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Los dos conjurados comprendieron que cualquier esfuerzo por atraerse a Von Kluge era ya totalmente inútil. Se despidieron de él sin darle la mano y subieron al coche que les había llevado hasta allí. Pusieron rumbo a París. Faltaban pocos minutos para las once de la noche.

Mientras en el castillo de La Roche-Guyon se había desarrollado esa tensa y dramática escena, los partidarios del levantamiento se habían adueñado de las calles de París. A las diez de la noche, las tropas ya habían completado su despliegue por los puntos estratégicos de la capital. A las diez y media, el teniente coronel Von Kräwell irrumpió en el Cuartel General del Servicio de Seguridad, sin que los puestos de guardia opusieran resistencia, ante la abrumadora fuerza de los rebeldes.

El obergruppenführer Oberg, jefe de los servicios de Seguridad y de la Policía en Francia, fue detenido y confinado en una sala del Hotel Continental. Entonces se llamó a los jefes de las SS que no estaban en el Cuartel General y se les fue deteniendo conforme fueron llegando. En menos de una hora, unos 1.200 detenidos quedaron en poder del Ejército. Se decidió que en veinticuatro horas fueran juzgados sumariamente y que las sentencias se ejecutasen al momento.

Capítulo 14 El golpe, aplastado

Sobre la nueve de la noche, llegaron a las inmediaciones del Bendlerblock las tropas del Batallón de la Guardia, comandados por el resuelto Remer. Se apostaron en las calles adyacentes y, sorprendentemente, a los conjurados no se les ocurrió pensar que llegaban con la intención de sofocar el levantamiento; pensaban que acudían a proteger el edificio. Los conspiradores tampoco sabían que unidades acorazadas leales al gobierno se estaban acercando en esos momentos al centro de Berlín.

Pero lo que los implicados en el golpe menos podían sospechar es que la amenaza más inmediata para los sublevados procedía del interior del propio Bendlerblock. Un grupo de oficiales de Estado Mayor, insatisfechos con las pobres explicaciones que proporcionaban los conjurados a las acuciantes dudas que iban surgiendo a cada minuto, acabaron por rebelarse. No sabemos hasta qué punto influyó en esta decisión el sentimiento de fidelidad a Hitler o si, más bien, era una reacción lógica para salvar el pellejo al verse involucrados en una acción condenada al fracaso.

Poco después de las nueve, los integrantes de este grupo, encabezados por el teniente coronel Franz Herber, se procuraron armas sin que nadie se lo impidiese y se dispusieron a doblegar la resistencia de los sublevados desde el interior del Bendlerblock.

Los oficiales llegaron hasta Olbricht y exigieron que les explicara lo que estaba ocurriendo en realidad.

– ¡Olbricht!, ¿qué es lo que está pasando? -preguntó Herber en tono amenazador-. ¿Contra quién debemos proteger el edificio? Tenía entendido que estábamos aquí para proporcionar refuerzos a los ejércitos del frente… pero, en cualquier caso, ¿qué es eso de una conspiración?

El general Olbricht, con gesto apesadumbrado, se dirigió a los oficiales:

– Caballeros, durante largo tiempo hemos observado el desarrollo de la situación militar con gran ansiedad. Nos encaminamos indudablemente hacia una catástrofe. Ha sido necesario tomar medidas… y dichas medidas se están llevando a cabo en este momento. Solicito su apoyo. Eso es todo.

Estas palabras ya no dejaban lugar a dudas:

– ¡Estamos ante un alzamiento! -exclamó el coronel Herner. Los oficiales, apartando momentáneamente su atención de Olbricht, comenzaron a hablar entre ellos. Todos coincidían en que, ante la evidencia de que estaban inmersos en una conspiración, lo que debían hacer era desvincularse rápidamente de ella si no querían correr la misma suerte de los sublevados.

La mejor manera de apartarse del complot era actuar decididamente contra él. El grito de guerra lo dio uno de los oficiales:

– ¡El juramento! ¡Están contra el Führer! Los oficiales leales al gobierno exigieron a Olbricht poder hablar con Fromm, y Olbricht les dijo que estaba recluido en su apartamento. Un grupo salió del despacho y se dirigió rápidamente a liberarlo; blandiendo sus armas, iban preguntando a todos los que se cruzaban con ellos:

– ¿Con el Führer o contra el Führer? Obviamente, todas las respuestas eran afirmativas y el grupo de fieles a Hitler fue creciendo por momentos. Cuando llegaron al apartamento de Fromm, la guardia que estaba encargada de su vigilancia ya se había esfumado y Fromm fue liberado.

Mientras tanto, Olbricht intentaba todavía convencer a los oficiales que el Führer al que permanecían leales ya no vivía:

– Se ha recibido un informe de la muerte de Hitler -explicó el general-. Pero también hay noticias en sentido contrario -acabó por admitir Olbricht, tras una pausa-, la situación es enormemente compleja.

Olbricht no tuvo éxito en su empeño en sembrar la duda entre sus interlocutores y fue detenido sin que opusiese resistencia.

Una secretaria que se dirigía al despacho de Olbricht vio como apuntaban al general. Se detuvo y dio la voz de alarma:

– ¡Problemas! ¡Apuntan a Olbricht! Los gritos atrajeron a algunos oficiales favorables a los conjurados, entre ellos Stauffenberg. Acudieron corriendo, pero se detuvieron en seco al escuchar disparos procedentes del despacho. Los oficiales leales al gobierno les estaban tiroteando, en medio de una confusión terrible.

– ¡Debajo de la mesa! -gritó alguien a las secretarias, que se hallaban en la línea de fuego.

Stauffenberg resultó herido en el brazo, pero aun así pudo amartillar la pistola y disparar.

El coronel retrocedió corriendo y subió al piso superior, hacia el despacho de Fromm, en donde se encontraba el “jefe de Estado” Beck y su amigo Ali Von Quirnheim, además del general Hoepner. Stauffenberg había ido dejando tras de sí un rastro de sangre.

Desde el despacho de Fromm, el coronel que había sido el alma del levantamiento telefoneó una vez más, la última, en este caso al coronel Von Linstow, que se había sumado al golpe en París:

– Todo se ha perdido, todo ha terminado -lamentó Stauffenberg-. Yo mismo he recibido una bala en el brazo.

Luego, Von Linstow oyó a través del auricular ruido de lucha y disparos. Finalmente volvió a escuchar la voz de Stauffenberg, sin aliento, entrecortada:

– ¿Me oye? Mis asesinos están ahí fuera, en el pasillo… Después se hizo el silencio. El propio Stauffenberg u otro había colgado el teléfono. Como veremos después en detalle, el general Stülpnagel, jefe de la conjura en París, al conocer el dramático fracaso de la sublevación en Berlín por boca de Von Linstow, se vería obligado a interrumpir la marcha de la misma en su circunscripción.

El general Fromm formó un consejo de guerra sumarísimo y ordenó el fusilamiento de los principales implicados la misma noche del 20 de julio.

FROMM TOMA EL CONTROL

Fue en ese momento cuando el general Fromm, flanqueado por oficiales fieles al gobierno y ansioso de revancha, se presentó en la puerta del despacho del que había sido desalojado unas horas antes. Ahora el corpulento Fromm tenía ante sí a los golpistas, pero en una actitud muy diferente a la que mostraban en el momento de su arresto. Estaban abatidos, conscientes de que habían luchado por una causa perdida.

– Bien, caballeros -proclamó ampulosamente Fromm-. Ahora les haré yo a ustedes lo que esta tarde me hicieron ustedes a mí. Depongan inmediatamente las armas.

No obstante, la afirmación de Fromm no se correspondería con la realidad. Los conjurados se habían limitado esa tarde a destituirle y a encerrarle en su apartamento, proporcionándole un tentempié y algo de vino. Quizás, en un primer instante, la intención de Fromm era recluirlos a la espera de poder ser entregados a las autoridades militares correspondientes, pero es muy probable que enseguida se diese cuenta de que en ese caso los conjurados no tardarían en implicarle en el complot. Aunque Fromm no había participado en él, tenía conocimiento de su existencia y siempre había mantenido una ambigüedad que no le iba a ayudar ahora a mostrarse totalmente ajeno a la conspiración.