Maldiciendo la perversidad del destino, decidí que ya había dejado de lado el trabajo durante tiempo suficiente, cogí una bata y las zapatillas y me puse a ello. Hacia las cinco ya tenía mi resumen anual casi terminado y las cuentas de diciembre listas para enviar a los clientes, y me fui a cambiar con la sensación de ser muy virtuosa. Me puse una falda campesina que me llegaba a media pantorrilla, botas rojas hasta la rodilla y una blusa blanca de manga larga. Ferrant y yo habíamos quedado en el Sullivan para ver la sesión de las seis de La fuerza del cariño.
Me estaba esperando cuando llegué, cortesía que me gustó, y me besó con entusiasmo. Rechacé la Coca-Cola y las palomitas y nos pasamos dos agradables horas con la atención repartida entre Shirley MacLaine y nuestros mutuos cuerpos, asegurándonos de que las diversas partes abandonadas el jueves por la mañana seguían estando en su sitio. Una vez acabada la película, acordamos terminar la revisión en mi apartamento antes de ir a cenar.
Subimos perezosos las escaleras del brazo. Acababa de abrir el cerrojo de abajo cuando el teléfono empezó a sonar de nuevo. Esta vez conseguí cogerlo al cuarto timbrazo.
– ¿Señorita Warshawski?
La voz era extraña, una voz neutra sin acentos; un tono difícil de definir.
– Sí.
– Me alegro de encontrarla al fin en casa. Está usted investigando lo de las acciones falsificadas de San Albertus, ¿verdad?
– ¿Quién es? -pregunté secamente.
– Un amigo, señorita Warshawski. Casi debería usted llamarme un amicus curiae -lanzó una risa fantasmal y satisfecha-. No siga, señorita Warshawski. Tiene usted unos ojos grises tan bonitos… Me horrorizaría ver cómo alguien echaba ácido en ellos -la comunicación se cortó.
Me quedé allí sujetando el teléfono, mirándolo incrédula. Ferrant se acercó.
– ¿Qué pasa, Vic?
Colgué despacio.
– Si aprecias tu vida en algo, no te acerques al páramo de noche -intenté poner una nota de humor, pero mi voz sonaba débil incluso a mí. Roger comenzó a ponerme un brazo alrededor del hombro, pero yo me solté suavemente-. Necesito pensar sola en esto durante un minuto. Hay vino y bebidas en el armario empotrado del comedor. ¿Por qué no preparas algo?
Se fue a buscar las bebidas y yo me senté a mirar el teléfono un rato. Los detectives reciben gran número de llamadas y cartas anónimas y se convierte uno en rápido candidato a la camisa de fuerza si se las toma uno demasiado en serio. Pero la amenaza en la voz de aquel hombre era muy creíble. Ácido en los ojos. Me estremecí.
Había removido demasiadas cazuelas y ahora una hervía. Pero, ¿cuál? ¿Podría la pobre y encogida tía Rosa haberse vuelto demente y haber contratado a alguien para que me amenazase? La idea me hizo reír un poco para mis adentros y me ayudó a tranquilizarme algo. Pero si no era Rosa, tenía que ser alguien del convento. Y eso era igual de ridículo. A Hatfield le habría gustado verme retirarme del caso, pero no era de esa clase de personas.
Roger volvió con un par de vasos de borgoña.
– Estás blanca, Vic. ¿Quién estaba al teléfono?
Sacudí la cabeza.
– Me gustaría saberlo. La voz era tan…, tan cuidadosa. Sin acentos. Como agua destilada. Alguien quiere que me retire de la investigación de las falsificaciones con bastante interés como para amenazarme con echarme ácido encima.
Se quedó impresionado.
– ¡Vic! Tienes que llamar a la policía. Es espantoso.
Me rodeó con el brazo. Esta vez no le rechacé.
– La policía no puede hacer nada, Roger. Si les llamo y se lo cuento… ¿Tienes idea del número de llamadas de locos que se hacen en esta ciudad cada día?
– Pero podrían mandar a alguien a vigilar un poco.
– Claro. Si no tuvieran ochocientos crímenes que investigar. Y diez mil robos a mano armada. Y unos cuantos miles de violaciones. La policía no puede dedicarse a cuidarme sólo porque a alguien se le haya ocurrido hacerme una llamada demencial.
Estaba preocupado y me preguntó si quería mudarme a su casa hasta que las cosas se tranquilizasen.
– Gracias, Roger. Aprecio mucho tu ofrecimiento. Pero ahora he hecho que alguien se preocupe lo bastante como para entrar en acción. Si me quedo aquí, puede que lo atrape.
Ambos habíamos perdido el interés en hacer el amor. Acabamos el vino y nos hicimos una frittata. Roger se quedó toda la noche. Yo estuve despierta hasta más tarde de las tres, escuchando su respiración tranquila y regular, intentando localizar la voz sin acentos, preguntándome a quién conocía yo que anduviese echando ácido por ahí.
Capítulo 8. Con el viejo grabador
El domingo por la mañana atravesé la milla que me separa de la casa de Lotty a lo largo de una serie de calles residenciales de una sola dirección, volviéndome a menudo, esperando antes de cada cruce. Nadie me seguía. Fuera quien fuese quien me había llamado la noche anterior, no estaba interesado en mí hasta ese punto.
Lotty me esperaba en el portal de su edificio. Parecía un pequeño duende: un metro cincuenta de energía compacta envuelta en una chaqueta loden verde y una especie de extraño sombrero carmesí. Su tío vivía en Skokie, así que me encaminé hacia el norte por Irving Park Road hasta llegar a la Kennedy, la principal autopista hacia el norte.
Mientras pasábamos junto a las costrosas fábricas que bordean la autopista, unos cuantos copos de nieve empezaron a bailotear ante el parabrisas. La cubierta de nubes seguía alta, por lo que no esperábamos una gran tormenta. Girando a la derecha en la bifurcación de Edens hacia los suburbios del noreste, le conté de pronto a Lotty lo de la llamada de la noche anterior.
– Una cosa es que yo arriesgue mi vida para demostrar algo, y otra es que os meta también en ello a ti y a tu tío. Lo más probable es que fuese sólo una rabieta. Pero si no, más vale que conozcáis a tiempo los riesgos. Y que toméis vosotros mismos vuestras propias decisiones.
Nos aproximábamos al cruce de Dempster. Lotty me dijo que saliera hacia el este y siguiese hasta la avenida Crawford. Hasta que hube seguido sus indicaciones y pasamos junto a las imponentes casas de Crawford, no me contestó.
– No veo por qué dices que vayamos a correr ningún riesgo. Puede que tengas un problema y se acentúe porque hables con mi tío. Pero mientras él y yo no le digamos a nadie que has ido a verle, no creo que importe. Si a él se le ocurre algo que a ti te sirva…, bueno, yo no te dejaría entrar en mi quirófano a decirme lo que es un riesgo y lo que no. Y no lo voy a hacer yo contigo tampoco.
Aparcamos ante un tranquilo edificio de apartamentos. El tío de Lotty salió a recibirnos a la puerta del suyo. Llevaba muy bien sus ochenta y dos años; se parecía un poco a Laurence Olivier en Marathon Man. Tenía los mismos ojos negros brillantes de Lotty. Chispearon cuando la besó. Se inclinó a medias al darme la mano.
– Bueno. Dos hermosas damas deciden animarle la tarde del domingo a un anciano. Entren, entren.
Hablaba un inglés con fuerte acento, no como Lotty, que lo había aprendido de niña.
Le seguimos a una sala repleta de muebles y libros. Me condujo ceremoniosamente hasta un sillón tapizado de chintz. El y Lotty se sentaron en un sofá de crin que formaba ángulo recto con mi sillón. Frente a ellos, en una mesa de caoba, había un juego de café. La plata brillaba con la suave pátina del tiempo y la cafetera y las demás piezas de servir estaban decoradas con criaturas fantásticas. Me incliné para mirarlas más de cerca. Había grifos y centauros, ninfas y unicornios.
El tío Stefan resplandeció de placer ante mi interés.
– Está hecho en Viena a principios del siglo dieciocho, cuando el café comenzaba a convertirse allí en la bebida más popular.