Llamé primero al convento.
– Me han dicho que vino usted ayer, señorita Warshawski. Siento no haber podido verla. No sé si lo ha oído usted, pero hemos recibido unas noticias bastante notables esta mañana: encontramos los certificados originales.
Me quedé sin habla.
– Es extraordinario -dije al fin-. ¿Dónde aparecieron?
– Esta mañana estaban en el altar cuando comenzamos a celebrar la misa. -Como más de cien personas tenían cosas perfectamente justificables que hacer en el convento un domingo por la mañana, nadie podría decir quién hubiera podido o no ir allí temprano y devolver los bienes robados. Sí, el FBI había enviado a alguien para tomar posesión de ellos, pero Hatfield había llamado a las tres para decir que las acciones eran auténticas. El FBI iba a quedárselas para hacer unas pruebas de laboratorio con ellas. Y Carroll no sabía si alguna vez se las devolverían.
Muerta de curiosidad pregunté si Rosa había ido a misa aquella mañana. Sí, y había mirado torvamente a todo aquel que quiso hablar con ella, me aseguró Carroll. Su hijo se mantenía apartado, pero era lo que hacía siempre. Cuando íbamos a colgar, recordó mi pregunta acerca de si alguien no habría hablado con Rosa para que abandonase la investigación. Había preguntado a los padres a los que Rosa hubiera escuchado con más probabilidad, pero ninguno había hablado con ella.
Luego llamé a Murray. No estaba tan bien informado acerca de las acciones devueltas como yo hubiera esperado. Noticias más recientes ocupaban su atención.
– He hablado con Hatfield hace veinte minutos. Ya sabes lo bastardo arrogante y poco comunicativo que es. Bien, pues no le saqué una mierda acerca de las acciones devueltas y eso que le hice todas las preguntas de mi repertorio y unas cuantas más. Finalmente le arrinconé y admitió que el FBI había abandonado la investigación. Echado a los cerdos, dijo, como buen amante de las frases hechas. Pero eso significa que han abandonado.
– Bueno, si las auténticas han aparecido, ya no tienen que preocuparse.
– Sí, y yo creo en el conejo de Pascua. ¡Venga ya, Vic!
– De acuerdo, sabio periodista. ¿Quién aprieta ahora los tornillos? El FBI no se asusta de nadie como no sea del fantasma de J. Edgar. Si crees que alguien les está echando para atrás, ¿quién crees que puede ser?
– Vic, tú no te crees esto más que yo. Ninguna organización está libre de presiones, si sabes dar con el nervio adecuado. Si sabes algo que no me estás contando, te voy a… te voy a… -se calló, incapaz de dar con una amenaza lo bastante fuerte-. Y otra cosa. ¿Qué fue esa trola que me contaste sobre tu pobre y débil anciana tía? Mandé a una de mis chicas a hablar con ella ayer por la tarde y un mentecato gordo que pretendía ser su hijo casi le rompe el pie a la chávala con la puerta. Luego, la tal Vignelli se unió a él en el vestíbulo y la obsequió con unos cuantos juramentos subidos de tono acerca de los periódicos en general y el Star en particular.
Me reí suavemente.
– ¡Vale, Rosa! Dos puntos para nosotros.
– Maldita sea, Vic. ¿Por qué nos lanzaste contra ella?
– No sé -dije irritada-. ¿Para ver si es tan antipática con los demás como lo es conmigo? ¿Para ver si podías averiguar algo que no me había dicho a mí? No sé. Siento que hiriera los sentimientos de tu pobrecita protegida, pero va a tener que aprender a tragar si piensa seguir en esto -empecé a contarle a Murray que a mí también me habían advertido de que dejara la investigación, pero me arrepentí. Quizá alguien había conseguido quitarse de encima al FBI. Puede que fuese el que me había llamado. Si el FBI le respetaba, yo también debería hacerlo. Di a Murray unas distraídas buenas noches y colgué.
Capítulo 9. Último trabajo
La nieve dejó de caer por la noche. Me levanté tarde para hacer mis virtuosas cinco millas, corriendo hacia el norte y hacia el oeste por el vecindario. No creía que nadie me estuviera vigilando, pero por si acaso, me pareció prudente variar la ruta.
Un poco más tarde, seguí el mismo criterio en el coche, dando vueltas con el Omega hacia el norte y el oeste por calles laterales y accediendo a la Kennedy desde el oeste por Lawrence. No creí que me siguieran. Treinta millas al sur por la autopista, fuera de los límites de la ciudad, está el pueblo de Hazel Crest. No pueden comprarse pistolas en Chicago, pero en ciertos barrios periféricos hacen negocios florecientes con ellas. En Riley's, en la calle 161, les mostré mi licencia de investigador privado y el certificado que demostraba que había pasado el examen estatal para los oficiales de seguridad privados. Eso me permitía saltarme el período de espera de tres días y también registrar la pistola en Chicago: los ciudadanos particulares no pueden registrar aquí pistolas a menos que las hayan comprado antes de 1979.
Pasé el resto del día completando una serie de destacados problemas: llevar una citación al vicepresidente de un banco que se escondía sin mucha convicción en Rosemont, y mostrar a un pequeño negocio de joyería cómo montar un sistema de seguridad.
Y seguí preguntándome quién estaba detrás, primero de Rosa y luego del FBI. De nada me iba a servir aparcar delante de casa de Rosa y vigilarla. Lo que de verdad necesitaba era pincharle el teléfono, y eso estaba fuera de mis posibilidades.
Intenté pensar en ello desde otro punto de vista. ¿Con quién había hablado yo? Eso era fáciclass="underline" el prior, el abogado y el jefe de estudios. También les había contado a Ferrant y Agnes lo que estaba haciendo. Ninguno de los cinco parecía una persona que fuera a amenazarme a mí o al FBI.
Por supuesto, Jablonski podía ser el tipo de antiabortista fanático que cree que es peor pecado hacer un aborto que matar a alguien que predica la libertad de escoger, pero no me había parecido una persona demasiado fanática. A pesar de las protestas de Pelly, la Iglesia católica tiene mucha influencia en Chicago. Pero incluso aunque pudiera presionar al FBI para que dejase las investigaciones, ¿por qué iba a querer hacerlo? En cualquier caso, un convento en Melrose Park quedaba algo apartado de las estructuras de poder de la Iglesia. ¿Y por qué iban a robar sus propios certificados de valores? Incluso suponiendo que estuviesen en contacto con falsificadores, la idea era absurda. Volví a mi teoría originaclass="underline" la llamada que recibí procedía de un chiflado y el FBI había abandonado porque estaba mal de personal y con demasiado trabajo.
No ocurrió nada que me hiciera cambiar de opinión durante los días siguientes. Me preguntaba qué estaría haciendo el tío Stefan. Si no fuera por el hecho de que había habido una auténtica falsificación, me habría quitado todo aquel asunto de la cabeza.
El miércoles tuve que ir a Elgin a testificar en un caso que se veía en el tribunal de apelación estatal de allí. Me detuve en Melrose Park de vuelta a la ciudad, en parte para ver a Carroll y en parte para ver si una visita al convento impulsaba al que me amenazaba a volver a aparecer. Si no era así, aquello no demostraba nada. Pero si volvía a saber de él, demostraría que estaba vigilando el convento.
Eran las cuatro y media cuando llegué a San Albertus y los frailes se encaminaban a la capilla para las vísperas y la misa de tarde. El padre Carroll salió de su oficina mientras yo estaba allí dudando, y me sonrió dándome la bienvenida, invitándome a unirme a ellos en la oración vespertina.
Le seguí al interior de la capilla. Dos filas de sitiales elevados se encontraban una frente a otra en el centro de la sala. Fui con él hasta la fila trasera de la izquierda. Los asientos estaban separados por brazos alzados entre ellos. Me senté y me deslicé hacia atrás en el asiento. El padre Carroll me dio un libro de oraciones y señaló en silencio los textos y oraciones que se iban a utilizar. Después se arrodilló para rezar.