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La sensación de frío fue máxima al llegar al búnker marcado con el número 13. Su ocupante, como no podía ser de otro modo, había sido Adolf Hitler. Fue en ese momento cuando comprendí que el destino me había reservado la misma experiencia que tantos visitantes a la Guarida del Führer habían sentido en su propia piel. Todos los que acudieron allí a la llamada del tirano coincidirían en el ambiente frío y húmedo que, en cualquier estación del año, rodeaba aquel lugar. Además, Hitler odiaba el sol y el calor, por lo que renunciaba incluso a la calefacción en su búnker. Ese ambiente gélido suponía una pesadilla para las secretarias que debían trabajar a sus órdenes.

Así pues, la experiencia en la Wolfsschanze era ya completa. Entendí perfectamente el estado depresivo que se abatía casi de inmediato sobre la mayoría de los que visitaban aquel complejo. El frío, la niebla, la densa humedad, conformaban una atmósfera opresiva e insana. Pero, afortunadamente, el destino no consideró necesario que conociera otro elemento habitual, como eran las nubes de mosquitos que solían infestar aquella zona semipantanosa.

Vistos esos dos puntos de interés, el emplazamiento del barracón en el que estalló la bomba de Stauffenberg y el búnker de Hitler, tan sólo restaba pasear entre los numerosos búnkers y edificios auxiliares distribuidos por el bosque.

Pero aún me quedaba por vivir otra experiencia excitante. Una vía férrea atraviesa el cuartel y a la entrada de éste existía un apeadero, al que llegaban tanto Hitler como sus visitantes, incluyendo jefes de Estado como el italiano Mussolini o el rumano Antonescu. Llevado por el atractivo que podía desprender ese lugar histórico, me encaminé hacia él. Llegué hasta la vía y comencé a caminar por ella, buscando con la mirada el célebre apeadero, tantas veces reproducido en innumerables fotografías; seguí andando más y más, alejándome del recinto y extrañándome de que pudiera estar a tanta distancia.

Continué caminando hasta que, tras una curva, perdí de vista el cuartel. El lugar había adquirido ya un aire irreal. La hierba alta cubría buena parte de los raíles y las traviesas, y podían verse en el suelo unas extrañas babosas de enorme tamaño, de un color naranja muy vivo. El zumbido de algún insecto rompía de vez en cuando el inquietante silencio. Entonces, allí, en mitad de la vía, tuve la sensación de que en cualquier momento iba a surgir de la cerrada curva una humeante locomotora negra, escupiendo vapor y dirigiéndose a toda velocidad sobre mí. Quizás, del mismo modo que el frío hormigón me había transmitido todo aquello de lo que había sido testigo, las oxidadas vías y las traviesas de madera podrida me estaban traspasando sus experiencias al servir de camino férreo a aquellos trenes que iban o regresaban de la Wolfsschanze.

La maleza cubre parte de las vías de la línea férrea que comunicaba el Cuartel General de Hitler con el exterior. Al final de la curva se llegaba al apeadero del recinto, a donde llegó Mussolini el mismo día del atentado.

Los restos del edificio destinado al personal del Ministerio de Asuntos Exteriores. El efecto de los infructuosos intentos de volarlo desde el interior, por parte de alemanes y soviéticos, se puede apreciar claramente en la grieta horizontal que parte de la ventana.

Como el tiempo ya apremiaba, renuncié a seguir buscando el apeadero y emprendí el regreso. Pero cuando ya me encontraba cerca del recinto, distinguí al borde de la vía, entre la tupida vegetación, lo que parecía ser el borde de una plataforma. Sí, allí estaba el andén, o lo poco que quedaba de él, pero el bosque se lo había tragado casi por completo. Abriéndome paso entre unas zarzas, pude adivinar unos pocos metros más allá los restos de una pequeña construcción, seguramente la caseta del encargado de la estación. Eso era todo lo que quedaba de aquel lugar al que los jerifaltes de los países dominados por el Tercer Reich acudían a rendir pleitesía al que entonces era dueño de casi toda Europa.

Miré el reloj y vi que aún disponía de algún tiempo antes de la hora prevista para el regreso del taxista. Paseé por el área que no había visitado, reflexionando sobre todo aquello que estaba viendo. Vinieron a mi mente esos pasajes de la literatura fantástica, en las que el espíritu del mal, en forma de dragón o de cualquier animal mitológico, habita en un pantano, de entre cuyas fétidas aguas surgen gruesos árboles con enmarañadas raíces. La Guarida del Lobo aparecía como el escenario perfecto para una de esas leyendas. Y allí, del mismo modo que sucede en esas historias, entró el héroe dispuesto a acabar con la encarnación del mal; Stauffenberg, desafiando al terrorífico dragón, acudió hasta su cubil decidido a darle muerte. Pero lo que suele funcionar en las historias de ficción no siempre soporta su descenso a la realidad; la espada de Stauffenberg no acertó con el corazón del dragón, y el héroe acabó siendo devorado por éste.

La visión del lugar desde el que Hitler dirigió la guerra durante los ochocientos días que allí residió me hizo comprender de inmediato, como ningún libro podrá hacerlo, la irrealidad que rodeó al dictador germano; las fronteras, los ejércitos, la vida de millones de personas, todo se transformaba allí en fríos informes basados en fríos números, y que llevaban a adoptar frías decisiones. Estaba claro que de allí, un tétrico y oscuro pantano, no podía salir nada que pudiera resultar benéfico para ningún ser humano.

A la hora convenida, apareció el taxista. Ya dentro del coche, me preguntó muy sonriente si, tal como me había recomendado, había visitado la cabaña en la que Hitler y Eva Braun mantenían sus encuentros. Aparentando un despiste, le confesé que no. Pero le prometí que la próxima vez sí que le haría caso. Ya tenía una excusa para regresar allí algún día.

Capítulo 1 La resistencia

El atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944 fue el gran éxito, y paradójicamente el mayor fracaso, del movimiento de resistencia al régimen nazi. La bomba que estalló ese día en el Cuartel General del Führer, y que a punto estuvo a acabar con la vida del dictador, constituyó la culminación de una serie interminable de esfuerzos, que habían comenzado hacía más de una década, y cuyo objetivo era librar a Alemania de la pesadilla nacionalsocialista.

Antes de ese intento, fueron muchos los que se sacrificaron por conseguir derrocar a Hitler. Hay que tener presente que cualquier acto de rebeldía ante el sistema totalitario creado por los nazis podía tener fatales consecuencias. Un simple comentario crítico con el régimen en un autobús, escuchado por oídos dispuestos a delatar al descontento, podía desencadenar una investigación de la Gestapo. Durante la guerra, sintonizar una emisora extranjera equivalía a una condena a muerte si uno era descubierto. Las denuncias entre la población estaban muy extendidas; los vecinos se denunciaban entre ellos e incluso entre miembros de una misma familia.

Pero sobre los opositores al régimen no sólo pendía la amenaza de los riesgos físicos. El hecho de mostrarse abiertamente crítico con los nacionalsocialistas, y ya no hablemos en el caso de implicarse en algún movimiento de resistencia, suponía padecer un distanciamiento de amigos y compañeros, e incluso de la misma familia, y entrar en un mundo incierto de aislamiento social, ideológico e incluso moral. Como en todos los sistemas totalitarios, la disidencia era una opción que no resultaba recomendable para aquél que quisiera llevar una vida tranquila y sin sobresaltos.

Es difícil imaginar la atmósfera de terror que impregnaba la vida diaria durante la época nazi. Y en ese ambiente opresivo, asfixiante, en el que en cualquier momento uno podía verse arrojado a los pies del aparato represivo del régimen, hubo quien estuvo dispuesto a enfrentarse a él.