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Pero hay otros visitantes que, tras leer atentamente todas las explicaciones del panel, comienzan a deambular lentamente por el aparcamiento, comprueban en algún mapa la orientación y la extensión del búnker que en ese momento tienen bajo sus pies, miden mentalmente sus lados y su distribución, intentan imaginar sobre qué habitación o sala se encuentran, e intentan descubrir el lugar exacto bajo el cual existe aún la estancia en la que el dictador nazi y su esposa se quitaron la vida.

Para el que realmente quiere conocer lo que allí ocurrió, tiene poca importancia que su sentido de la vista sólo capte unos edificios impersonales, un aparcamiento con su correspondiente barrera de paso y unas suaves ondulaciones de cuidado césped. Su sexto sentido le hace percibir una difusa corriente que procede del subsuelo, que le transmite pequeños y casi imperceptibles fogonazos de las trágicas escenas que allí mismo, en ese exacto lugar, tuvieron lugar hace varias décadas. Al alejarse de allí, uno tiene la sensación de haber estado compartiendo una parte infinitesimal, pero real, de aquel drama wagneriano que supuso el último acto del hundimiento del Tercer Reich.

En busca de sensaciones similares, partí a finales del verano de 2007 rumbo a uno de los lugares más significativos de la Segunda Guerra Mundial, pese a ser casi desconocido para el gran público. Se trata de la conocida como Guarida del Lobo, Wolfsschanze en alemán o Wolf´s Lair en inglés. Fue allí en donde la historia de Europa y del mundo pudo haber cambiado en menos de un segundo; en aquel mismo lugar, el 20 de julio de 1944, una bomba dejada por el conde Claus von Stauffenberg estuvo a punto de acabar con la vida de Hitler.

Esas instalaciones militares, que permanecen en un aceptable estado de conservación, se encuentran actualmente en Polonia, pero durante la guerra estaban situadas dentro del territorio alemán. El desplazamiento de fronteras decidido por Stalin y refrendado por sus aliados occidentales hizo que este lugar, situado en la Prusia Oriental, pasase a ser territorio polaco, quedando situado en el extremo nororiental del país. Son éstas unas tierras llanas y fértiles, punteadas por pequeños bosques, y que entonces estaban cuarteadas en extensas fincas; sus propietarios eran nobles germanos, los junkers, cuyas familias las poseían desde la época medieval. Allí, en esa región escasamente poblada y cercana a la frontera rusa, Hitler decidió en el verano de 1940 la construcción de un cuartel general. Se construyeron barracones de madera, así como búnkers con muros de tres metros de espesor. Con toda seguridad, ya en ese momento su mente estaba en la campaña contra la Unión Soviética, que sería lanzada el 22 de junio de 1941.

A partir de esa fecha, con la que daba comienzo la Operación Barbarroja, la Guarida del Lobo pasó a ser el principal Cuartel General de Hitler. Estas instalaciones se encuentran a seis kilómetros de la ciudad polaca de Ketrzyn. Esa ciudad era conocida, cuando formaba parte de Alemania, con el nombre de Rastenburg, por lo que muchas veces se denomina a ese cuartel con el nombre de la ciudad. Rastenburg es pequeña y agradable, y puede advertirse claramente la herencia del periodo alemán, por la inconfundible silueta de sus iglesias y edificios. La larga era comunista ha dejado como herencia muchos bloques residenciales típicos de esa época, lo que desluce considerablemente el conjunto de la ciudad. Aunque se percibe un intento de contrarrestar esa uniformidad de estilo soviético con la rehabilitación de los edificios supervivientes de la época germana, es necesario realizar un esfuerzo para visualizarla como era entonces.

Durante la guerra, los habitantes de la apacible Rastenburg sabían que allí cerca había una base militar, pero nadie se imaginaba que allí pudiera estar el Führer. El temor de la población a la policía política del régimen hacía que nadie formulara preguntas inconvenientes, por lo que la presencia de Hitler en la zona pasó inadvertida para todos ellos.

En la actualidad, la Guarida del Lobo sigue siendo, en cierto modo, tan ignorada para sus habitantes como lo pudo ser en aquel momento. Ketrzyn, la antigua Rastenburg, no es un polo de atracción turística; los enclaves que atraen a los visitantes se encuentran más al este, en los lagos Masurianos. Allí pueden acampar, realizar rutas fluviales, practicar deportes acuáticos o descansar en alguno de los numerosos hoteles de la zona. Pero Ketrzyn no ofrece ninguno de esos atractivos, y tiene que conformarse con ser una lánguida ciudad provinciana, en la que se intuye que disfrutó de tiempos mejores, pero que hoy habita en la nostalgia por ese esplendor pasado que difícilmente volverá.

Imagen del centro de Ketrzyn. Cuando esta localidad polaca pertenecía a Alemania, su nombre era Rastenburg, un nombre por el que también era conocido el Cuartel General de Hitler, situado a solo seis kilómetros. Durante la guerra, sus habitantes no supieron nunca nada de la cercana presencia del dictador.

Aun así, cuando llegué a Ketrzyn, pude advertir el encanto de las escasas calles que conservan aún el ambiente germano de aquella época. Los aires del Báltico, trasladados de forma inconfundible a la arquitectura, transportan al visitante a esos tiempos que movían a la reflexión y a la melancolía, un bálsamo en la ajetreada vida moderna. Tenía la sensación que, de un momento a otro, iba a cruzarme con Immanuel Kant, el filósofo prusiano que vivió toda su existencia en la cercana Königsberg, hoy ciudad rusa con el nombre de Kaliningrado, y cuyos puntuales paseos servían -según cuenta la leyenda- para que sus vecinos pusieran en hora los relojes.

A la antigua Rastenburg había llegado yo como los auténticos viajeros, ligero de equipaje. Pero eso no había sido por decisión propia, sino por la incompetencia de la compañía aérea que me había llevado hasta Varsovia. La inexplicable pérdida de la impedimenta facilitaba, eso sí, la capacidad de desplazamiento de mi expedición unipersonal, pero en ese momento no dejé de acogerla con un gran fastidio. Lo que no sabía era que, como se verá más adelante, el destino me tenía reservada una razón para agradecer ese extravío.

Desde Ketrzyn me dispuse a ir a la Wolfsschanze. Existe una línea de desvencijados autobuses que une las aldeas de la zona y que tiene parada en ese lugar, pero debido a sus erráticos horarios fui aconsejado de tomar un taxi, lo que hice a primera hora de la mañana. El amable conductor me llevó por la estrecha carretera que, serpenteando entre huertos, campos y algún riachuelo, lleva hacia el pueblo de Gierloz, cuyo nombre era Görlitz en la época germana. Antes de llegar a él se encuentra el cuartel general de Hitler, que los polacos llaman Wilczy Szaniec, de traducción “la Guarida del Lobo”.

En un inglés básico, el conductor me habló de las citas que mantenía el Führer con su girlfriend Eva en un pequeño refugio situado a la derecha de la carretera que cruza el cuartel, recomendándome que acudiera a verlo. Los turistas a los que, seguramente, solía repetir una y otra vez esa historia, no debían saber que Eva Braun nunca visitó esas instalaciones, pero simulé sorprenderme por la revelación y le prometí que iría a ver la cabaña en la que se celebraban esos encuentros románticos.