– Hola, Derek. ¿Qué tal va la delincuencia?
Por no se sabe qué razón, este alegre saludo le hace siempre torcer el gesto, lo cual es probablemente la razón por la cual lo utilizo. Su cara tiene la blanda belleza requerida por el FBI. Mide aproximadamente uno ochenta y está cuadrado. Me lo imagino perfectamente haciendo cien flexiones todas las mañanas con disciplina férrea, rechazando siempre el segundo martini y saliendo sólo con chicas universitarias para asegurarse de que alguien con una pizca de cerebro le susurrará en la oreja lo guapo y listo que es. Llevaba un traje de cuadros grises -gris apagado sobre un gris ligeramente más pálido, con unas discretas rayas azules tejidas entre medias-, una camisa blanca cuyo almidón podría sujetar mi sostén durante una semana, y corbata azul.
– No tengo mucho tiempo, Warshawski -se echó para atrás un almidonado puño y miró el reloj. Seguramente un Rolex.
– Me siento halagada, pues, de que quieras compartir parte de él conmigo -le seguí por el pasillo hasta una oficina en el ángulo suroeste. Hatfield era la persona a cargo de los delitos burocráticos de la región de Chicago, una posición sin duda importante a juzgar por el mobiliario, todo chapado en madera, y el lugar-. Qué bonita vista de la cárcel metropolitana -dije mirando al edificio triangular-. Debe ser una gran inspiración para ti.
– No mandamos a nadie allí.
– ¿Ni siquiera para pasar una noche? ¿Y qué hay de Joey Lombardo y Alien Dorfmann? Creía que ahí es donde estaban mientras les estaban procesando.
– Déjalo, anda. No sé nada de Dorfmann y de Lombardo. Quiero hablar contigo de las acciones de San Albertus.
– Estupendo -me senté en una incómoda silla cubierta de un material oscuro y puse cara de enorme interés-. Una de las cosas que se me ocurrieron ayer fue que las acciones pudieran estar ya falsificadas antes de que llegaran a San Albertus. ¿Qué sabes del donante y sus albaceas? También es posible que algún ex dominico con afanes de venganza pueda haber estado detrás de esto. ¿Estáis investigando a la gente que dejó la Orden durante los últimos diez años?
– No me interesa hablar del caso contigo, Warshawski. Somos perfectamente capaces de pensar en las pistas y seguirlas. Aquí en el departamento hemos conseguido excelentes resultados en esos asuntos. Esta falsificación es un delito federal y tengo que pedirte que lo dejes.
Me incliné hacia adelante en mi silla.
– Derek, no sólo estoy deseosa; estoy ansiosa de que vosotros resolváis este asunto. Va a ser muy caro hacerlo, y vosotros tenéis los medios y yo no. Estoy aquí sólo para asegurarme de que la multitud no aplaste a una señora de setenta y cinco años. Y me gustaría saber qué pasa con las posibilidades que acabo de mencionarte.
– Estamos siguiendo todas las pistas.
Discutimos en vano sobre aquello durante unos cuantos minutos más, pero era inconmovible y me marché con las manos vacías. Me detuve en la plaza, en un teléfono público cercano a la mantis religiosa y llamé al Herald Star. Murray Ryerson, el reportero jefe de la sección de sucesos, estaba en su oficina. Él y yo hemos sido amigos, a veces amantes y cordiales rivales en el terreno de la delincuencia durante años.
– Hola, Murray. Soy V. I. ¿Son las tres demasiado temprano para tomar una copa?
– No es una pregunta para el departamento de sucesos. Te paso con nuestro especialista de etiqueta -hizo una pausa-. ¿Por la mañana o por la tarde?
– Venga, cretino, vale ya.
– Caramba, Vic, debes estar desesperada. No puedo ir ahora, pero ¿qué te parece que quedemos en el Golden Glow dentro de una hora?
Accedí y colgué. El Golden Glow es mi bar favorito en Chicago; llevé por primera vez a Murray hace ya años. Está encajado en el edificio Du-Sable, un rascacielos de 1890 en Federal, y tiene la barra original de caoba que Cyrus McCormick y el juez Gary seguramente utilizaron para apoyarse.
Pasé por mi oficina para ver si había correo y mensajes y a las cuatro recorrí de nuevo la calle en sentido contrario hasta el bar. Sal, la imponente dueña negra que podría enseñarles una o dos cosas a la policía de Chicago acerca de cómo controlar multitudes, me saludó con una sonrisa y un majestuoso gesto de la mano. Llevaba el pelo peinado estilo afro aquel día y pendientes de aro dorados que le colgaban hasta los hombros. Un vestido de noche azul brillante mostraba su magnífico escote y realzaba su estatura. Me trajo un Black Label doble al reservado en el que me encontraba y se quedó charlando unos minutos antes de volver al creciente grupo de personas que se detenían allí de vuelta a sus casas.
Murray llegó unos minutos más tarde, con el pelo rojo más revuelto que de costumbre a causa del viento de enero. Llevaba un abrigo de piel de cordero y botas vaqueras: el vaquero urbano. Se lo dije a modo de saludo mientras una camarera tomaba su pedido, una cerveza; Sal sólo atiende personalmente a los clientes habituales.
Hablamos del triste espectáculo que estaban dando los Halcones Negros y acerca del proceso Greylord, y de si el alcalde de Washington conseguiría dominar alguna vez a Eddie Vrdolyak.
– Si Washington no tuviera a Vrdolyak, tendría que inventarlo -dijo Murray-. Es la excusa perfecta para que Washington no sea capaz de hacer nada.
La camarera se acercó. Rechacé una segunda copa y pedí un vaso de agua.
Murray pidió otra Beck.
– Bien, ¿qué ocurre, V.I? No diré que cuando apareces como caída del cielo eso siempre significa que va a haber problemas, pero suele querer decir que yo voy a acabar siendo utilizado.
– Murray, apuesto una semana de mi sueldo a que me has sacado tú más historias a mí que clientes te he sacado yo a ti.
– Una semana de tu sueldo no me permitiría seguir tomando cerveza. ¿Qué ocurre?
– ¿Te has enterado de una historia la semana pasada acerca de ciertas acciones falsificadas en Melrose Park? ¿En un convento de dominicos que hay allí?
– ¿Un convento de dominicos? -repitió Murray-. ¿Desde cuándo te dedicas a revolotear por las iglesias?
– Es una obligación familiar -dije con dignidad-. Puede que no lo sepas, pero soy medio italiana y nosotros los italianos nos mantenemos muy unidos, ante lo bueno y ante lo malo. Ya sabes, el romance secreto de la Mafia y todo eso. Cuando uno de los miembros de la familia se halla en dificultades, los demás se apiñan a su alrededor.
No impresioné a Murray.
– ¿Vas a cargarte a alguien en el convento por el honor de tu familia?
– No, pero puede que me desquite con Derek Hatfield gracias a esto.
Murray me apoyó con entusiasmo. Hatfield era tan poco colaborador con la prensa como con los detectives privados.
Murray no conocía la historia de las acciones falsas.
– Quizá no se haya informado de ello. Los federales pueden ser muy discretos con este tipo de cosas, sobre todo Derek. ¿Crees que podría sacarle una buena entrevista a ese prior? Puede que mande a uno de mis chicos a hablar con él.
Le sugerí que mandase a alguien a hablar con Rosa y le di la lista de posibilidades que había dado a Hatfield. Murray podría meterlas en la historia. Seguramente conseguiría que alguien averiguase el nombre del donante original y diese cierta publicidad a sus herederos. Aquello forzaría a Hatfield a hacer algo: o bien eliminarlos como posibles involucrados o anunciar públicamente la antigüedad de las falsificaciones.
– «Los que comen pasteles hechos por el Parsi cometen terribles equivocaciones» -murmuré para mí.
– ¿Qué dices? -dijo Murray con viveza-. ¿Me estás mandando a hacerte el trabajo sucio, Warshawski?
Le eché una mirada que pretendí fuese de límpida inocencia.
– ¡Murray! Qué dices. Sólo quiero asegurarme de que el FBI no empapela a mi pobre y frágil anciana tía -le hice una seña a Sal de que nos íbamos; tengo allí una cuenta que me manda una vez al mes, la única cuenta que siempre pago a tiempo.