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Después de verter sobre Stieff todo tipo de groserías y sarcasmos, Freisler concluyó repentinamente, despidiendo al acusado como indigno de seguir siendo interrogado.

HUMILLADOS ANTE EL ESTRADO

El siguiente fue Hagen, que admitió haber entregado el explosivo a Stauffenberg, sufriendo también los crueles comentarios de Freisler, quien lo calificó de “imbécil”, preguntándose “cómo era posible que hubiera aprobado los exámenes de Derecho”.

El mariscal Witzleben ofrecería la imagen más patética. En todo momento debía sujetarse los pantalones, demasiado grandes, al no tener ni siquiera un botón. Además, le habían privado de su dentadura postiza. Su aspecto no recordaba en nada a aquella altiva y uniformada figura, cubierta de medallas y condecoraciones, que irrumpió en la Bendlerstrasse en la tarde del 20 de julio, recriminando a Stauffenberg la pésima dirección del golpe. Ahora, delante de Freisler, era un anciano desvalido, listo para ser insultado y degradado.

– ¿Por qué se tienta la ropa? ¿No tiene botones? ¿Ningún botón? -le espetó Freisler.

Witzleben se limitó a encogerse de hombros y mascullar un casi inaudible “yo…”. A partir de ahí, ante las aceradas preguntas del juez, el mariscal contestó sólo con monosílabos, lo que enfureció a Freisler. Esta provocación del acusado excitaría, más si cabe, la inquina del juez:

– Usted padecía de úlcera, ¿verdad? Y también de hemorroides… ¡Oh, pobre! ¿Estaba usted muy enfermo, ¿no?

– Sí -contestó Witzleben mientras se sujetaba con pantalones-.

– Así que estaba usted enfermo para comandar un ejército, pero no lo estaba para meter las narices en esa conspiración, ¿verdad?

Witzleben, consciente de que cualquier respuesta no haría otra cosa que empeorar las cosas, bajó los párpados. Freisler siguió golpeándole con un torrente de acusaciones hasta que el mariscal, sorprendentemente, reunió fuerzas para preguntarle:

– ¿Me informará finalmente de cuál considera que es mi parte en toda esta cuestión?

Freisler, quizás cansado por un interrogatorio en que él no había obtenido más que monosílabos como respuesta, decidió poner punto final afirmando:

– Eso está suficientemente establecido. Usted mismo nos ha informado al respecto. Se ha autocondenado.

Con un gesto, Freisler ordenó a los policías que arrastraran a Witzleben a su asiento. Allí se derrumbó sin poder evitar que su desdentado rostro reflejase el fracaso de una situación especialmente dolorosa para todo un mariscal de campo.

Después de una pausa para el almuerzo, la sesión se reinició por la tarde. El siguiente en sufrir las humillaciones del juez sería Hoepner, quien se había librado del fusilamiento en la noche del 20 de julio gracias a la inesperada benevolencia del general Fromm. Visiblemente adelgazado y con la mirada perdida, intentaba ofrecer un rostro amable, sin llegar a sonreír. Vestía unos pantalones de monta, que le proporcionaban una cierta dignidad militar, y una vieja chaqueta de punto.

Freisler vio en Hoepner una víctima propiciatoria para sus mofas, pues tenía muy presente que fue destituido en 1941 por desobediencia. Freisler hizo referencia a la maleta que utilizó para llevar su uniforme cuando acudió a la Bendlerstrasse:

– ¡Qué bien que se olvidara de poner en la maleta su Cruz de Caballero! ¡Al fin y al cabo fue destituido por cobardía! -gritó Freisler remarcando esta última palabra.

Freisler continuó burlándose de Hoepner, sin darle la oportunidad de responder, aunque es posible que el encausado lo agradeciese, pues cualquier respuesta hubiera hecho aumentar el escarnio que estaba sufriendo.

– ¿Por qué no se suicidó como hizo Beck?

– Pensé en mi familia -balbuceó Hoepner-, había prometido a mi mujer que la acompañaría a probarse unos abrigos…

– ¡Vamos! -le interrumpió el juez-, ¡diga! ¿por qué no se suicidó? ¡Se comportó como un cerdo, tenía que haberse disparado!

– ¡No, yo no soy un cerdo! -dijo con firmeza, en un intento desesperado de conservar alguna dignidad.

Freisler se acomodó en su silla y sonrió. Hoepner le ofrecía ahora el flanco descubierto, listo para ser golpeado, y Freisler no estaba dispuesto a dejar pasar esa oportunidad. El juez se acercó al micrófono:

– ¡Así que no es usted un cerdo! -tomó aire y volvió a rugir-. ¡Dice usted que no es un cerdo! Pues si no es un cerdo, díganos qué clase de animal es usted, díganos cuál es la clase zoológica a la que pertenece. ¡Vamos!

Peter Yorck declarando ante el juez Freisler.

Fue condenado a muerte.

Al acuciante requerimiento de Freisler siguió un largo silencio por parte de Hoepner. En la atestada sala sólo se escuchaba el zumbido de las cámaras que estaban rodando la escena. Es posible que por la mente de Hoepner pasara la posibilidad de pronunciar una respuesta desafiante, consciente de que nada podría librarle ya de una muerte cierta. Pero se impuso la necesidad de responder exactamente como quería Freisler. Quizás pasaron por su cabeza las represalias a las que se debería enfrentar su familia, o la esperanza de poder elegir el modo en que iba a ser ejecutado.

– Y bien, ¿qué es usted? -insistió Freisler.

– Un burro… -dijo Hoepner, apurando el cáliz de la humillación.

Freisler, más triunfante que nunca, asintió con la cabeza satisfecho, y ordenó que arrastraran a Hoepner, reducido a poco más que una piltrafa humana, a su asiento.

Después le tocó el turno a Peter Yorck, que no estaba tan dispuesto como Hoepner a dar concesiones a su interrogador. Freisler cargó de inmediato contra él, pero Yorck se mostró como un hombre de hielo, al que no se afectaban en absoluto los comentarios sardónicos sobre su persona. El juez intentó atacarle por su falta de pertenencia al partido nazi:

– ¿Nunca se afilió al Partido?

– No, no me uní al Partido -contestó Yorck sin inmutarse.

– ¿Y por qué demonios no lo hizo?

– En principio, porque no era nacionalsocialista. Yo no aprobaba…

– ¡No aprobaba! -Freisler creyó haber encontrado el flanco débil-. ¡Usted declaró que era contrario a nuestra política de extirpar a los judíos y que no aprobaba el concepto nacionalsocialista de la justicia!

Pero Yorck no bajó la cara ante Freisler y con toda calma, como si estuviera impartiendo una lección, comenzó a disertar sobre el control totalitario del Estado sobre el ciudadano. El juez, enfurecido, rechazó continuar por ese terreno y derivó de inmediato el interrogatorio a los pormenores la jornada del 20 de julio, sin que lograse tampoco quebrar la imagen de integridad que Yorck ofreció en todo momento.

Los siguientes en pasar por las garras de Freisler esa tarde fueron Klausing -que se dio por vencido desde el comienzo-, y Bernardis, que no ofreció resistencia a los argumentos del juez al hallarse profundamente deprimido.

Sobre las siete de la tarde, el fiscal Lautz denunció a los acusados en términos formales y solicitó la pena de muerte en la horca para cada uno de ellos. Freisler ordenó un receso para continuar la sesión a la mañana siguiente. Los ocho encausados volvieron en camión a sus celdas, a pasar la que estaban convencidos de que sería su última noche con vida.

LA SEGUNDA SESIÓN

Al reiniciarse la sesión en la mañana del 8 de agosto, los asistentes al juicio pudieron comprobar que el aspecto de los acusados era aún más penoso que en la jornada anterior. Caminaban como sonámbulos; era evidente que no habían podido dormir en toda la noche.