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Witzleben fue nuevamente interrogado. La primera pregunta de Freisler, formulada a voz en grito sobresaltó a todos los presentes:

– ¿Por qué pensó que una conspiración podía tener éxito? ¡vamos! ¡despierte!

– Creí que disponíamos de unidades en las que podíamos confiar -dijo el mariscal mientras le costaba mantener el equilibrio por la falta de sueño.

Freisler insistió en preguntas dirigidas a demostrar que eran pocos los oficiales involucrados en el complot y que éstos en modo alguno representaban al Ejército. Witzleben aceptaba una y otra vez todas las afirmaciones de Freisler, deseando que el interrogatorio acabase cuanto antes. Tampoco le contradijo cuando afirmó:

– De hecho, esta camarilla de oficiales estaba pagada por los Aliados. Eran todos agentes aliados. ¡Pero cómo les hubieran traicionado si el golpe hubiera triunfado! Sólo desean la desgracia alemana.

Quizás Freisler acertaba al suponer la actitud de los Aliados con los golpistas triunfantes, pero lo que estaba claro era que los Aliados no habían tenido nada que ver con el complot. De todos modos, Witzleben estaba tan cansado que no tenía fuerzas para replicarle. Fue llevado nuevamente a su asiento.

El excomandante municipal Paul Von Hase le tomó el relevo. Freisler intentó también destruirle con algunos golpes certeros sobre su temprana implicación en el complot, pero Hase, con las manos cruzadas en la espalda y la cabeza erguida, resistió las embestidas con frases concisas y afiladas.

El juez, por cuyo rostro ya asomaban gotas de sudor, vio que sus gritos no hacían mella en Hase y puso fin al interrogatorio, dando paso a las intervenciones de la “defensa”.

Tomó la palabra el representante de Witzleben, el doctor Weissman:

– Podríamos preguntarnos qué sentido tiene llevar adelante una defensa de estos encausados. Lo estipulan las leyes y, más aún, en una época como ésta consideramos que es parte de la tarea de la defensa ayudar al tribunal a emitir un veredicto. Pero no hay duda de que, en un caso como éste, resultará imposible incluso para el mejor abogado decir algo en defensa o en descargo del acusado… En realidad, requiere un esfuerzo sobrehumano encontrar una palabra que decida en su favor. ¿Witzleben? No es más que una hiena ulcerosa.

El discurso de los otros siete abogados redundó en la repugnancia que sentían al haberles correspondido la ingrata labor de defender a sus “clientes”. Por su parte, el fiscal Lautz volvió a exigir la pena capital para cada uno de ellos.

Freisler, después de asistir satisfecho a las más que previsibles exposiciones de los abogados y del fiscal, ofreció a los encausados la posibilidad de dirigir al tribunal unas últimas palabras.

Witzleben fue el primero al que se le permitió tomar la palabra. El mariscal, ahora plenamente convencido de que ningún milagro podría salvarle de la horca, se decidió a hablar sin cortapisas:

– Pueden entregarnos al verdugo. Pero sepan que en tres meses el pueblo enfurecido y atormentado les pedirá cuentas y los arrastrará vivos por el estiércol de las cloacas.

Freisler asistió al desafío de Witzleben con gesto de suficiencia, sin darse por aludido. Dio entonces la palabra a Stieff:

– Lo hice por Alemania -dijo mecánicamente, como un autómata-. Solicito ser fusilado.

El juez tampoco realizó ningún comentario, ignorando la petición. Stieff fue arrastrado hasta su silla.

El resto de encausados fueron siguiendo su turno:

– No tengo nada que decir -anunció Yorck imperturbable.

– Culpable -se limitó a decir Bernardis, quizás con la esperanza de obtener una ejecución piadosa.

– Culpable -proclamó también Klausing-. Fusilamiento, por favor.

– No actué para mi beneficio personal -dijo Hoepner, en un absurdo intento de impedir que el adjetivo de traidor quedase unido a su nombre-. Solicito que se dé una pensión a mi familia.

– En realidad no sabía para qué eran los explosivos -afirmó Hagen de manera un tanto desconcertante.

Después de que hubieran hablado los acusados, Freisler tuvo un recuerdo para el suicidado Beck y los conjurados que habían sido fusilados en el patio del Bendlerblock. Refirió que ellos ya habían pagado su traición, dejando claro que los ocho hombres que tenía delante la pagarían también con su vida. El juez levantó la sesión para almorzar.

A primera hora de la tarde, Freisler abrió la sesión ofreciendo un extenso resumen, repleto de inacabables recapitulaciones, de todo lo dicho en la sala a lo largo de las dos jornadas. Los encausados, que parecían dormidos, no prestaron atención a las monótonas palabras de su juzgador, hasta que a las cuatro y media pronunció, una detrás de otra, las ocho previsibles condenas a muerte.

El implacable magistrado sonrió satisfecho; el juicio se había desarrollado tal como él había previsto, cumpliendo sobradamente con las expectativas de Hitler. Freisler había cumplido con su trabajo [27].

Capítulo 19 Ejecución

Después de la lectura de la sentencia por parte del juez Freisler, los condenados fueron arrastrados fuera de la sala, siendo empujados con innecesaria fuerza. Una vez en el exterior, fueron subidos al camión que debía conducirles de regreso a la cárcel, en donde todo estaba preparado para llevar a cabo las ejecuciones. Los convictos llegaron a las cinco y cuarto, y unos minutos más tarde ya estaban equipados con ropas carcelarias y zuecos de madera. Cada uno de los reos fue enviado a su celda. Las puertas permanecieron abiertas durante un largo rato para que las cámaras cinematográficas pudieran filmarles.

Cuando los relojes marcaban las siete de la tarde, los condenados fueron sacados de las celdas y, después de formar una fila, se les hizo marchar por el patio de la prisión camino de la sala de ejecuciones, un breve trayecto del que las cámaras tampoco perdieron detalle. Una columna de oficiales cerraba la siniestra comitiva.

Vista aérea de la prisión de Plötzensee, en donde fueron ejecutados los primeros condenados.

GANCHOS DE CARNICERO

El lugar de la ejecución no podía ser más siniestro. Era una habitación de suelo de hormigón y de paredes encaladas aunque cubiertas de moho, atravesada por una viga situada justo bajo el techo. A la parte inferior de la viga estaban fijados ocho ganchos que alguien había ido a buscar a una carnicería del barrio, para cumplir así con el deseo expreso de Hitler.

En un rincón de la sala estaba la cámara cinematográfica que debía rodar la ejecución, tal como también había dispuesto el Führer, ansioso por ver cómo sus enemigos tenían un final tan macabro como deshonroso. Los potentes focos necesarios para captar con toda nitidez la escena daban a la estancia un aire irreal.

Junto a una pared había una mesa con una botella de aguardiente y unos vasos, por si los encargados de llevar adelante la ejecución necesitaban reunir fuerzas y ánimo para cumplir con su trabajo. En otro rincón de la habitación estaba la guillotina, aunque ese día iba a quedar relegada a favor de un método mucho más cruel, por su lentitud.

Sala de ejecuciones de la prisión. Pueden apreciarse los ganchos de carnicero que fueron utilizados para colgar a los reos.

El acceso a la sala estaba tapado por un tupido telón negro. Los condenados se alinearon a un lado del telón, esperando que fueran llamados uno por uno para pasar al otro lado, en donde les esperaba el verdugo.

El primero en pasar al lugar de la ejecución fue Witzleben. Fue situado bajo la viga. Le quitaron las esposas y la camisa. Alrededor de su cuello fue colocado un lazo de cáñamo delgado pero muy resistente. Después de alzarlo entre dos guardias, la parte posterior del lazo fue introducida por el extremo del gancho. Luego lo fueron bajando poco a poco, con lo que la cuerda de cáñamo fue apretando cada vez más el cuello.

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[27] Roland Freisler continuaría ejerciendo su detestable labor como juez del Tribunal del Pueblo hasta la misma fecha de su muerte, el 3 de febrero de 1945. Ese día, este tribunal estaba celebrando un juicio contra el teniente Fabian von Schlabrendorff, también implicado en el complot del 20 de julio. En el curso del interrogatorio, Freisler trató de intimidar a Schlabrendorff diciéndole que, si de él dependiera, “lo fusilaría y lo mandaría directo al infierno”, a lo que Schlabrendorff le desafió replicando que “con sumo gusto le permitiría que fuera delante”. El juicio hubo de ser momentáneamente suspendido debido a una alarma aérea. A resultas del bombardeo aéreo, uno de los más duros que sufrió Berlín, la sede del Tribunal del Pueblo quedó destruida. Entre las víctimas del ataque hubo que contar al propio Roland Freisler. El magistrado nazi fue encontrado debajo de una columna, con el expediente de Schlabrendorff en la mano. El juez que le siguió en la causa absolvería a Schlabrendorff por falta de pruebas. Freisler fue enterrado en el mausoleo familiar de forma anónima. No se le rindieron funerales de Estado por órdenes expresas de Hitler, quizás debido a su pasado comunista. Sus hijos, avergonzados por la abyecta trayectoria de su padre, dejaron de utilizar el apellido Freisler, aunque su viuda siguió cobrando la pensión de viudedad mucho tiempo después de haber concluido la guerra.