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Pero enseguida el dictador nazi se dispuso a diseñar con frío cálculo la representación de su venganza:

“Esta vez el proceso será muy corto. Estos criminales no deben ser juzgados por un consejo de guerra, ante el que se hallan sentados sus ayudantes y donde sufren retrasos los procesos. Todos ellos deberán ser expulsados de la Wehrmacht y comparecerán ante un tribunal popular. Ellos no se han hecho merecedores de una bala de fusil honrada: ¡serán colgados como vulgares traidores! Un tribunal de honor deberá expulsarlos de la Wehrmacht, y entonces podrán ser considerados como civiles, para no ensuciar el nombre del Ejército. Deben ser procesados con la rapidez del relámpago, sin consentirles que hablen. ¡Y a las dos horas de dictarse la sentencia, ésta se cumplirá! Han de colgarlos inmediatamente, sin compasión alguna. Y lo más importante es que no se les conceda tiempo para que puedan hablar. Pero Freisler ya se encargará de todo”.

FREISLER, UN JUEZ INFAME

Hitler llamó a la Guarida del Lobo a dos personajes siniestros. Uno era el juez en el que él confiaba para llevar adelante el proceso; Roland Freisler, el presidente del Tribunal del Pueblo. El otro era Röttger, el verdugo que iba a encargarse de ajusticiar a los primeros condenados.

No sabemos lo que el autócrata dijo a Freisler, pero en vista a cómo se desarrollaron los juicios, es de suponer que le dio carta blanca para ridiculizar, injuriar y degradar a los acusados aún más de lo que hacía habitualmente. De todos modos, no era necesario que Freisler fuera motivado por Hitler para actuar así, pues a lo largo de su infame carrera había dado suficientes ejemplos de cómo se podía reducir a un acusado al silencio más vergonzante.

Roland Freisler, nacido en 1893, había sido militante comunista, hasta que se integró en el partido nazi. Hitler solía referirse a él como den alten Bolschewiken (ese antiguo bolchevique) y también como “mi Wyschinski”, en referencia al implacable juez soviético que dictaba las penas de muerte durante las purgas stalinistas.

Quizás por ese pasado comunista, del que deseaba hacerse perdonar mostrando la fe del converso, Freisler era visto con cierto desprecio por los jerarcas nazis, pero éstos también eran conscientes de que no encontrarían a nadie mejor como Presidente del Volkergerichtshof o Tribunal Popular. Esta institución, cuya relación con la justicia tal como la entendemos nosotros sólo es nominal, fue utilizada por el régimen nazi para dar una pátina de legalidad a sus actuaciones descarnadamente arbitrarias.

El juez Roland Freisler recibió indicaciones expresas de Hitler para que humillara sin límite a los acusados.

El Tribunal Popular se creó en 1934 como un órgano judicial especial encargado del enjuiciamiento y condena de los actos de traición contra el Estado Nacionalsocialista cometidos en Berlín. Dos años más tarde, en 1936, se convirtió en un órgano judicial común y plenamente integrado en la planta jurisdiccional alemana. Los acusados no contaban con una defensa efectiva, se vulneraban las mínimas garantías de imparcialidad y las penas solían ser extremadamente severas; no era infrecuente que un pequeño robo fuera castigado con la pena de muerte.

Freisler accedería a la presidencia del Tribunal Popular en agosto de 1943. Una estadística muy significativa es que el número de sentencias de muerte dictadas por el Tribunal del Pueblo en el año 1941 fueron 102, mientras que en 1944, con Freisler al frente, pasaron a 2.097.

Las actuaciones de Freisler poco tenían que ver con las propias de un juez. Solía dirigirse de manera humillante a los encausados, que normalmente se

Roland Freisler, al inicio de una de las sesiones del Tribunal del Pueblo.

veían obligados a sujetarse los pantalones con una mano, pues tenían prohibido usar cinturón. El acusado carecía del elemental derecho de libre designación de su abogado defensor. El escrito de acusación de la Fiscalía solamente se daba a conocer al acusado y a su abogado unas pocas horas antes del inicio de las sesiones del juicio oral. Era frecuente prohibir todo contacto entre abogado y cliente antes del juicio, de modo que éstos se conocían por primera vez en la misma sala. En los casos de traición y alta traición, el penado no tenía derecho a recibir una copia de la sentencia, sino únicamente a leerla bajo la vigilancia de un funcionario de la Administración de Justicia. Además, era indudable la maestría de Freisler en el manejo de los textos legales, su deslumbrante agilidad mental y, por supuesto, su fuerza verbal abrumadora, unas aptitudes con las que lograba aplastar sin piedad cualquier intento del encausado de demostrar su inocencia.

Una prueba de la catadura moral del hombre que debía juzgar a los encausados por el complot del 20 de julio es que llegó a participar como representante del Ministerio de Justicia en la tristemente célebre Conferencia de Wannsee, donde se decidió llevar a cabo la “Solución Final” del problema judío en Europa, lo que iba a suponer el exterminio de millones de personas.

En febrero de 1943, tal como vimos en el capítulo correspondiente, Freisler dirigió los juicios contra los jóvenes estudiantes de la Rosa Blanca, ordenando la ejecución sumaria de los hermanos Sophie y Hans Scholl, así como de los demás miembros de esta organización disidente. Fue Freisler el que exigió que las ejecuciones fueran llevadas a cabo de inmediato en la guillotina.

EXPULSADOS DEL EJÉRCITO

Con estos antecedentes, es fácil imaginar lo que le esperaba a los implicados en la conspiración para matar al Führer. Pero, tal como se apuntaba, existía un obstáculo legal que impedía a la mayoría de los implicados en la conjura ser juzgados por el Tribunal del Pueblo: su pertenencia al estamento militar. Este impedimento quedó borrado al instante cuando Hitler ordenó que fueran sometidos a un “proceso de honor”, por el que quedaron expulsados de las Fuerzas Armadas. El tribunal estaría presidido por el mariscal de campo Von Rundstedt, siendo vocales el teniente general Guderian y los generales Schoth, Specht, Kriebel, Burgdorf y Maisel [26].

El 4 de agosto, los miembros de este “tribunal de honor” expulsaron del Ejército, de forma vergonzosa, a veintidós oficiales, entre ellos un mariscal de campo y ocho generales, sin ni siquiera tomar declaración a los interesados. El ser expulsados les situaba ya fuera del ámbito de la jurisdicción militar, por lo que quedaban ya en manos de Roland Freisler.

Si ya se ha apuntado que no conocemos cómo fue la conversación entre el dictador alemán y el juez Freisler, tampoco conocemos en detalle como discurrió el diálogo de Hitler con el verdugo pero, teniendo en cuenta el modo inhabitual como se produciría la ejecución, es seguro que le expresó su deseo de que los condenados fueran colgados como reses en una carnicería. De todos modos, el hecho de que, antes del juicio, el autócrata ya estipulase la manera cómo debían ser ejecutados los acusados no dejaba dudas de la naturaleza fraudulenta del juicio.

El propio Goebbels también intervino en el dibujo de los detalles del proceso contra los implicados en el intento de golpe de Estado. Se reunió con Hitler y ambos decidieron que las sesiones no fueran públicas; el ministro de Propaganda se encargaría de que estuviesen presentes en los juicios periodistas leales que escribiesen reportajes sobre las sesiones para el público en general. Goebbels estaba también muy interesado en que se mantuviese la ficción de que los conjurados habían sido sólo una pequeña camarilla, para no involucrar al conjunto del Ejército, con el que se esperaba ajustar cuentas en una fecha posterior.

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[26] El Tribunal de Honor militar se reunió por primera vez el 4 de agosto de 1944. En esta sesión y las tres siguientes, celebradas el 14 y 24 de agosto, y el 14 de septiembre, fueron expulsados del Ejército un total de 55 oficiales. El general Guderian escribiría más tarde que participó en el proceso porque recibió orden de asistir, y que lo hizo a regañadientes, faltando a algunas sesiones.