Sarah Paretsky
Órdenes Mortales
03 Warshawski
Para Courtenay
Todas las demás cosas conducen a su propia destrucción.
Agradecimientos
Gracias a Bill Tiritilli, director de investigaciones de la firma financiera Rodman and Renshaw, por su asesoramiento en lo que se refiere a la ley y derecho en adquisiciones de compañías públicas.
Marilyn Martin es abogado de oficio. Al revés que V. I. Warshawski, ella no ha permitido que los disgustos que le da su profesión le impidan practicarla. Me suministró información acerca del código penal de Illinois, los posibles motivos de un arresto, y acerca de la Corte de Chicago para Mujeres. Cualquier fallo se debe a mi ignorancia, no a su información.
Kimball Wright, molesta a causa de mis anteriores errores acerca de la Smith & Wesson en las aventuras precedentes de V. I. Warshawski, me proporcionó información acerca del arma.
El reverendo Albertus Magnus, O. P., me ha permitido a menudo tener el placer de visitarle a él y a sus hermanos dominicos en la Casa de Estudios de Washington. Como conozco su Orden mejor que ninguna otra, la he escogido como parte del decorado de esta historia. El convento de San Albertus en Chicago es totalmente ficticio, así como los monjes que allí residen.
Y muchas gracias también a James H. Lorie.
Capítulo 1. Viejas heridas
Los músculos del estómago se me encogieron cuando cerré la puerta del coche. No había ido a Melrose Park desde hacía diez años, pero al caminar por la estrecha acera hasta la puerta lateral de la casa, percibí cómo se me escapaba una década de madurez al sentir el conocido malestar, los acelerados latidos de mi corazón.
El viento de enero arremolinaba hojas muertas alrededor de mis pies. Había nevado poco aquel invierno, pero el aire soplaba frío. Tras llamar al timbre me metí las manos en el fondo de los bolsillos del chaquetón azul marino para mantenerlas calientes. Intenté razonar conmigo misma para ahuyentar mi nerviosismo. Después de todo, eran ellos los que me habían llamado… habían suplicado mi ayuda… Las palabras no significaban nada. Había perdido una batalla importante al responder a sus ruegos.
Golpeé el suelo con los pies para desentumecer los dedos helados dentro de los mocasines de suela fina y oí finalmente un rumor tras la puerta pintada de azul. Ésta se abrió a un minúsculo vestíbulo poco iluminado. A través de la tela metálica distinguí a mi primo Albert, mucho más gordo de lo que estaba diez años antes. La tela metálica y la oscuridad tras él difuminaban su gesto mal encarado.
– Entra, Victoria. Madre te está esperando.
Me tragué una excusa por llegar un cuarto de hora tarde y la convertí en un comentario banal acerca del tiempo. Albert estaba casi calvo, advertí encantada. Recogió mi abrigo con torpeza y lo dejó sobre la barandilla al pie de las escaleras estrechas y sin alfombrar.
Una voz profunda y áspera nos llamó.
– ¡Albert! ¿Es Victoria?
– Sí, mamá -murmuró Albert.
La única luz de la entrada provenía de una pequeña ventana redonda frente a las escaleras. La penumbra oscurecía el dibujo del papel de la pared, pero mientras seguía a Albert por el pasillo próximo, me di cuenta de que seguía siendo el mismo: papel gris con volutas, feo, frío. Cuando era niña, pensaba que el papel destilaba odio. Tras los temblorosos muslos de Albert, el viejo escalofrío tendió sus tentáculos hacia mí y me estremecí.
Siempre le rogaba a mi madre, Gabriela, que no me llevara a aquella casa. ¿Por qué teníamos que ir? Rosa la odiaba, me odiaba a mí y Gabriela lloraba siempre durante el largo viaje de vuelta a casa. Pero ella se limitaba a apretar los labios en una tensa sonrisa y decía:
– Estoy obligada a ello, cara, tengo que ir.
Albert me introdujo en el salón para visitas al fondo de la casa. Los muebles de crin me resultaban tan familiares como los de mi propio apartamento. En mis pesadillas yo soñaba que me encontraba encerrada en aquella habitación con aquellos muebles tiesos, las cortinas de azul helado, la triste fotografía del tío Cari sobre la chimenea falsa y Rosa, delgada, de nariz ganchuda, frunciendo el ceño y sentada tiesa como un palo en su silla de patas larguiruchas.
Su pelo negro era ahora del color del hierro, pero su mirada severa y desaprobadora seguía idéntica. Intenté hacer respiraciones con el diafragma para calmar la revoltura de mi estómago. Estás aquí porque ella te lo pidió, me recordé a mí misma.
No se levantó, no sonrió. Yo no recordaba haberla visto nunca sonreír.
– Muy amable por tu parte el haber venido, Victoria -su tono dejaba traslucir que mejor hubiera llegado puntual-. Cuando uno es viejo, uno no se desplaza fácilmente. Y los últimos días me han envejecido mucho, desde luego.
Me senté en lo que esperaba fuese la silla menos incómoda.
– Sí -dije evasiva. Rosa tenía unos setenta y cinco años. Cuando le hicieran la autopsia, iban a descubrir que sus huesos eran de hierro forjado. No me parecía vieja: aún no había empezado a oxidarse.
– Albert, sírvele un poco de café a Victoria.
La única virtud de Rosa era la cocina. Tomé una taza de fuerte café italiano con gusto, pero ignoré la bandeja de pasteles que trajo Albert; me iba a tirar la crema de un pastel en la falda y me iba a sentir tonta y violenta.
Albert se sentaba incómodo en el estrecho banco, comiendo un trozo de torta, mirando de reojo al suelo al dejar caer una miga y luego a Rosa para ver si se había dado cuenta.
– ¿Estás bien, Victoria? ¿Eres feliz?
– Sí -dije con firmeza-. Feliz y bien.
– ¿Pero no te volviste a casar?
La última vez que había ido allí fue para una tirante visita de compromiso con ocasión de mi boda.
– Es posible ser feliz sin estar casado, como Albert podrá seguramente decirte, como tú misma sabes.
El último había sido un comentario crueclass="underline" el tío Cari se había suicidado poco después del nacimiento de Albert. Me sentí muy satisfecha y luego culpable. Seguro que ya era lo bastante madura como para no necesitar semejante tipo de satisfacción. De algún modo Rosa me había hecho sentirme como si tuviera ocho años.
Rosa encogió desdeñosa sus delgados hombros.
– No hay duda de que tienes razón. Lo que es yo, me voy a morir sin la alegría de tener nietos.
Albert se revolvió incómodo en el banco. Estaba claro que aquella queja no era nueva.
– Una lástima -dije-. Sé que los nietos hubieran sido la culminación de una vida feliz y virtuosa.
Albert se atragantó pero se recobró. Rosa entrecerró los ojos enfadada.
– Tú deberías saber mejor que nadie por qué mi vida no ha sido feliz.
A pesar de mis esfuerzos por controlarme, la rabia se desbordó.
– Rosa, por alguna razón crees que Gabriela destruyó tu felicidad. Qué misteriosa ofensa te pudo infligir una chica de dieciocho años no lo sé. Pero la echaste a la calle, sola. No hablaba inglés. La podían haber matado. Fuera lo que fuese lo que te hizo, no pudo ser tan malo como lo que tú le hiciste a ella. Sabes la única razón por la que estoy aquí: Gabriela me hizo prometerle que te ayudaría si lo necesitabas. Aquello me reventó y sigue reventándome, pero se lo prometí y aquí estoy. Así que dejemos el pasado en paz; no seré sarcástica si tú dejas de andar soltando insultos sobre mi madre. ¿Por qué no te limitas a decirme cuál es el problema?
Rosa apretó los labios hasta hacerlos casi desaparecer.
– Lo más difícil que he hecho nunca en mi vida ha sido llamarte. Y ahora me doy cuenta de que no debería de haberlo hecho -se levantó en un solo movimiento, como una grúa de acero, y salió de la habitación. Oí el furioso golpeteo de sus zapatos sobre el pasillo sin alfombras y la desnuda escalera. Una puerta se cerró de golpe en la distancia.