se mostró siempre franco y abierto, pues no hallamos en su carácter zonas de penumbra en los que su actitud pueda contemplarse desde ópticas sujetas a controversia.

Todos los que le conocieron lo describen como una persona optimista, alegre, enormemente trabajadora, constante, que hacía sentirse bien a todos los que tenía a su alrededor. No obstante, es necesario insistir de nuevo en que la casi totalidad de testimonios fueron recogidos mucho tiempo después de su muerte. Es muy posible que los que entonces trabaron relación con él lo hubieran heroificado inconscientemente después de convertirse en un personaje histórico; no podemos descartar que si alguno de ellos recordase algún hecho en que el que la reputación de Stauffenberg no saliese bien librada, lo olvidase o prefiriese no relatarla para no empañar su figura. Pero con todo ello, la coincidencia y la claridad de las descripciones, descartando algún exagerado panegírico, llevan a creer que, efectivamente, la personalidad magnética de Stauffenberg suscitaba siempre la admiración y la confianza de todos aquellos que le trataban.

El escultor Thormaelen valoraba de Stauffenberg el que fuera un hombre de acción: “Rapidez, acción inmediata, dispuesto siempre a la acción que su pensamiento y corazón creyeran que requerían las circunstancias. No se daba en él separación alguna entre pensar y hacer, entre sentir y actuar”.

El carácter alegre y extrovertido de Stauffenberg quedaría reflejado en estas palabras de 1962 del entonces capitán Burkhart Müller-Hillebrand, su posterior jefe en el Estado Mayor: “En aquel tiempo (finales de 1930) conocí en él a un compañero que destacaba por su inteligencia, personalidad y cultura. A eso se añadía su carácter alegre, aunque no por ello superficial, como era en aquellos tiempos frecuente entre muchos oficiales”.

El coronel Bernd von Pezold recordaría en 1963 el magnetismo de Stauffenberg, que se manifestaba en todo momento: “Era imposible que no se destacara de todos, incluso aunque estuviera en reuniones numerosas. Aun sin querer, pronto se convertía en el centro de toda la reunión; de él partía una fuerza de atracción notable. Incluso aunque estuviera debatiendo entre hombres de mediana cultura, lograba trasladar las discusiones a un nivel elevado”.

En 1962, el coronel Wilhelm Bürklin, coincidía con la apreciación de Von Pezold de que Stauffenberg tenía esa capacidad para elevar el nivel de cualquier discusión: “Le caracterizaba su especial camaradería cordial y totalmente natural. Esto era más de valorar por cuanto se reconocía en general su capacidad y dotes por encima del término medio. Toda conversación alcanzaba de inmediato un alto nivel; gustaba además de las discusiones animadas, que no se agotaban debido a su apasionado temperamento”.

Esa admiración por el carácter de Stauffenberg podía llegar a los límites de este compañero suyo, Eberhard Zeller: “Se percibía en él fuerzas geniales inalcanzables, que hacían que siempre estuviera en el lugar dirigente, y que lograra despertar la alegría de estar con él, de trabajar con él. Las sospechas que fuerzas bajas e innobles pretendían hacer recaer sobre él, desaparecían en cuanto se le miraba. Su figura daba la impresión de que en él se conjugaban fuerza y nobleza”.

El que fuera ayudante del general Guderian, Bernhard Freytag von Loringhoven, lo vio solamente en una ocasión, en 1940, después de la campaña contra Francia, en el departamento de organización del Estado Mayor del Ejército, pero dejó en él un recuerdo imborrable, tal como dejaría reflejado en sus memorias, escritas en 2006: “Hablamos unos veinte minutos; no recuerdo cuál fue el tema de nuestra conversación, pero me causó una fuerte impresión. Alto y delgado, lleno de vitalidad, Claus Schenk von Stauffenberg tenía la prestancia de un caballero suabo, una mirada cálida y una presencia inolvidable. Estaba destinado a hacer una gran carrera militar”.

Para finalizar, el mejor resumen de las cualidades de Stauffenberg, y de alguno de sus defectos, sería el informe que su jefe de escuadrón elaboró en octubre de 1933. Su valor radica en que no recoge un testimonio confeccionado décadas después de su muerte, como en los casos anteriores, sino que fue redactado en un momento en el que nada hacía prever que fuera a convertirse en un personaje de relevancia histórica: “Posee un carácter fiel e independiente, con criterio y voluntad propios. Atesora dotes excepcionales por encima de lo común para cuestiones tácticas y técnicas.

Escena familiar en el hogar de los Stauffenberg.

Ejemplar en el trato con suboficiales y con la tropa, se preocupa de la formación propia.

Es sociable y cordial, sin prejuicios. Manifiesta mucho interés por cuestiones sociales, históricas y religiosas. Muy buen jinete, diestro, con amor y comprensión por el caballo.

Junto a esas excelentes cualidades no deben dejar de mencionarse las pequeñas debilidades y defectos. Consciente de sus dotes militares y de su superioridad intelectual, se inclina ocasionalmente a manifestarlo frente a sus compañeros, con los que a veces bromea, aunque nunca llega a herir.

Algo descuidado en su aspecto y vestidos; su porte como oficial debería ser algo más enérgico. Es propenso a inflamaciones amigdalares, por lo que la resistencia física suya se resiente. Desde luego, intenta superar esos inconvenientes con fuerza de voluntad.

Apto para proseguir sus estudios con los mejores augurios”.

Con estos testimonios de primera mano podemos hacernos una idea bastante fidedigna de cómo era Stauffenberg. Sus dotes de hombre de acción, su capacidad para motivar y contagiar alegría a sus compañeros, así como su idealismo y su espíritu elevado, tendrían su máxima expresión en el momento cumbre de su vida, el momento para el que el destino le había escogido.