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Se dirigió sin vacilar al despacho ocupado por Stauffenberg y, a modo de saludo, le espetó:

– ¡Bonita chapuza! (Schöne Schweinerei, das). De inmediato presentó sus respetos con el bastón de mariscal al “jefe del Estado”, el general Beck, también presente en el despacho diciéndole, en un indisimulado tono cáustico:

– Estoy a su servicio, señor. Y enseguida Witzleben comenzó a bramar, dando puñetazos en la mesa:

– ¡Fantástica manera de dirigir una insurrección! ¿Cómo se atreve a implicarnos en algo tan ambiguo? -rugió mirando a Stauffenberg-. ¿Hitler ha muerto o no? ¿Estamos enfrentados a un hecho o a suposiciones infantiles? ¿Cuál es la verdad? ¿Hay algún dato? ¡Nuestras vidas penden de un hilo! En cuanto a usted… -dijo dirigiéndose a Beck.

– Yo no tengo tropas a mi disposición -se excusó Beck, interrumpiendo a Witzleben-, sólo soy un civil…

Witzleben rechazó con un gesto amargo los tímidos pretextos de Beck y continuó situando a Stauffenberg en su punto de mira, recriminándole que hubiera insistido en llevar adelante el golpe de Estado pese a las evidencias de que el atentado había fracasado.

– Keitel miente, Hitler está muerto -afirmó Stauffenberg.

– ¡Vamos! ¿Cómo lo sabe? -preguntó Witzleben, sin esperar recibir una respuesta.

La discusión se prolongó durante unos cinco inacabables minutos, hasta que Witzleben, un poco más sereno, dio por zanjada la cuestión:

– Me lavo las manos en todo este asunto. Ustedes, caballeros, no están capacitados para dirigir un espectáculo de segunda categoría interpretado por monos. Adiós, les veré cuando el verdugo reciba invitados.

A regañadientes, Witzleben estampó su firma en un télex con el que se trataba de confirmar que el Führer había muerto y que se le había transferido el mando supremo sobre la Wehrmacht.

El mariscal, maldiciendo entre dientes, pasó ante Stauffenberg y sus compañeros y bajó al patio para subir en el Mercedes que le había traído hasta allí. De este modo abandonaba a los sublevados, que quedaron desolados al comprobar como uno de los puntales del levantamiento daba ya por fracasado el golpe.

Stauffenberg intentó subir la moral de sus compañeros, reclamando firmeza en unos momentos en los que era difícil confiar en el éxito del complot:

– Si os dais por vencidos ahora, estamos acabados -dijo el coronel-. ¡Por Dios, os pido que confiéis en mí! Me ocuparé de que todo salga bien, pero sólo pido que me concedáis el día de hoy.

Ante la dura realidad de los hechos, Stauffenberg ya apelaba a la fe, a la confianza ciega en una victoria final que a cada minuto parecía más lejana.

Para recuperar los ánimos y las fuerzas, Olbricht pidió a los ordenanzas que les sirvieran una cena fría. Todos se sentaron a comer excepto Olbricht y Stauffenberg, que seguían atendiendo llamadas telefónicas. No obstante, los comensales no tenían demasiado apetito, pues el queso y la ensalada de salchichas de que constaba la cena acabarían casi intactos. Luego se sirvió café.

Capítulo 13 Reunión en La Roche-Guyon

En París, von Kluge estaba atravesando indudablemente un momento dramático. No hay duda de que el corazón de von Kluge estaba con los conjurados, pero su cabeza le decía que debía esperar antes de dar el paso definitivo. No obstante, no podía esperar mucho; comenzaron a telefonearle desde varios puntos del frente, a donde ya había llegado la noticia del atentado, pidiéndole consignas sobre la actitud a tomar. A las siete y media le llegó un télex de la Bendlerstrasse por el que el mariscal von Witzleben afirmaba que el comunicado emitido por Radio Berlín era falso y que Hitler había muerto.

Para acabar de arrojar más dudas sobre el ya de por sí dubitativo Von Kluge, llegó a sus manos el mensaje procedente del Cuartel General del Führer en Rastenburg y firmado por el mariscal Keitel, por el que prohibía a los comandantes en jefe poner en práctica las órdenes de Witzleben.

Fue entonces cuando se produjo el punto de inflexión. Von Kluge decidió recabar información directamente de la Guarida del Lobo. De ello se encargó el general Blumentritt, pero no consiguió establecer comunicación. Al cabo de varios intentos, logró telefonear a la Jefatura Superior del Ejército, el Mauerwald, a pocos kilómetros del Cuartel General de Hitler.

Desde allí, el general Stieff le confirmó con total seguridad que el Führer había sobrevivido al atentado. Blumentritt comunicó la noticia a Von Kluge y éste despejó todas sus dudas de golpe. No participaría en el levantamiento. La suerte del complot en París estaba echada.

VON KLUGE SE DESENTIENDE DEL COMPLOT

A las ocho de la tarde, tal como estaba previsto, Stülpnagel, acompañado de Von Hofacker, apareció en el castillo de La Roche-Guyon para asistir a la reunión convocada por Von Kluge. Stülpnagel, que no sabía que su interlocutor tenía información de primera mano sobre el resultado del atentado, intentó ingenuamente convencerle de que Hitler había fallecido y que el comunicado de Radio Berlín era falso. Después habló el primo de Stauffenberg en el mismo sentido.

El mariscal Von Kluge les escuchó en un enigmático silencio, hasta que, cuando concluyeron en su exposición, les enseñó el mensaje del mariscal Keitel.

– Está claro -les dijo- que la empresa ha fracasado. Seguir con esta aventura sería cosa de insensatos. No voy a mezclarme en este asunto.

Stülpnagel y Hofacker se quedaron atónitos. Todo lo que había dicho anteriormente Von Kluge -aunque ciertamente nunca se había comprometido con los golpistas- había quedado en nada.

– Pero, señor mariscal -balbuceó Stülpnagel-, yo creía que estaba usted al corriente de todo.

– ¿Yo? -dijo Von Kluge aparentando total tranquilidad-. Yo no sé nada.

Los conjurados intentaron por todos los medios convencer al mariscal para que se pusiera de su lado. Incluso establecieron comunicación con la Bendlerstrasse para que desde allí trataran de ganarse la voluntad de Von Kluge, pero todo fue en vano.

Imagen actual del castillo de La Roche-Guyon. Aquí, el general Stülpnagel intentó sin éxito convencer a Von Kluge para que se sumase al levantamiento.

Entonces, en un gesto cordial pero inesperado vistas las circunstancias, Von Kluge invitó a cenar a los dos conspiradores. Sorprendentemente, estos aceptaron y pasaron todos al comedor. La cena discurrió en un ambiente glacial, en el que el mariscal conversaba de asuntos que nada tenían que ver con los momentos cruciales que estaban viviendo. Los dos conjurados apenas probaron la comida, pero en cambio Von Kluge demostró no haber perdido el apetito.

Sin esperar a que la cena terminara, Stülpnagel puso fin a la farsa y se levantó, comunicando a Von Kluge que, por propia iniciativa, había ordenado antes de salir de París la detención de los jefes de las SS y de la policía.

A Von Kluge se le atragantó el postre y gritó indignado:

– ¡Lo siento por usted, Stülpnagel! ¡Yo no tengo nada que ver con eso!

Al momento, Von Kluge llamó a París y dijo:

– ¡Anulen inmediatamente las órdenes que se han dado! Stülpnagel y Hofacker aún hicieron un último intento por lograr que el mariscal se uniese al levantamiento. Le dijeron que la suerte de millones de alemanes estaba en juego, y que dependía de la decisión que tomase en ese mismo momento. Pero Von Kluge les cortó en seco:

– No -aseveró de forma rotunda. Después, se dirigió a Stülpnagel y, expresándole una cierta solidaridad con su más que oscuro horizonte, le dijo:

– Creo que sólo le queda una salida: vestirse de paisano y desaparecer.