En el crepúsculo invernal, me sentí como si hubiese viajado cuatro o cinco siglos hacia atrás en el tiempo. Los hermanos con sus hábitos blancos, la luz de las velas parpadeando sobre el sencillo altar de madera a mi izquierda, el puñado de personas que habían venido de fuera a participar en el culto en el espacio público separado de la capilla principal por un panel de madera labrada…, todo evocaba la iglesia medieval y yo era la nota discordante con mi traje de lana negra, los tacones y el maquillaje.
El padre Carroll dirigía el servicio, cantando con una voz clara y segura. Todo el servicio se cantó en antífonas entre las dos filas de sitiales. Es cierto, como había dicho Rosa, que no soy cristiana, pero me encantó el servicio religioso.
Después, el padre Carroll me invitó a volver a su oficina a tomar el té. Casi todos los tés me saben a alfalfa hervida, pero bebí educadamente una taza del pálido brebaje verde y le pregunté si sabía algo más del FBI.
– Han hecho pruebas para encontrar huellas dactilares y otra serie de cosas; no sé qué. Piensan que puede haber polvo o algo que les dé una pista del lugar en el que estuvieron almacenados. Creo que no han encontrado nada, así que nos las devolverán mañana -sonrió con aire travieso-. Voy a hacer que me proporcionen una escolta armada para acompañarme al banco de Melrose Park. Vamos a meter esos chismes en una caja de seguridad en el banco.
Me pidió que me quedase a la cena, que iban a servir en cinco minutos. Recuerdos de queso Kraft me impidieron quedarme. En un impulso, le invité a cenar conmigo en Melrose Park. La ciudad tenía un par de excelentes restaurantes italianos. Aunque algo sorprendido, aceptó.
– Voy a quitarme el hábito -volvió a sonreír-. A los hermanos jóvenes les gusta salir con él puesto en público; les gusta que la gente les mire y saben que son vistos como una raza extraña. Pero nosotros, los viejos, hemos perdido el gusto por dar el espectáculo.
Volvió a los diez minutos con una camisa deportiva de cuadros, pantalones negros y chaqueta negra. Tomamos una agradable comida en uno de los pequeños restaurantes de North Avenue. Hablamos de canto: le felicité por su voz y me enteré de que había sido estudiante en el Conservatorio Americano antes de entrar en las órdenes. Me preguntó acerca de mi trabajo y yo traté de recordar casos interesantes.
– Supongo que la compensación es que es uno su propio jefe. Y tienes la satisfacción de resolver problemas, aunque la mayor parte del tiempo sean problemas muy pequeños. Acabo de estar en Elgin hoy, testificando ante el tribunal del Estado. Me recordó a mis días pasados en la oficina del defensor público de Chicago. O tenías que defender a maníacos que deberían estar entre rejas para el resto de sus días por el bien de la humanidad, o te enfrentabas a pobres tipos que estaban atrapados en el sistema y no podían pagarse el modo de salir de allí. Cada día dejabas el tribunal con la sensación de que no habías sino contribuido a empeorar la situación. Como detective, si puedo llegar a la verdad de un asunto, me parece que he contribuido en algo.
– Ya. No es una ocupación muy elegante, pero suena como si mereciese la pena… Nunca oí a la señora Vignelli nombrarla a usted. Hasta que llamó la semana pasada, no sabía que tuviese más familia que su hijo. ¿Tienen más parientes?
Negué con la cabeza.
– Mi madre era su única pariente en Chicago. Mi abuelo y ella eran hermanos. Puede que haya algún familiar por el lado de mi tío Cari. Murió años antes de que yo naciera. Se pegó un tiro; fue muy triste para Rosa -jugueteé con el pie de mi copa de vino, tentada de preguntarle si sabía lo que había tras las oscuras insinuaciones de Rosa acerca de Gabriela. Pero incluso aunque lo supiera, probablemente no me lo diría. Y me pareció una vulgaridad airear las enemistades familiares en público.
Más tarde, le llevé de vuelta al convento. Me metí por la Eisenhower para volver a Chicago. Había empezado a caer una ligera nevada. Faltaban unos minutos para las diez; puse la emisora WBBM, la de noticias de Chicago, para oír las noticias y el tiempo.
Escuché distraída lo que decían sobre fallidas iniciativas de paz en el Líbano, el desempleo creciente, las escasas ventas de detalle en diciembre, a pesar de las compras de Navidad. Luego, la gallarda voz de Alan Swanson continuó:
La historia local de hoy es la violenta muerte de una agente de la Bolsa de Chicago. La mujer de la limpieza Martha Gonzales encontró el cuerpo de la agente Agnes Paciorek en una de las salas de conferencias de las oficinas de Feldstein, Holtz y Woods, donde la señorita Paciorek trabajaba. Le habían disparado dos veces en la cabeza. La policía no ha descartado la posibilidad de un suicidio como causa de la muerte. El corresponsal de la CBS, Mark Weintraub, está con el sargento McGonnigal en las oficinas de Feldstein, Hotlz y Woods en la Fort Dearborn Tower.
Swanson dio paso a Weintraub. Casi me caigo en una zanja en la avenida Cicero. Me temblaban las manos y aparqué a un lado. Detuve el motor. Los camiones pasaban rugiendo junto a mí, haciendo temblar al pequeño Omega. El coche se enfrió y los pies empezaron a entumecérseme en los zapatos. «Dos disparos en la cabeza y la policía no había descartado el suicidio», murmuré. El sonido de mi voz me hizo reaccionar; puse en marcha el motor y me dirigí a la ciudad a marcha más pausada.
WBBM contaba la historia con intervalos de diez minutos, para dar nuevos detalles. Las balas eran de una pistola de calibre veintidós. La policía había decidido finalmente descartar la hipótesis del suicidio, pues no se había encontrado ningún arma junto al cuerpo. Fue hallado el bolso de la señorita Paciorek en un cajón cerrado de su escritorio. Oí cómo el sargento McGonnigal decía con una voz alterada por la electricidad estática que tal vez alguien hubiese intentado robarle y luego la hubiese matado furioso por no haber encontrado el bolso.
Impulsivamente conduje hacia el norte hasta Addison y me detuve frente al apartamento de Lotty. Eran casi las once y no había luces a la vista. Lotty duerme cuando puede, pues en su trabajo tiene que hacer frente a muchas emergencias. Tendría que tragarme mi problema.
De vuelta a mi propio apartamento, me cambié el traje por una bata acolchada y me senté en la sala con un vaso de whisky White Label. Agnes y yo habíamos hecho un largo camino juntas en aquellos dorados años sesenta, cuando pensábamos que el amor y la energía terminarían con el racismo y el sexismo. Provenía de una familia acaudalada; su padre era un cirujano del corazón en uno de los mayores hospitales de la ciudad. Se habían peleado con ella a causa de sus amistades, su modo de vida, sus ambiciones, y ella ganó todas las batallas. Las relaciones con su madre se volvieron más y más tirantes. Iba a tener que llamar a la señora Paciorek, a quien yo no gustaba porque representaba todo lo que ella no quería que Agnes fuese. Iba a tener que oír la historia de que ya decían ellos que las cosas terminarían así, trabajando como trabajaba en el centro de la ciudad, donde estaban los negros. Me bebí otro vaso de whisky.
Me había olvidado de todo lo referente a poner un cebo a mi anónimo comunicante hasta que el teléfono interrumpió mi sensiblero estado de ánimo. Salté con ligereza y miré el reloj: las once y media. Cogí un magnetófono del escritorio y lo puse en «grabar» antes de levantar el auricular.
Era Roger Ferrant, trastornado por la muerte de Agnes. Lo había visto en las noticias de las nueve y trató de llamarme entonces. Nos consolamos un poco y luego él dijo titubeando:
– Me siento responsable de su muerte.
El whisky me enturbiaba ligeramente el cerebro.
– ¿Qué has hecho? ¿Mandar a un matón hasta el piso dieciséis de la Fort Dearborn Tower? -desconecté el magnetófono y me senté.
– Vic, no hace falta que me montes el número de la chica dura. Me siento responsable porque se quedó a trabajar hasta tarde en esa posible adquisición de Ajax. No era algo que le diese tiempo a hacer durante el día. Si yo no la hubiese llamado…