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– Aquí en Berlín circulan rumores fantásticos -dijo Fromm-, ¿ha sucedido algo en el Cuartel General?

– ¿Qué quiere que pase? -contestó evasivamente Keitel, dejando la iniciativa a Fromm.

– Se dice que ha habido un atentado…

– Todo está en orden -afirmó Keitel-. En efecto, ha habido un atentado pero, gracias a Dios, el Führer sólo ha resultado levemente herido. Ahora mismo está hablando con Mussolini. A propósito, ¿dónde está el jefe de su Estado Mayor, el conde Stauffenberg?

– Todavía no ha regresado de su viaje a Rastenburg -respondió Fromm, sin sospechar en absoluto que su subordinado podía estar detrás del atentado.

Keitel y Fromm se despidieron. Tras colgar los auriculares, Olbricht y Fromm debieron cruzar una significativa mirada. Éste último se dirigió a su interlocutor diciéndole:

– ¿Ve como no convenía precipitarse? No hay ninguna razón para iniciar la Operación Valkiria, así que prohíbo que se adopte ningún tipo de medida extraordinaria.

Olbricht, perplejo y confundido, abandonó el despacho de Fromm. Seguramente Olbricht debía estar inmerso en un mar de dudas. Si se retiraba en ese momento de la conspiración, al igual que Fromm, que actuaba como si nunca hubieran hablado del complot, aún podría albergar esperanzas de que su traición quedase oculta. Pero si optaba por seguir adelante con el plan previsto, ya no habría ninguna posibilidad de volverse atrás.

El encargado de que Olbricht, quizás a su pesar, viese quemadas sus naves, sin que le quedase otra opción que ponerse al frente del golpe de Estado, fue el coronel Mertz von Quirnheim. Tras la reunión, Olbricht explicó a Quirnheim la conversación con Keitel, y es posible que le plantease iniciar una maniobra de discreta retirada. Pero el impulsivo Quirnheim ya había tomado sus propias decisiones; adelantándose al final de la entrevista, había ordenado por su cuenta y riesgo poner en movimiento la Operación Valkiria, actuando de forma improcedente en nombre de Fromm.

Olbricht ya no tenía otro remedio que impulsar la Operación Valkiria, pues estaba en juego su propia supervivencia personal. Can celar el plan una vez iniciado, tal como se hizo el 15 de julio, no evitaría que todas las sospechas recayesen sobre él; se había ido ya demasiado lejos, y había que jugarse todo el destino a una sola carta. Olbricht, junto a Quirnheim, se puso manos a la obra para lograr el éxito. De repente, el Bendlerblock se vio agitado por una actividad febril; como si se quisiera recuperar el tiempo perdido, los conjurados comenzaron a impartir órdenes a toda prisa.

El mayor Von Oertzen fue el encargado de dar las órdenes oportunas al general Von Kortzfleisch, que mandaba la Región Militar de Berlín-Brandeburgo, el cual fue citado urgentemente en la Bendlerstrasse. Para ganar tiempo, el teniente coronel Bernardis impartió por teléfono instrucciones previas al Estado Mayor de la Región Militar.

El general Paul Von Hase, comandante de Berlín, puso en movimiento a las unidades disponibles sin esperar a las órdenes de su jefe, Von Kortzfleisch. Von Hase, de cincuenta y nueve años, estaba plenamente involucrado en la conjura desde que Olbricht lo reclutó a finales de 1943.

Las órdenes iban firmadas por el general Olbricht y el coronel Quirnheim “por encargo del comandante en jefe de la reserva, general Fromm”, pese a no contar, obviamente, con el permiso de este último.

Poco antes de que llegase Stauffenberg, se presentó en la Bendlerstrasse el general Beck, el hombre que debía convertirse en jefe del Estado en sustitución de Hitler. No llevaba puesto el uniforme, para mostrar el carácter civil que quería dar al golpe de Estado.

LLEGADA DE STAUFFENBERG

A las 16.15, el coche de Stauffenberg, procedente del aeródromo, fue anunciado en el patio del Bendlerblock. El coronel, con semblante serio y preocupado, entró a la carrera en el interior del edificio seguido por Haeften y subió de dos en dos los escalones, hasta llegar al despacho de Olbricht. Sin perder el tiempo en saludos, un sudoroso Stauffenberg acribilló a Olbricht a preguntas, sobre todo para saber por qué no había comenzado la Operación Valkiria en su momento, lamentándose de que se hubieran perdido unas horas preciosas.

Olbricht le expresó brevemente sus dudas de que el dictador hubiera muerto en el atentado, basándose en el mensaje transmitido por Fellgiebel desde el Cuartel General, a lo que el coronel exclamó:

– ¡Hitler ha muerto!, ¡yo he visto con mis propios ojos cómo lo sacaban de entre los escombros!

Con tono seguro y triunfante, Stauffenberg hizo un atropellado relato de la explosión en la sala de conferencias, el barracón destruido, las llamas y la humareda.

– No sólo Hitler está muerto, sino que es probable que no haya habido ningún superviviente. La explosión -añadió el coronel- ha sido comparable a la de una granada de 150 milímetros.

Olbricht insistió en que hacía sólo unos minutos había escuchado al propio Keitel, presente en la sala en el momento del atentado, decir que Hitler seguía vivo, lo que indignó al coronel, tanto por lo que él creía una mentira del mariscal destinada a ganar tiempo, como por la ingenuidad de sus compañeros de complot en creerla.

De todos modos, puesto que la palabra clave “Valkiria” había sido lanzada ya, había que seguir adelante con el golpe, sin perder un minuto más. Acto seguido, Stauffenberg tomó el teléfono y pidió hablar con París. Allí, su primo, el teniente coronel Caesar von Hofacker, también participaba plenamente de la conspiración. Hofacker se había puesto de acuerdo con el coronel Fickh para tomar el control de la capital francesa.

Tanto el comandante de París, como los mandos militares en general, así como el comandante supremo del frente occidental, el mariscal Günther von Kluge, veían con indisimulada simpatía la posibilidad de un golpe de timón. De hecho, los rumores de que Von Kluge estaba decidido, a espaldas de Hitler, a entrar en contacto con las potencias occidentales para acordar un armisticio, corrieron como la pólvora, no sólo en el frente del oeste sino también en el oriental. Sin duda, la proximidad de las tropas aliadas, que seis semanas antes habían desembarcado en Normandía, hacía que la confianza en Hitler para conducir la guerra hubiera disminuido de forma apreciable.

Así pues, en París se esperaba la noticia del golpe de Estado para ponerse mayoritariamente de parte de los conjurados. Stauffenberg comunicó a su primo que Hitler había muerto, añadiendo con un fingido entusiasmo que “aquí, en Berlín, ya está en marcha el golpe de Estado, ha sido ocupado el barrio del Gobierno”.

“PARA MÍ, ESE HOMBRE ESTÁ MUERTO”

En esos momentos llegó al Bendlerblock el conde Helldorf, jefe de la policía de Berlín, que había sido requerido telefónicamente por Olbricht, además de otros conjurados, como el conde Bismarck y el doctor Gisevius.

Olbricht comunicó en persona al jefe de Policía de Berlín que el Führer ya no vivía y que la policía debía ponerse bajo el mando de las Fuerzas Armadas. Helldorf empezó de inmediato a dar las órdenes precisas. Cuando el jefe de la policía se marchó, intervino el general Beck para admitir que existían dudas sobre el resultado del atentado y que, pese a las afirmaciones de Stauffenberg, lo más probable era que Hitler aún estuviera vivo. Pero Beck declaró solemnemente el principio que debía regir a partir de ese momento entre los conjurados:

– Para mí, ese hombre está muerto. No podemos claudicar de este convencimiento si no queremos llevar el desconcierto a nuestras propias filas.

Hay que admitir que el análisis de Beck, que coincidía en el fondo con el de Stauffenberg, era el correcto. Si Hitler no estaba muerto, había que actuar como si lo estuviese. Ya no era posible retroceder, había que ir hacia delante con resolución. Beck confiaba en que aún tuvieran que transcurrir varias horas hasta que el Cuartel General pudiera ofrecer pruebas irrefutables de que el atentado había fracasado. Si, llegado ese momento, los conjurados ya habían tomado el control de Berlín, el golpe tendría muchas posibilidades de triunfar.