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Hitler y Mussolini, sonrientes, en una visita a Munich en 1940.

El encuentro entre ambos del 20 de julio se celebraría en unas circunstancias muy diferentes.

El Duce miraba aún al Führer con ojos desorbitados cuando ambos entraron en el barracón en el que se había producido la explosión. La puerta que daba a la sala de conferencias estaba destrozada, y la estancia misma aparecía totalmente devastada, como si hubiera caído sobre ella una bomba de aviación de gran calibre.

Las mesas y las sillas estaban reducidas a astillas. Las vigas se habían desplomado y las ventanas, junto a sus marcos, habían sido proyectadas al exterior. La gran mesa de mapas, que en último término había salvado la vida al Führer, no era ya más que un montón de tablas destrozadas.

– Aquí fue -dijo Hitler tranquilamente-. Aquí, junto a esta mesa, estaba yo de pie. Así me hallaba, con el brazo derecho apoyado en la mesa, mirando el mapa, cuando de pronto el tablero de la mesa fue lanzado contra mí y me empujó hacia arriba el brazo derecho -hizo una pausa-. Aquí, a mis propios pies, estalló la bomba.

Según el intérprete, Hitler explicaba el hecho indiferente y como absorto, de una manera bastante extraña. Mussolini, lleno de terror incrédulo, no hacía más que mover la cabeza.

Después, Hitler le enseñó el uniforme que llevaba en el momento de la explosión, que aparecía destrozado por la presión del aire, y le señaló un punto de la nuca en donde tenía el pelo chamuscado.

Los dos dictadores permanecieron un largo rato sin decir nada. Después Hitler se sentó sobre un cajón vuelto hacia abajo y el intérprete fue en busca de una de las pocas sillas que quedaban intactas para que Mussolini pudiera también sentarse.

– Cuando me represento toda la escena de nuevo -dijo Hitler en un tono muy bajo- comprendo, por mi salvación milagrosa, que mi destino es que no me suceda nada, ya que ésta no es la primera vez que escapo a la muerte de manera tan providencial. Otros que estaban en esta sala han resultado gravemente heridos y uno incluso fue lanzado a través de la ventana por la onda expansiva.

Estas palabras impresionaron mucho a Mussolini. Hitler prosiguió con su monólogo:

– Después de librarme hoy de este peligro de muerte tan inmediato, estoy más convencido que nunca que mi destino consiste en llevar a cabo felizmente nuestra gran causa común -el Duce asintió con la cabeza-. Después de lo sucedido -dijo señalando los escombros-, estoy plenamente convencido de ello, lo mismo que usted. ¡Ésta es una inequívoca señal del cielo!

Durante unos minutos, los dos autócratas estuvieron allí sentados en silencio, en medio de los escombros. Al cabo de un rato, Mussolini felicitó a su anfitrión por haberse salvado de forma tan milagrosa.

Al fin se levantaron, dirigiéndose a uno de los refugios, para cambiar impresiones. Según Schmidt, la conversación de ambos fue tranquila e insignificante, como una especie de despedida. Quizás ambos intuían que ésa era la última vez que se veían, como así fue. Pero Hitler no mantendría esa calma durante mucho tiempo.

REUNIÓN EN EL BUNKER

En el transcurso de la tarde aflorarían en el dictador alemán los nervios reprimidos tras el traumático suceso. Sobre las cinco, Hitler se presentó con Mussolini en su búnker. Allí estaban el ministro de Asuntos Exteriores, Joachim von Ribbentrop y el jefe de la Marina de guerra, el almirante Karl Doenitz, además de Goering, Keitel y Jodl.

La conversación comenzó siendo distendida, en torno a la Providencia que había permitido al Führer seguir con vida para cumplir con su misión al frente de Alemania. Pero conforme avanzaba la conversación fueron deslizándose veladas acusaciones entre los contertulios, que poco a poco dejaron de ser sutiles para convertirse en explícitas e hirientes.

Doenitz, con el apoyo de Goering, acusó al Ejército de traidor, para criticar después a la Luftwaffe su falta de actividad, lo que enojó al obeso mariscal del Reich. Goering pagó finalmente su enfado con Ribbentrop, al que reprochó su fracasada política exterior, tachándolo de “vendedor de champán” -su actividad anterior a su carrera política- y llegando a amenazarle con su bastón de mariscal.

Mientras se desarrollaba esta lamentable escena, Hitler permanecía hundido en su mullido sillón, manteniendo en la boca una pastilla que le había proporcionado el doctor Morell, mentalmente ausente de esa trifulca entre los jerifaltes del Tercer Reich, y de la que era perplejo testigo el dictador italiano.

Pero cuando uno de los presentes se refirió al asunto de Ernst Röhm y la consiguiente noche de los cuchillos largos, en la que las SS ajustaron cuentas pendientes con las SA, Hitler saltó como un resorte. Se puso de pie con una inesperada agilidad y, recordando aquel episodio, bramó asegurando que el juicio que organizó contra aquellos traidores no sería nada comparado con el que le esperaba a los que habían intentado matarle unas horas antes.

El diálogo que hasta ese momento habían mantenido los presentes se convirtió en un largo monólogo que nadie se atrevía a interrumpir, en el que Hitler, fuera de sí, juraba una y otra vez que exterminaría a los culpables, pero también a sus mujeres y a sus hijos. Palabras como sangre, venganza, horca o muerte salían como un torrente de la boca crispada del Führer, mientras los criados de las SS, silenciosamente, seguían sirviendo tazas de té.

A las 16.10, el mariscal Keitel dio cuenta al Führer de la conversación que acababa de mantener con el general Fromm sobre el atentado, y le comunicó que Stauffenberg aún no había regresado a Berlín. También le explicó que había hablado con Goebbels y que éste le había dicho que todo estaba tranquilo en la capital, pero Keitel añadió que en la Bendlerstrasse había un grupo de oficiales que estaban propagando el rumor de que el Führer había muerto.

Las peticiones de aclaración arreciaron sobre el Cuartel General cada vez en mayor número y más apremiantes. Los comandantes en jefe de los frentes y los jefes de las regiones militares querían oír del propio Keitel o del general Jodl la confirmación del fracaso del atentado. Mientras tanto, llegó desde Berlín la noticia de que se había lanzado el Plan Valkiria, lo que produjo gran inquietud. El mariscal Keitel trató de anular estas medidas de excepción, pero no pudo comunicar con los generales Fromm u Olbricht.

Hitler muestra al Duce el estado en el que había quedado la sala y Mussolini, estupefacto comprueba los efectos de la explosión en el barracón de conferencias. Luego, ambos dictadores permanecieron sentados entre los escombros largo rato, sin pronunciar palabra.

El jefe de las SS, Heinrich Himmler, fue nombrado de inmediato por Hitler jefe del Ejército del Interior en sustitución de Fromm, con plenos poderes para reprimir el golpe que estaba desarrollándose en esos momentos en Berlín.

Con la llegada de este dato, el nerviosismo aumentaría en la Wolfsschanze, donde Himmler decidió incrementar aún más las medidas de vigilancia, ordenando que una compañía de las SS acudiese desde su cuartel en Rastenburg. Sin embargo, al estar compuesta por reclutas, la llegada de esta compañía tan sólo contribuiría a aumentar la confusión en el Cuartel General.

Sobre las cinco y media, Hitler hizo llamar a Goebbels al teléfono y le ordenó que emitiese por la radio una comunicación en la que se precisase que el atentado era obra de una pequeña camarilla de oficiales ambiciosos y criminales, y que el Führer se encontraba sano y salvo y en compañía del Duce. Otra orden de Hitler fue la de nombrar a Heinrich Himmler jefe del Ejército del Interior, en sustitución del general Fromm.