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Friedrich Olbricht, a la izquierda, durante unos ejercicios de la Escuela del Ejército de Montaña en la primavera de 1944. En esas fechas estaba plenamente centrado en el planeamiento del golpe.

Stauffenberg no deseaba ese puesto, y a punto estuvo de rechazarlo, pero enseguida comprendió las enormes posibilidades que se le abrían. Gracias al nuevo cargo tendría acceso más pronto o más tarde al Cuartel General de Hitler, así que aceptó. Además, pudo colocar a su amigo Metz von Quirnheim en el puesto que anteriormente ocupaba. Excepto el general Fromm, que jugaba con dos barajas, el resto de la cúpula del Ejército de reserva estaba ya bajo el control de los conjurados.

El 7 de junio de 1944, un día después del desembarco aliado en Normandía, Stauffenberg fue llevado por Fromm sin advertencia previa a Berchtesgaden, la residencia alpina de Hitler. Allí, Stauffenberg participaría por primera vez, en calidad de jefe de Estado Mayor del Ejército territorial, en una conferencia de mandos militares sobre la situación de los frentes. Además de Hitler, a la reunión asistirían también Heinrich Himmler, el jefe de la Luftwaffe Hermann Goering y el ministro de Armamento Albert Speer. Stauffenberg fue presentado al Führer y éste le invitó a acercarse al lugar de la mesa en la que estaban extendidos los mapas, en atención a su problema de visión. A la salida de la reunión, estuvo departiendo unos minutos con Speer.

Stauffenberg gozó de la recomendación del general Heinz Guderian para sustituir al general Heusinger en la jefatura de la Sección de Operaciones. Guderian dijo de él que era “el mejor del Estado Mayor”.

Años después, la esposa de Stauffenberg afirmaría que su marido sintió el ambiente “podrido y corruptor”, y que el único dirigente que le pareció normal fue Speer, mientras que a los demás los calificó de “manifiestos psicópatas”.

En esa primera reunión Stauffenberg no intentó atentar contra Hitler. Algunos aseguran que ese día llevaba ya la bomba en su cartera, pero que no tenía previsto activarla porque simplemente deseaba probar sus nervios, pero esto no es más que una conjetura poco probable. Si su cartera realmente contenía la bomba, hay que pensar que quería emplearla. En este caso, no se sabe si no la activó porque no encontró la ocasión de hacerlo o porque le surgieron dudas sobre la conveniencia de seguir adelante con el golpe de Estado después del desembarco aliado. El conde aseguró a algunos conjurados que ya no tenía sentido continuar con el plan, pues los Aliados no aceptarían una paz negociada y que, por tanto, quizás era mejor que fuera el régimen nacionalsocialista el que llevase a la nación a la derrota absoluta, y no ellos.

Pero las razonables dudas de Stauffenberg quedaron despejadas después de que su amigo von Tresckow le dijese estas palabras, que se ha rían famosas: “El atentado ha de llevarse a cabo, cueste lo que cueste. Aunque hubiera de fracasar ha de ser intentado en Berlín. Ya no se trata del objetivo práctico, sino de que la oposición alemana haya intentado el golpe decisivo, ante el mundo y la historia. Todo lo demás, aquí, es indiferente”.

Después de la visita a Berchtesgaden, Stauffenberg acudió a Bamberg para ver a su mujer, Nina, que estaba embarazada, y a sus cuatro hijos; Berthold, Heimeran, Franz Ludwig y la pequeña Valerie. Se cree que la relación entre Claus y Nina no atravesaba entonces por su mejor momento. Él había intentado mantener a su mujer alejada del círculo de conspiradores para protegerla, pero Nina era consciente de que su marido estaba involucrado en un asunto en el que, de no salir como estaba previsto, podía perder la vida. No es difícil suponer que ella le recriminó que pusiera en riesgo el futuro de su familia e, igualmente, no es difícil imaginar la respuesta de Stauffenberg. A la luz de los hechos, entre sus responsabilidades familiares y la defensa de sus ideales hasta las últimas consecuencias, Stauffenberg se inclinó por esto último. No hay que descartar que se viera sometido a un gran sufrimiento al verse obligado a pasar por ese dilema, pero al final se vio impelido a actuar así por su innato sentido del deber. Stauffenberg ya no volvería a ver más a su familia. Tampoco llegaría a conocer a su hija Constanze, nacida el 27 de enero de 1945.

La situación militar germana se agravó más aún el 22 de junio de 1944, cuando los soviéticos lanzaron una gran ofensiva contra el Ejército alemán central. En sólo tres semanas, el ataque ruso derrotaría a 27 divisiones alemanas. El temor a que el Ejército rojo se plantase a las puertas de Berlín en pocos meses era palpable. Los conjurados acordaron que era necesario, en caso de triunfar el golpe de Estado, mantener el frente del este a cualquier precio; para ello era necesario trasladar fuerzas desde el frente occidental.

En ese escenario de tanta importancia estratégica, el frente del oeste, con París como centro neurálgico, los conspiradores contaban con algunos apoyos destacados entre los oficiales del Ejército, dispuestos a facilitar la irrupción de las tropas aliadas para evitar derramamiento de sangre y alcanzar un rápido armisticio.

El jefe de la Luftwaffe, Hermann Goering. Los conspiradores querían acabar también con su vida, pues era el sucesor oficial de Hitler.

LA CONEXIÓN PARISINA

Aunque el centro de la conspiración se hallaba en Berlín, la capital de Francia se había convertido en un punto de atención preferente para los conjurados. De cómo se desarrollasen los acontecimientos en la capital francesa podía depender el éxito o el fracaso del golpe de Estado para derribar a Hitler.

París era el centro de decisiones del frente occidental. Desde allí, el mariscal Günther von Kluge, comandante en jefe de las fuerzas del Oeste, coordinaba los esfuerzos del Ejército germano para hacer frente a las divisiones aliadas desembarcadas en las playas de Normandía el 6 de junio de 1944. Von Kluge había sustituido el 3 de julio al mariscal Von Rundstedt, que, al no haber podido impedir el desembarco de los Aliados ni haberlos arrojado rápidamente al mar, había perdido la confianza de Hitler, siendo dado de baja por “motivos de salud”.

El mariscal von Kluge era una personalidad militar de primer orden, que había demostrado su habilidad táctica mientras estuvo destinado al frente oriental [5]. Allí, estando al frente del Grupo de Ejércitos Centro, había tenido a sus órdenes a algunos de los principales miembros de la conspiración, como el coronel von Tresckow o el lugarteniente de la Reserva Von Schlabrendorff. Von Kluge siempre se había mostrado muy crítico con Hitler, pero nunca se atrevió a dar el paso de integrarse de lleno en la oposición. Aun así, permitió a sus subordinados emprender las acciones necesarias para derrocar al dictador, como el atentado de las botellas del 13 de marzo de 1943.

Ignorante de estas maniobras del mariscal en la cuerda floja, Hitler confiaba plenamente en Von Kluge. Le dio libertad de acción en el oeste y le proporcionó nuevos efectivos. El mariscal se sintió adulado por estas concesiones del Führer, pero su agradecimiento sería mayor cuando, con ocasión de su 60º cumpleaños, recibió de Hitler un cuarto de millón de marcos. Desde su nuevo puesto, Von Kluge siguió mostrándose ambiguo respecto al complot que se estaba gestando. A su vez, los conspiradores tenían sus dudas de que el mariscal se uniese a ellos cuando llegase el momento de la verdad.

En cambio, Stauffenberg y sus compañeros confiaban ciegamente en el general Karl-Heinrich von Stülpnagel, que ejercía las altas funciones de jefe militar de Francia desde marzo de 1942. Stülpnagel había podido comprobar de primera mano los errores cometidos por el gobierno nacionalsocialista en su política de ocupación del país galo, y se había mostrado crítico en muchas ocasiones, lo que le había valido ser tildado de excesivamente comprensivo ante los intereses de Francia.

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[5] El momento más difícil a lo largo de la carrera militar de Günther Von Kluge fue cuando se encontraba a las puertas de Moscú, en diciembre de 1941. Advirtiendo la necesidad imperiosa de una retirada limitada, telefoneó en varias ocasiones a Hitler para que le permitiese ordenar el repliegue, pero chocó siempre con la irracional obstinación del Führer. Obligado a mantener las precarias posiciones defensivas que ocupaban en ese momento, Von Kluge actuó con decisión y logró evitar que los rusos rompiesen el frente y provocasen una desbandada en las tropas alemanas.

Aunque Von Kluge era una de las figuras más respetadas en el Ejército alemán, eso no fue obstáculo para que fuera objeto de las envidias de sus compañeros, que lo apodaron “Hans, el sabio” (Kluge Hans), haciendo un juego de palabras con el nombre por el que se conocía a un famoso caballo que, a principios de siglo, había demostrado poseer una asombrosa capacidad para realizar operaciones matemáticas.