¿O llamó Carroll y le prometió que le devolvería el trabajo si me quitaba de en medio?
Él dijo ausente:
– Anoche me dijo que pensaba que no se estaba portando de un modo muy cristiano preocupándose tanto por esto. Sabe que su nombre quedará limpio; si no, tendrá que resignarse como buena cristiana.
– ¡Qué noble! -dije sarcástica-. Rosa de mártir es una pose que conozco bien. Pero lo de mujer apenada es nuevo.
– Francamente, Victoria, te estás pasando. Mándame la factura y ya está.
Al menos tuve la dudosa satisfacción de ser yo la primera en colgar. Me quedé allí sentada echando humo, maldiciendo a Rosa en italiano y luego en inglés. ¡Qué típico de ella el hacerme dar vueltas inútiles! El hacerme ir hasta Melrose Park dando gritos acerca de Gabriela y mis deberes hacia mi madre muerta, ya que no hacia mi tía viva, me había puesto alerta, y ahora me decían que me olvidara. Me sentía muy tentada de telefonearla y decirle de una vez por todas lo que pensaba de ella, sin omitir detalle, ni el más mínimo. Incluso busqué su número en mi agenda y empecé a marcar antes de darme cuenta de la inutilidad de semejante acción. Rosa tenía setenta y cinco años y no iba a cambiar. Si yo no era capaz de aceptar aquello, estaba condenada a ser víctima de sus manipulaciones para siempre.
Me quedé un rato sentada con el Fortune abierto en el regazo, contemplando a través de la habitación el día gris de afuera. El fuerte viento de la noche pasada se había llevado las nubes al otro lado del río. ¿Cuál sería la verdadera razón para que Rosa quisiera detener la investigación? Era fría, malhumorada, vengativa… una docena de adjetivos desagradables. Pero no una intrigante. No hubiese llamado a una sobrina odiada tras un lapsus de diez años sólo para hacerla saltar por el aro. Busqué el convento de San Albertus en la guía de teléfonos y llamé a Carroll. La llamada llegó a una centralita. Me imaginaba al ascético joven del mostrador de recepción dejando a un lado sin ganas su Charles Williams para contestar el teléfono al sexto timbrazo y volviendo a coger el libro antes de pasar la llamada. Esperé varios minutos antes de que se pusiera el prior. Finalmente, la educada voz de Carroll surgió en la línea.
– Soy V. I. Warshawski, padre Carroll.
Se disculpó por haberme hecho esperar; estaba revisando las cuentas con la cocinera y el recepcionista llamó a la cocina en último lugar.
– No importa -dije-. Me preguntaba si no habría hablado usted con mi tía después de que nos viéramos ayer.
– ¿Con la señora Vignelli? No, ¿por qué?
– Ha decidido de pronto que no quiere que se haga ninguna investigación acerca de las acciones falsificadas, al menos no por encargo suyo. Parece pensar que preocuparse por una cosa así es muy poco cristiano. Me preguntaba si se lo habría aconsejado alguien del convento.
– ¿Poco cristiano? Qué idea más curiosa. No lo sé; supongo que así sería si este problema le hiciese excluir asuntos más fundamentales. Pero es muy humano preocuparse por un fraude que puede dañar la reputación de uno. Y si se piensa en que ser cristiano es un modo de ser más humano, sería un error hacer sentir culpable a alguien por tener sentimientos humanos naturales.
Parpadeé unas cuantas veces.
– ¿Así que no le aconsejó usted a mi tía que abandonase la investigación?
Se rió suavemente.
– No quería usted que le hiciese un reloj; sólo quería saber la hora. No, no he hablado con su tía. Pero me parece que debería haberlo hecho.
– ¿Y alguna otra persona en el convento? Que haya hablado con ella, quiero decir.
No que él supiera, pero podía preguntarlo y decírmelo. Quiso saber si ya había averiguado alguna cosa de utilidad. Le dije que iba a hablar con Hatfield aquella misma tarde, y colgamos con promesas mutuas de mantenernos en contacto.
Me puse a dar vueltas por el apartamento, colgando ropa y metiendo los periódicos acumulados durante una semana en un montón en el porche trasero, de donde mi casero los recogería para reciclarlos. Me hice una ensalada con tacos de queso cheddar y me la comí mientras hojeaba con desgana el Wall Street Journal del día anterior. A las doce y media bajé a buscar el correo.
Pensándolo, seriamente, Rosa era una anciana. La verdad es que probablemente imaginara que podía hacer desaparecer su problema limitándose a fruncir el ceño, igual que hacía con el resto de sus problemas, incluyendo a su marido Cari. Habría pensado que si me llamaba y me ordenaba ocuparme de él, desaparecería. Cuando la realidad se hizo un poco más evidente después de hablar conmigo, decidió que no merecía la pena la energía que había que poner en ello. Mi problema es que estaba tan susceptible por las viejas heridas que sospechaba que todo lo que ella hacía era motivado por el odio y el deseo de venganza.
Ferrant llamó a la una, en parte para charlar y en parte para pedirme unos datos acerca de los bienes de Ajax.
– Parece que una de mis responsabilidades será el departamento de inversiones. Hoy me ha llamado un tal Barrett de Nueva York. Dijo que era el especialista de Ajax en la Bolsa de Nueva York. Yo sé de reaseguros, no del mercado de valores de Estados Unidos, ni siquiera del de Londres, así que tengo ciertas dificultades en entenderme con él. Pero, ¿recuerdas que te dije anoche que nuestras acciones parecían muy activas últimamente? Barrett llamó para decírmelo. Me dijo que estaba recibiendo muchas órdenes de compra de un pequeño grupo de agentes de Chicago que nunca se habían interesado antes por Ajax. No es que haya ningún problema con ellos, no me malinterpretes, pero él pensaba que yo debía saberlo.
– ¿Y?
– Ahora ya lo sabes. Pero no estoy seguro de qué es lo que debo hacer, si es que tengo que hacer algo. Así que me gustaría que me presentases a esa amiga que mencionaste: la que es broker.
Agnes Paciorek y yo nos conocimos en la Universidad de Chicago cuando yo estudiaba derecho y ella era una de las matemáticas que se metió en la Bolsa. Solemos vernos en las reuniones de Mujeres Universitarias. Ella era una inconformista en el estrecho mundo de la Bolsa y mantuvimos nuestra amistad.
Le di a Roger su número. Después de colgar busqué a Ajax en el Wall Street Journal. Su cotización durante el año iba desde 281/4 hasta 521/2 y en este momento cotizaban a lo más alto. Aetna y Cigna, las dos empresas de seguros más fuertes, tenían las cotizaciones bajas similares a las de Ajax, pero sus máximas estaban diez puntos por debajo de las de Ajax. El día anterior habían movido cada una un volumen de unos trescientos mil, mientras que el de Ajax era casi de un millón. Interesante.
Pensé en llamar yo misma a Agnes, pero se acercaba el momento de ir a ver a Hatfield. Me envolví una bufanda de mohair alrededor del cuello, cogí unos guantes de conducir y volví a salir al viento. Las dos es una hora muy buena para conducir por el Loop. El tráfico no está mal. Llegué al Federal Building en Dearborn esquina a Adams a tiempo, dejé el Omega en un garaje al otro lado de la calle y pasé bajo las patas anaranjadas de la escultura de tres pisos que Calder diseñó para el Federal Building de Chicago. En Chicago estamos muy orgullosos de nuestras esculturas al aire libre hechas por famosos artistas. Mi favorita es el carillón de bronce que está frente a la Standard Oil, pero tengo una pasión secreta por los mosaicos de Chagall de la fachada del First National Bank. Mis amigos artistas dicen que son banales.
Eran las dos y media en punto cuando llegué a las oficinas del FBI en el piso dieciocho. La recepcionista llamó al despacho de Hatfield para dar mi nombre, pero él me hizo esperar diez minutos para impresionarme por el modo en que la delincuencia en Chicago descansaba sobre sus hombros. Me entretuve con un informe para un cliente cuyo cuñado había estado birlando materiales, aparentemente a causa de la amargura que le causaban antiguas disensiones familiares. Cuando al fin Hatfield sacó la cabeza por la esquina del pasillo, yo aparenté no oírle hasta que me llamó por mi nombre por segunda vez. Levanté entonces la vista, sonreí, le dije que sólo tardaría un minuto y terminé de escribir una frase con todo cuidado.