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El taxi siguió rodando por la bucólica carretera, meciéndome con sus suaves curvas, hasta que comenzó a descender en línea recta hacia un bosque que quedaba oculto tras un cambio de rasante. De inmediato supe que estábamos a punto de adentrarnos en la Guarida del Lobo. El luminoso día quedó velado por las hojas de los altos y frondosos árboles, sumiéndonos en una repentina penumbra. Casi de golpe, la temperatura en el interior del taxi bajó unos grados.

El conductor paró el vehículo en la puerta de acceso al recinto y, tras recibir una generosa propina, se ofreció a venir a buscarme cuando acabase mi visita. Al contemplar la desangelada parada de autobús situada al borde de la carretera, en un estado de abandono que era difícil pensar que allí hubiera sido recogido algún pasajero en los últimos lustros, acepté sin dudar la oferta del taxista. Tras acordar que viniese a buscarme dos horas más tarde, emprendió el regreso a Ketrzyn.

Allí estaba yo, a las puertas de lo que había sido el Cuartel General de Hitler. Entonces había tres entradas, una en el este, otra en el oeste y la última al sur, así como tres zonas de seguridad antes de entrar en el perímetro del complejo propiamente dicho, con alambradas y zonas minadas. Hoy se accede directamente al interior de la segunda y, a diferencia de entonces, pude franquear ese perímetro sin ninguna dificultad, tan sólo satisfaciendo el pago de una entrada de importe más que moderado.

Lo primero que hallé fue un par de edificios bajos, pintados de color verde, que formaban una “L”. Uno era un restaurante y otro un pequeño hotel. En la documentación de que disponía comprobé que esos dos edificios unidos estaban destinados a alojar a los oficiales que visitaban el cuartel. Muy próximos a estos dos edificios se encontraban los barracones de la guardia de las SS, el punto que marcaba la entrada a la zona de seguridad máxima del Cuartel General de Hitler.

El cuartel era en realidad un conjunto de casi cien construcciones bajas de hormigón, distribuidas por el bosque, en un orden aparentemente aleatorio. Había búnkeres, barracones, almacenes, oficinas, incluso una pequeña sala de cine. Los búnkeres estaban construidos con muros de hormigón de hasta diez metros de espesor, dispuestos con cámaras intermedias para aminorar el impacto de las explosiones.

El conjunto ocupa una extensión de 2,5 kilómetros cuadrados, sobre los 8 de la extensión total del bosque de Gierloz, que antaño fue un área de caza y recreo. En su construcción participaron 3.000 obreros alemanes; todo era alemán, incluso el cemento y el acero, que fue transportado expresamente desde Alemania. La primera estancia de Hitler tuvo lugar a finales de junio de 1941.

El complejo tenía la ventaja de estar cerca del territorio soviético y, además, estar protegido por la frontera natural que forman los lagos masurianos. En los alrededores de la Guarida del Lobo se establecieron otros centros de mando, todos ellos en un radio de cincuenta kilómetros; Secretaría del Tercer Reich, Jefatura del Ejército de Tierra, un Cuartel de Himmler, un Centro de Espionaje de la SS y un Centro de Espionaje militar.

Para que el Cuartel General de Hitler no pudiera ser detectado desde el aire, se camuflaron esos edificios e incluso los caminos, cubriéndolos con redes de hojas simuladas, que iban siendo cambiadas según la época del año, para confundirse perfectamente con el bosque.

En 1942 y 1943 se siguieron haciendo trabajos de construcción, reforzando con hormigón los barracones de madera que habían sido instalados anteriormente. Entre febrero y octubre de 1944 se construyeron dobles búnkers, cubriendo los muros de tres metros de grueso con una nueva estructura de cuatro metros de grosor, dejando medio metro de espacio y rellenando este espacio con piedra molida, para absorber mejor los impactos.

Este edificio destinado al alojamiento de los oficiales que acudían al Cuartel General de Hitler en Rastenburg es en la actualidad un restaurante.

Ante la proximidad de las tropas rusas, Hitler abandonó el Cuartel General el 20 de noviembre de 1944. El 4 de diciembre se cursó la orden secreta de destruir todo el complejo, con el nombre en clave de Inselsprung (“volar la isla”), pero ésta no sería puesta en práctica hasta el 24 de enero de 1945. Se utilizaron entre ocho y diez toneladas de explosivos para volar cada búnker, pero esa cantidad no fue suficiente para destruirlos.

Tras la guerra, los rusos decidieron destruir lo que quedaba aún en pie. En el intento de demolición de cada búnker se volvieron a emplear unas diez toneladas de explosivos pero las sólidas construcciones tampoco no pudieron ser voladas por completo. Gracias a la solidez de sus muros, aquellos búnkers se conservan hoy en un aceptable estado. El trabajo que los soviéticos sí culminaron fue el de la desactivación de las más de 55.000 minas que rodeaban el complejo, una labor que les ocupó entre 1952 y 1955.

En la actualidad, se hace evidente que el lugar merecería estar mejor conservado, pero las autoridades se limitan a controlar el acceso y a pintar unos carteles con el aviso de “¡Peligro!” en varios idiomas, que indican que es peligroso meterse entre las ruinas de los búnkeres, un aviso que los turistas suelen ignorar.

EL LUGAR DE LA EXPLOSIÓN

Teniendo toda esa información presente, inicié el recorrido. Gracias a mi mapa, sabía que lo primero que encontraría, a mi derecha, sería el lugar que ocupaba el barracón en el que estalló la bomba de Stauffenberg. Caminando a paso rápido por el sendero que allí conducía, mi corazón se aceleraba, más que por el esfuerzo, por la emoción al acudir a ese encuentro con la Historia. A distancia, un claro en el bosque al lado derecho del camino me advertía de que aquél había sido el emplazamiento de aquella construcción; me aproximé y, en efecto, allí delante tenía el lugar que a las 12.42 del 20 de julio de 1944 sirvió de escenario para aquella tremenda explosión.

Despacio, me acerqué al sitio concreto en el que se produjo la deflagración: una viga de hormigón que había servido entonces de cimiento a la estructura. El punto exacto, ennegrecido aún por el efecto de la explosión, estaba señalado con una pequeña placa. Puse la palma de mi mano sobre ella. Era difícil reprimir un estremecimiento al compartir el espacio físico con aquel estallido brutal de luz amarillenta y calor infernal, aquella detonación seca que rompió los tímpanos, que hizo volar astillas y cristales, que hirió y mató en un instante. Todo ello lo capté en ese emocionante momento, como si el frío y húmedo hormigón quisiera transmitirme a través de la placa metálica su elocuente testimonio.

Una vez saboreado el plato fuerte nada más comenzar la visita, el resto de la misma amenazaba con convertirse en un tedioso anticlímax, pero nada más lejos de la realidad. Seguí caminando por el sendero marcado, contemplando los restos de varios edificios auxiliares, como el barracón destinado a las mecanógrafas, que aún se conserva en buen estado.

Al cabo de un rato, cuando comenzó a diluirse la excitación provocada por el contacto con el lugar exacto de la célebre explosión, sentí por primera vez como un frío húmedo penetraba a través de mi fina camiseta veraniega. En ese momento me acordé, y no en términos muy favorables, de la línea aérea que me había traído a tierras polacas, y su falta de cuidado en la custodia de mi equipaje, aligerándome así de cualquier ropa de abrigo. Conforme fui adentrándome en el bosque, la sensación de humedad iba incrementándose. Las partes del suelo más sombrías aparecían embarradas y de las enmohecidas estructuras de hormigón pendían pequeñas estalactitas.

Aquí explotó a las 12.42 del 20 de julio de 1944 el artefacto explosivo dejado por Claus von Stauffenberg unos minutos antes. La placa señala el lugar exacto de la deflagración.