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Dejé el café a un lado y miré a Albert. Se había puesto rojo por la incomodidad, pero parecía menos amorfo que cuando Rosa estaba en la habitación.

– ¿Es muy grave su problema?

Se limpió los dedos con una servilleta y la dobló con pulcritud.

– Bastante -murmuró-. ¿Por qué tienes que ponerla furiosa?

– Le pone furiosa verme aquí en lugar de en el fondo del lago Michigan. Cada vez que he hablado con ella desde la muerte de Gabriela, ha sido hostil. Si necesita ayuda, lo que quiero son los hechos. Puede ahorrarse el resto para su psiquiatra. No me pagan lo bastante como para bregar también con ello -cogí mi bolso y me levanté. En la puerta, me detuve y le miré-. No voy a volver a Melrose Park para otra ocasión, Albert. Si quieres contarme la historia, te escucharé. Pero si me marcho ahora, no volveré; no responderé a más apelaciones a la unidad familiar por parte de Rosa. Y por cierto, si quieres contratarme, te diré que no desfallezco de amor por tu madre.

Se quedó mirando al techo, esperando quizá oír un consejo desde las alturas. No del cielo; simplemente de la habitación de arriba. No oímos nada. Rosa debía estar clavando alfileres en un pedazo de arcilla con un mechón de pelo mío pegado. Me froté los brazos involuntariamente, tratando de encontrar el daño que pudiera hacerme.

Albert se levantó incómodo y se quedó de pie.

– Esto, bueno, mira…, puede que sea mejor que te lo cuente.

– Muy bien. ¿Podemos ir a una habitación más cómoda?

– Claro, claro -sonrió a medias, la primera vez en toda la tarde. Le seguí por el pasillo hasta una habitación que había a la izquierda. Era pequeña, pero evidentemente era su lugar privado. Un par gigantesco de altavoces estéreo se erguía en una de las paredes; debajo había unos estantes de obra que contenían un amplificador y una colección grande de cintas y discos. No había libros, excepto unos cuantos textos de contabilidad. Sus trofeos de la universidad. Un pequeño bar con bebidas.

Se sentó en la única silla, un gran butacón de despacho de cuero con un taburete junto a él. Me pasó el taburete y yo me encaramé en él.

Encontrándose en su terreno, Albert se relajó y su rostro tomó una expresión más decidida. Era un directivo en su trabajo, recordé. Al verle con Rosa, no imaginaría uno que pudiese dirigir nada por su cuenta, pero allí no parecía tan improbable.

Cogió una pipa de encima del escritorio y comenzó con el interminable ritual del fumador de pipa. Con un poco de suerte, me habría ido antes de que la encendiera. Cualquier clase de humo me pone enferma, y el humo de la pipa en un estómago vacío -estaba demasiado nerviosa para almorzar- podía resultar un desastre.

– ¿Cuánto tiempo hace que eres detective, Victoria?

– Hace unos diez años -me tragué el fastidio que me producía el que me llamase Victoria. No es que no sea mi nombre, pero, la verdad, si me gustase, no andaría por ahí utilizando mis iniciales.

– ¿Y se te da bien?

– Sí. Depende del problema, pero puedo ser la mejor… Tengo referencias, por si las necesitas.

– Sí, me gustaría que me dieses uno o dos nombres antes de marcharte -había acabado de vaciar la cazoleta de la pipa. La golpeó metódicamente contra el costado de un cenicero y empezó a rellenarla de tabaco-. Madre se ha visto envuelta en cierta falsificación de acciones.

Locas imágenes de Rosa como el cerebro de la Mafia de Chicago se agolparon en mi mente. Veía enormes titulares desafiantes en el Herald Star.

– ¿Envuelta, cómo?

– Encontraron algunas en la caja fuerte del convento de San Albertus.

Suspiré para mis adentros. Albert estaba alargando el asunto deliberadamente.

– ¿Las metió ella allí? ¿Qué tiene que ver con ese convento?

Había llegado el momento de la verdad. Albert encendió una cerilla y empezó a chupar la boquilla de la pipa. Un humo azul dulzón subió en ondas sobre su cabeza y me alcanzó. Se me revolvió el estómago.

– Madre ha sido su tesorera durante los últimos veinte años. Creí que lo sabías -se detuvo un minuto para que me sintiera culpable por no saber nada de los asuntos de la familia-. Naturalmente, tuvieron que pedirle que lo dejara cuando encontraron las acciones.

– ¿Sabe ella algo del asunto?

Se estremeció. Estaba seguro de que no. El no sabía cuántas acciones había, ni de qué compañías eran, cuándo era la última vez que las habían examinado ni quién tenía acceso a ellas. Lo único que sabía es que el nuevo prior había querido venderlas con el fin de hacer unas obras de reparación en el edificio. Sí, estaban en una caja fuerte.

– Tiene el corazón destrozado a causa de las sospechas -vio mi mirada irónica y dijo a la defensiva-: Como tú la ves siempre cuando está preocupada o enfadada, no puedes imaginarte que tenga sentimientos. Tiene setenta y cinco años, ¿sabes?, y ese trabajo significaba mucho para ella. Quiere que su nombre quede limpio para poder volver a él.

– Seguramente el FBI y el SEC (Comisión de Vigilancia de la Bolsa de Valores) ya estén investigando.

– Sí, pero lo que pasa es que lo más fácil para ellos es colgarle el muerto. Después de todo, ¿qué interés tiene nadie en llevar a unos curas a los tribunales? Y saben que, al ser una persona anciana, saldrá con una sentencia suspendida.

Parpadeé unas cuantas veces.

– No, Albert. Estás equivocado. Si fuera una pobre negra del West Side, puede que la encarcelasen. Pero no a Rosa. Les asustaría mucho por una razón. Y el FBI… querrá llegar al fondo del asunto. Nunca pensarán que una anciana sea el cerebro de una operación de falsificación. -A menos, naturalmente, que lo hubiese sido de verdad. Me hubiera gustado creerlo, pero Rosa era malintencionada, no deshonesta.

– Pero esa iglesia es lo único que a ella le importa -chapurreó, poniéndose púrpura-. Puede que crean que se viese empujada a hacerlo. Hay gente que lo hace.

Hablamos un poco más acerca de todo ello, pero acabamos como había supuesto que lo haríamos: conmigo dándole a Albert dos copias del contrato tipo para que lo firmase. Le di una tarifa familiar; dieciséis dólares a la hora en lugar de veinte.

Me dijo que el nuevo prior esperaba mi llamada. Su nombre era Boniface Carroll. Albert lo escribió en un pedazo de papel junto con un plano esquemático para que pudiese encontrar el convento. Fruncí el ceño mientras me lo metía en el bolso. Se estaban tomando muchas cosas por supuestas. Luego me reí amargamente para mis adentros. Ya que me había tomado el trabajo de ir hasta Melrose Park, era lógico que ellos diesen por supuestas muchas cosas.

De vuelta al coche, me quedé un rato de pie sacudiendo la cabeza, esperando que el aire limpio despejase el humo de pipa de mi cerebro dolorido. Eché un vistazo hacia atrás, hacia la casa. Una cortina cayó rápidamente en una de las ventanas de arriba. Me metí en el coche algo más animada. El ver a Rosa espiando furtivamente -como un niño pequeño o un ladrón- me hizo darme cuenta de que, de algún modo, el poder estaba de mi parte.

Capítulo 2. Recuerdos de cosas pasadas

Me desperté sudando. El dormitorio estaba a oscuras y durante un momento no pude recordar dónde me encontraba. Gabriela estaba mirándome, con enormes ojos en el centro de su devastada cara y la piel transparente, como la había tenido durante los penosos últimos meses de su existencia, rogándome que la ayudara. El sueño era en italiano. Me llevó un tiempo reacostumbrarme al inglés, a la edad adulta, a mi apartamento.

El reloj digital brillaba tenuemente con un resplandor naranja. Las cinco y media. El sudor se convirtió en un escalofrío. Me subí el edredón hasta el cuello y apreté los dientes para dejar de castañetear.