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– Si no la hubieses llamado, se habría quedado hasta tarde para trabajar en otra cosa -le interrumpí con frialdad-. Agnes solía acabar tarde; trabajaba duro, Y ya puestos a pensar así, no la habrías llamado si yo no te hubiera dado su número, así que si hay algún responsable, esa soy yo -tomé otro sorbo de whisky-. Y no lo creo así.

Colgamos. Me terminé el tercer vaso de scotch y puse la botella en el armario empotrado del comedor, colgué la bata en el respaldo de una silla y me metí desnuda en la cama. Cuando estaba apagando la luz de la mesilla, algo que Ferrant había dicho hizo sonar una campanilla en mi mente. Le volví a llamar desde el teléfono de la mesilla.

– Soy yo, Vic. ¿Cómo sabías que Agnes se había quedado trabajando hasta tarde en tu proyecto?

– Hablé con ella la misma tarde. Dijo que iba a quedarse hasta tarde y hablar con alguno de sus compañeros; no tenía tiempo de hacerlo durante el día.

– ¿En persona o por teléfono?

– ¿Eh? No lo sé -se quedó pensándolo-. No recuerdo exactamente lo que dijo; pero me dio la impresión de que pensaba ver a alguien en persona.

– Tendrías que hablar con la policía, Roger -colgué y me quedé dormida casi inmediatamente.

Capítulo 10. Interrogatorio a la carta

Por muy a menudo que me levante con dolor de cabeza, nunca lo recuerdo cada vez que me trasiego cinco o seis vasos de whisky. El jueves por la mañana, la boca seca y un martilleo en la cabeza me despertaron a las cinco y media. Me miré asqueada en el espejo del cuarto de baño. «Te estás haciendo vieja, V. I., y poco atractiva. Cuando tienes grietas en la cara por la mañana por haberte tomado cinco vasos de scotch, es que tienes que dejar de beber.»

Me hice un zumo de naranja y me lo bebí de un largo trago, tomé cuatro aspirinas y volví a la cama. El sonido del teléfono me despertó de nuevo a las ocho y media. Una voz neutra masculina dijo que llamaba de parte del teniente Robert Mallory del departamento de policía de Chicago, y que si podría ir hasta el centro aquella mañana a hablar con el teniente.

– Es siempre un placer para mí hablar con el teniente Mallory -contesté muy seria, aunque con voz algo pastosa, entre las brumas del sueño-. Quizá pueda usted decirme acerca de qué.

El joven neutro no lo sabía, pero si yo estaba libre a las nueve y media, el teniente me vería a esa hora.

La siguiente llamada fue al Herald Star. Murray Ryerson no había llegado aún. Llamé a su apartamento y sentí un placer vengativo al sacarle de la cama.

– Murray, ¿qué sabes de Agnes Paciorek?

Estaba furioso.

– No puedo creer que me saques de la cama para preguntarme eso. Vete a ver la puñetera edición matinal -colgó de un golpe.

Enfadada yo también, volví a marcar.

– Escucha, Ryerson. Agnes Paciorek era una de mis más viejas amigas. Le dispararon anoche. Y ahora Bobby Mallory quiere hablar conmigo. Estoy segura de que no llama para informarse a fondo acerca de las Mujeres Universitarias Unidas, o de la Unión de Religiosas y Seglares Preocupados por Vietnam. ¿Qué había en su oficina para que él quiera verme?

– Espera un momento -dejó el auricular; le oí dar traspiés por el pasillo, el agua corriendo y una voz de mujer diciendo algo incomprensible. Me fui a la cocina, puse un cazo de agua a calentar, molí café para hacer una taza y me llevé la taza, el agua y el filtro al teléfono de al lado de la cama; todo esto antes de que Murray volviera.

– Espero que puedas deshacerte de Jessica, o como se llame, durante unos cuantos segundos.

– No seas maliciosa, Vic. No resulta atractivo -oí los muelles de la cama crujir y un sofocado «ouch» por parte de Murray.

– Muy bien -dije secamente-. Ahora cuéntame lo de Agnes.

Se oyó un crujir de papeles, los muelles de la cama otra vez y la voz de Murray en sordina diciendo: «Basta ya, Alice.» Luego volvió a llevarse el auricular a los labios y empezó a leer sus notas.

– «Dispararon a Agnes Paciorek anoche hacia las ocho. Dos balas del veintidós en el cerebro. Las puertas del despacho no estaban cerradas; las mujeres de la limpieza las cierran a eso de las once, cuando terminan el piso sesenta. Martha Gonzales limpia los pisos cincuenta y siete al sesenta; llegó al piso a su hora habitual, las nueve y cuarto, no vio nada fuera de lo común en el lugar, llegó a la sala de conferencias a las nueve y media, vio el cuerpo, llamó a la policía. No hubo ataque personaclass="underline" ni signos de violación ni de lucha. La policía supone que el atacante la cogió totalmente por sorpresa o quizá la conocía…» Eso es todo. Tú eres alguien a quien ella conocía. Seguramente querrán saber dónde estabas anoche a las ocho. Por cierto, ya que estás al teléfono, ¿dónde estabas?

– En un bar, esperando oír el disparo de mi asesino a sueldo -colgué y miré amargamente a mí alrededor. El zumo de naranja y las aspirinas habían hecho desaparecer el dolor de cabeza, pero estaba hecha polvo. No me iba a dar tiempo a correr si tenía que estar en la oficina de Mallory a las nueve y media, y lo que necesitaba para desprenderme de los venenos de mi organismo era una larga y lenta carrera. Ni siquiera tenía tiempo para darme un buen baño, así que me metí bajo el vapor de la ducha durante diez minutos, me puse un traje pantalón de crêpe de Chine, esta vez con una camisa de hombre amarillo pálido, y bajé las escaleras de dos en dos hasta el coche.

Si la familia Warshawski tuviera un lema, cosa que dudo, éste sería: «No te saltes nunca una comida», quizá en eslavo antiguo, formando una guirnalda alrededor de un plato con un cuchillo y un tenedor rampantes.

El caso es que me detuve en una panadería en Halsted a por un café y un croissant de jamón y me encaminé hacia Lake Shore Drive y el Loop. El croissant estaba rancio, pero me lo zampé valiente. Las pequeñas charlas de Bobby pueden durar horas. Quería sentirme fuerte.

El teniente Mallory se había incorporado a la policía el mismo año que mi padre. Pero mi padre, más listo que él, nunca fue muy ambicioso, no tanto desde luego como para superar los prejuicios contra los polis polacos en un mundo de irlandeses. Así que Mallory había subido y Tony se había quedado con el pelotón, pero los dos siguieron siendo buenos amigos. Por eso Mallory detesta hablar conmigo de crímenes. Piensa que la hija de Tony Warshawski debería estar contribuyendo a crear un mundo mejor produciendo bebés saludables, no atrapando malhechores.

Me metí en el aparcamiento de visitantes de la comisaría de la calle Once a las nueve y veintitrés. Me quedé unos minutos sentada en el coche para relajarme, terminé el café y dejé la mente en blanco. Por una vez, no tenía secretos culpables. Sería una conversación sincera.

A las nueve y media pasé junto al alto mostrador de madera de las admisiones, donde se alineaban los chulos para rescatar a la última redada de prostitutas, y caminé pasillo adelante hasta el despacho de Mallory. El olor del lugar se parecía mucho al del convento de San Albertus. Debían ser los suelos de linóleo. O quizá toda aquella gente de uniforme.

Mallory hablaba por teléfono cuando entré en el cubículo que llama su despacho. Tenía la camisa arremangada y el brazo musculoso con el que me saludó tensó la tela blanca. Antes de entrar me serví un café de una cafetera que estaba en la esquina del pasillo y me senté en una incómoda silla plegable al otro lado del escritorio hasta que él acabó de hablar. El rostro de Mallory deja traslucir sus sentimientos. Se vuelve rojo y violento cuando yo ando husmeando alrededor de algún delito; relajado y afable cuando piensa en mí como la hija de su amiguete Tony. Al colgar me miró gravemente. Problemas. Tomé un sorbo de café y esperé.

Pulsó un interruptor en el intercomunicador de su mesa y se quedó esperando en silencio mientras alguien respondía a su llamada. Un joven oficial negro, parecido a Neil Washington de Canción triste de Hill Street, llegó en seguida con un cuaderno de taquigrafía en una mano y una taza de café para Mallory en la otra. Mallory le presentó como el oficial Tarkinton.