Mi amistad con Lotty viene de muy atrás, de mis días de estudiante en la Universidad de Chicago, cuando ella era uno de los médicos que trabajaba en un aborto ilegal en el que yo estuve mezclada. También conocía a Agnes Paciorek de aquella época.
Me detuve en una tienda Treasure Island en Broadway para comprar comida y vino. Eran las seis y media cuando llegué a casa y llamé a Lotty. Ella acababa de llegar tras una larga jornada en la clínica que dirige en Sheffield, cerca de su apartamento. Saludó con júbilo mi oferta de invitarla a cenar y dijo que se acercaría tras darse un baño caliente.
Limpié lo peor de mi salón y cocina. Lotty nunca critica mi manera de cuidar la casa, pero ella es un ama de casa impecable y no me parecía justo sacarla de casa en una noche tan fría y luego hacer que la pasase entre mugre.
Pollo, ajo, champiñones y cebollas rehogadas en aceite de oliva y luego flambeados con coñac eran un guiso fácil y atractivo. Una botella de Ruffino ponía punto final al plato. En el momento en que el agua hervía para los fettucine, sonó el timbre.
Lotty subió los escalones con viveza y me saludó con un abrazo.
– Menos mal que me llamaste, querida. Ha sido un día largo y deprimente: una niña muerta de meningitis porque su madre no quería traerla. Le había colgado un amuleto alrededor del cuello y creía que eso iba a hacerle bajar una fiebre de cuarenta y uno. Tiene tres hermanas, las hemos puesto en observación en St. Vincent, pero, ¡oh, Dios mío!
La abracé un minuto antes de que entrásemos en el apartamento, preguntándole si quería una copa. Lotty me recordó que el alcohol es veneno. Piensa que el brandy puede permitirse en situaciones extremas, pero no le parecía que las penas de hoy lo fueran. Yo me serví un vaso de Ruffino y puse agua a hervir para su café.
Comimos a la luz de las velas en el comedor mientras Lotty se desahogaba. Cuando terminamos la ensalada, se sentía más relajada y me preguntó en qué estaba trabajando.
Le conté lo de Rosa, los dominicos y la llamada de Albert para decirme que dejase el trabajo.
La luz de las velas se reflejaba en sus ojos negros mientras me miraba fijamente.
– ¿Y qué vas a tratar de demostrar siguiendo con ello?
– Fue Albert el que llamó. Puede que Rosa no esté de acuerdo -dije a la defensiva.
– Sí. A tu tía no le gustas. Ella ha decidido -por la razón que sea- que dejes de hacer el esfuerzo de protegerla. Así que ¿qué es lo que estás haciendo? ¿Demostrando que tú eres más fuerte, o más lista, o sencillamente mejor de lo que ella es?
Me quedé pensándolo. Lotty es a veces tan agradable como un abrelatas, pero me anima. Me conozco mejor a mí misma cuando hablo con Lotty.
– Ya sabes que no paso demasiado tiempo hablando de Rosa. No es como si fuera una obsesión; no controla mi mente hasta ese punto. Pero me siento muy protectora con mi madre. Rosa la hirió y eso me enferma. Si puedo demostrarle a Rosa que estaba equivocada al querer detener la investigación, que yo puedo resolver el problema a pesar del fracaso del FBI y el SEC, podré demostrar que estaba equivocada en todo lo demás. Y va a tener que creérselo -me reí y terminé el vaso de vino-. No lo hará, claro. Mi parte racional lo sabe. Pero mi parte emocional piensa de otro modo.
Lotty asintió.
– Perfectamente lógico. ¿Tiene tu parte racional algún modo de resolver este problema?
– Hay montones de cosas que puede hacer el FBI y yo no, pues ellos tienen mucha gente. Pero una cosa que puedo intentar averiguar es quién hizo las falsificaciones. Dejemos que Derek se concentre en quién las colocó allí y qué ex dominicos viven ahora en medio del lujo.
»No conozco a ningún falsificador. Pero pienso que un falsificador es una especie de grabador. Y estaba pensando en tu tío Stefan.
Lotty me había estado mirando con una expresión de divertida perspicacia. Pero su rostro cambió de pronto. Tensó la boca y sus ojos negros se fruncieron.
– ¿Es esa una suposición inspirada? ¿O te has pasado tu tiempo libre investigándome?
La miré desconcertada.
– ¿Te preguntas por qué no has conocido a mi tío Stefan? ¿Aunque sea mi único pariente que vive en Chicago?
– No -dije mansamente-. No lo he pensado en mi vida. Tú no has conocido a mi tía Rosa. Aunque no fuese una arpía, probablemente no la habrías conocido nunca; los amigos pocas veces tienen mucho en común con los parientes.
Ella siguió mirándome fijamente. Me sentía muy herida pero no se me ocurría nada que decir para romper el silencio suspicaz de Lotty. La última vez que me había sentido así fue la noche en que me di cuenta de que el hombre con el que me había casado y creía amar me resultaba tan extraño como Yaser Arafat. ¿Podía evaporarse una amistad en la misma niebla que el matrimonio?
Tenía la garganta seca, pero me obligué a hablar.
– Lotty. Me conoces desde hace cerca de veinte años y nunca he hecho nada a espaldas tuyas. Si crees que voy a empezar a hacerlo ahora… -la frase no iba en la dirección que debía-. Hay algo que no quieres que sepa acerca de tu tío. No tienes que contármelo. Llévatelo contigo a la tumba. Pero no actúes como si todo lo que sabías de mí hasta ahora no tuviese fundamento -de pronto se me encendió una bombillita en el cerebro-. ¡Oh, no! ¡No me digas que tu tío es un auténtico falsificador!
La tensa mirada se mantuvo unos segundos en el rostro de Lotty y luego se quebró en una sonrisa forzada.
– Tienes razón, Vic. Acerca de lo de mi tío. Y acerca de ti y de mí. Lo siento de veras, querida. No quiero excusarme…, no tengo excusa. Pero Stefan… Cuando terminó la guerra, descubrí que de mi familia sólo quedaba mi hermano y los primos lejanos que nos habían acogido durante la guerra. Hugo -mi hermano- y yo gastamos todo el tiempo y el dinero que teníamos buscando parientes. Y encontramos al hermano de papá, Stefan. Cuando Hugo decidió irse a Montreal, yo vine a Chicago; tenía una oportunidad para hacer una residencia quirúrgica en el Northwestern, una suerte demasiado grande para dejarla escapar -hizo un gesto de rechazo con la mano izquierda-. Así que me dediqué a buscar al tío Stefan. Y le descubrí en una prisión federal en Fort Leavenworth. El papel moneda era su especialidad, aunque tenía cierta conciencia social; también falsificaba pasaportes para vender a los múltiples europeos que intentaban venir a América en aquella época.
Me sonrió con la vieja sonrisa de Lotty. Me incliné sobre la mesa y le apreté la mano. Me devolvió la presión, pero siguió hablando. Los detectives y los médicos conocen el valor de la charla.
– Fui a verle. Es muy agradable. Como mi padre, pero sin los principios morales. Y dejé que se quedase conmigo durante seis meses cuando le soltaron, en 1959. Además, yo era su única familia.
«Consiguió trabajo haciendo tareas rutinarias para un joyero; al fin y al cabo, no era un ladrón, así que nadie temía que se llevase la plata. Por lo que sé, no volvió a caer en la tentación. Pero, naturalmente, nunca se lo he preguntado.
– Claro, claro. Bueno, intentaré encontrar a otro grabador.
Lotty sonrió de nuevo.
– Oh, no. ¿Por qué no le llamas a él? Tiene ochenta y dos años, pero sigue estando en sus cabales y más. Puede que sea la única persona que pueda ayudarte.
Iba a hablar con él al día siguiente y concertar una cita para que yo tomase el té con él. Tomamos café y peras en el salón y jugamos al scrabble. Como de costumbre, Lotty ganó.
Capítulo 7. Caridad cristiana
El aire estaba limpio y frío a la mañana siguiente y un brillante sol invernal proyectaba un fuerte resplandor desde detrás de los taludes que bordeaban las carreteras. Halsted no había sido bacheado, al menos la parte que queda al norte de Belmont, y el Omega saltaba alegremente de bache en bache de camino a la autopista Kennedy y a Melrose Park.