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La habilidad para encubrir la preparación del golpe de Estado mediante la utilización de “Valkiria” merecería posteriormente el reconocimiento, aunque a disgusto, de la propia policía: “En conjunto, todo ese plan “Valkiria” estaba perfectamente encubierto y disimulado por Stauffenberg y la camarilla de conjurados, en forma refinada”.

Stauffenberg tuvo en Peter Yorck von Wartenburg uno de sus más firmes apoyos.

EL GENERAL FROMM

Una de las piezas clave de la conspiración era el general Friedrich Fromm, el diseñador del plan original “Valkiria” y jefe directo del general Olbricht. Estaban bajo su mando todas las fuerzas disponibles en el interior de Alemania. De cincuenta y seis años, había alcanzado el grado de generaloberst y sólo le faltaba escalar el último peldaño: ser nombrado mariscal. Sus dos metros de estatura hacían de él una figura imponente. Tenía un carácter autoritario, a lo que le ayudaba su físico, y era muy ambicioso, por lo que no tenía reparos en aparentar fidelidad a los principios del nacionalsocialismo si ello le ayudaba en su carrera.

Pero Fromm no era un general estimado por sus subordinados, pues nunca salía en su defensa en caso de dificultades. Acostumbraba a eludir responsabilidades, evitar complicaciones siempre que fuera posible, y prefería dedicarse a la caza y a la buena vida en vez de atender las necesidades de los hombres que tenía a su mando.

Sin embargo, Fromm era inteligente y tenía una gran habilidad para nadar entre dos aguas. Cuando Stauffenberg fue nombrado nuevo jefe de su Estado Mayor, éste expresó a su superior abiertamente su falta de confianza en el futuro de Alemania en la guerra; Fromm, en lugar de recriminarle su pesimismo y llamarle al orden, prefirió mantener un prudente silencio. Esto fue interpretado por los conjurados como un deseo de incorporarse al complot, lo que la actitud ambigua de Fromm no ayudó a desmentir. Por ejemplo, un día que Stauffenberg y Olbricht insinuaron en su presencia la posibilidad de un golpe de una actuación violenta contra la cúpula militar del Reich, Fromm, que odiaba a muerte al mariscal Keitel, el jefe del Alto Mando de la Wehrmacht (OKW), les dijo:

– Si dais el golpe, no os olvidéis de Keitel… Esta confidencia, entre otros gestos de simpatía hacia el complot, hizo aumentar el optimismo entre los conspiradores, puesto que el concurso de Fromm era casi indispensable para que el golpe tuviera éxito. El plan consistía en que, una vez conocida la muerte de Hitler, Fromm debía difundir la palabra clave “Valkiria” para que entrasen en vigor las medidas destinadas a asegurar el orden, pues era el único que tenía potestad para hacerlo. Pese a que Fromm no participaba directamente en el complot, era difícil pensar que, llegado el momento, se negase a emitir esa orden. Pero, en todo caso, si Fromm dudaba en dar la consigna, el general Olbricht estaba dispuesto personalmente a darla; cuando la orden hubiera salido por telégrafo, las tropas ya no podrían comprobar si se trataba de una orden dada de forma autorizada o no, y tan sólo los oficiales más próximos podrían comprobarlo mediante una consulta telefónica directa.

Por su parte, pese a no estar al corriente de los detalles, Fromm no ignoraba que se estaba preparando un golpe de timón, así que deseaba estar bien considerado por los conjurados por si éstos se alzaban con el poder. Pero Stauffenberg y sus compañeros no podían confiarse; si conocían mínimamente a Fromm serían conscientes de que éste se guardaría las espaldas hasta el último momento para no quedar expuesto en el caso de que el complot fracasase.

Así pues, la maquinaria de la conspiración dependía de una pieza de la que no podían asegurarse su infalibilidad. Naturalmente, era necesario afrontar algunos riesgos; la postura del calculador Fromm ante el golpe era uno de ellos y, tal como se verá, no el menos grave.

EL SUSTITUTO DE HITLER

Los conjurados ya habían decidido quién debía ser el nuevo Jefe del Estado una vez que hubiera triunfado el golpe, es decir el hombre que debía sustituir a Hitler al frente de la nación. Esta responsabilidad recaería sobre el general Ludwig Beck. De sesenta y cuatro años de edad, procedía de una familia renana, y había crecido en un ambiente de burguesía católica. Participó en la Primera Guerra Mundial como oficial de Estado Mayor.

Como la mayoría de los conjurados, era un hombre más inclinado hacia la teoría y a la reflexión que hacia la práctica y la acción; los grandes problemas de estrategia político-militar le habían apasionado siempre. Fruto de ello sería la redacción del libro “Instrucción del modo de dirigir las tropas”, resumen de la doctrina del Estado Mayor alemán, una obra que sería atentamente estudiada en los ejércitos extranjeros. Además, Beck tenía una vasta formación intelectual, en la que destacaba su interés por la historia, la filosofía, la economía y el derecho, además de por la música, especialmente la de Bach.

En 1931 Ludwig Beck fue nombrado general, poniéndose al mando de una división de caballería. En 1935 fue designado jefe del Estado Mayor General del Ejército, un puesto desde el que asistió con preocupación a los métodos del nuevo régimen, comprendiendo los peligros que entrañaba la expansión del Tercer Reich. Él era consciente de que la política de Hitler iba a conducir a Alemania a una guerra total que nunca podría ganar. Beck intentó convencer a otros destacados militares de los peligros que aguardaban al país, pero no obtuvo ningún apoyo, lo que le llevó a presentar la dimisión en agosto de 1938 y a abandonar el Ejército poco después. Ya como civil, Beck estableció relaciones con miembros de la oposición, que le llevarían finalmente a involucrarse en el complot para asesinar a Hitler.

La elección de Beck sería la muestra palpable de que las personas encargadas de dirigir el golpe de Estado contra Hitler no eran las más adecuadas para este cometido, como se verá más adelante. Tenía un carácter vacilante, no tenía resonancia entre la tropa y no era dado a tomar resoluciones. Los oficiales que habían estado a sus órdenes se quejaban de que Beck, en lugar de apoyar sus iniciativas, solía disuadirles de cualquier acción emprendedora, interponiendo continuos obstáculos e impedimentos. Si había que intentar derribar el régimen nazi, no hay duda de que Ludwig Beck no era la persona más adecuada para encabezar esa operación.

NUEVOS INTENTOS

Conforme se iban puliendo los planes para llevar a cabo el golpe de Estado, el punto relativo a la eliminación física de Hitler no avanzaba al mismo ritmo. Todos sabían que ésa era la clave de todo el complot, y nadie se atrevía a afrontar ese espinoso y trascendental asunto.

Goerderler, el elegido para el puesto de canciller, aún dudaba si ése era el mejor método para apartar a Hitler del poder. Hubo quien abogó por enviar un regimiento al Cuartel General de Rastenburg y proceder a la detención del dictador, para someterlo después a un juicio público. Otros, como Yorck, creían que debía seguir madurando el plan militar antes de pasar a un hipotético atentado, pero Stauffenberg y Tresckow eran firmes partidarios de actuar de inmediato. Ellos, como militares que eran, sabían que si se esperaba más tiempo la previsible derrota alemana iba a hacer ya inútil cualquier intento de alcanzar el poder. Además, sabían que el golpe de Estado sólo podía tener éxito si Hitler no seguía con vida, puesto que muchos de los mejores oficiales y soldados confiaban todavía en él, sin contar con el juramento de fidelidad.

Al final, Stauffenberg y Tresckow lograron imponer su punto de vista. El atentado contra la vida del Führer se realizaría lo más pronto posible. Con indisimulada desgana, el resto de conjurados aceptó el plan.