– Por el modo en que estaba colocado el cuerpo, creemos que ella estaba con alguien a quien conocía, no con un intruso cualquiera -sacó una agenda de cuero del cajón del medio del escritorio. Lo abrió y me lo tendió. En el miércoles 18 de enero, Agnes había escrito: «V. I. W.», muy subrayado, seguido por varios signos de admiración.
– Parece una cita, ¿verdad? -le tendí el libro a mi vez-. ¿Has verificado que soy la única persona conocida por ella que tiene esas iniciales?
– No hay mucha gente en el área urbana que tenga esas iniciales.
– Así que la teoría que manejas dice que éramos amantes y que nos peleamos. Pues ella llevaba tres años viviendo con Phyllis Lording y yo he tenido relaciones con Dios sabe quién desde que dejé la universidad, aparte de haberme casado una vez… Ah, sí, supongo que la teoría dirá que me divorcié de Dick para hacer feliz a Agnes. Pero a pesar de todo esto, de pronto decidimos tener la gran pelea y como yo sé defensa propia y a veces llevo pistola, gané a base de meterle un par de balas en la cabeza. Dijiste que haber oído hablar a la señora Paciorek de mí te dio ganas de vomitar; pues, la verdad, Bobby, oír lo que se pasa por las mentes suspicaces de la policía me hace sentirme como si hubiese andado por una sex-shop de las peores. Hablando de vomitar… ¿Y hay algo más que quieras saber? -me puse en pie de nuevo.
– Bien, ya me has dicho por qué quería verte ella. ¿Y dónde estabas anoche?
Me quedé de pie.
– Podrías haber empezado por la última pregunta. Anoche estaba en Melrose Park con el reverendo Boniface Carroll, O. P., prior del convento de dominicos de San Albertus, desde las cuatro y media más o menos hasta las diez. Y no sé por qué Agnes quería hablar conmigo, suponiendo que fuese yo con quien quería hablar. Pregúntale a Vincent Ignatius Williams.
– ¿Quién es ése? -preguntó Bobby asombrado.
– No sé. Pero sus iniciales son V. I. W. -me di la vuelta y me marché, ignorando la voz de Bobby que llegaba chillando pasillo adelante tras de mí. Yo estaba furiosa; me temblaban las manos de rabia. Me quedé junto a la puerta del Omega inhalando tragos de aire helado y expulsándolo lentamente, intentando calmarme.
Finalmente subí al coche. El reloj del salpicadero marcaba las once. Dirigí el Omega hacia el norte, hacia el Loop, aparcando en un aparcamiento público no muy lejos del edificio Pulteney. Desde allí caminé las tres manzanas que me separaban de las oficinas de Ajax.
El rascacielos de cristal y acero ocupa sesenta de los pisos más feos de Chicago. En la esquina noroeste de Michigan y Adams, domina al edificio del Instituto de Arte que está enfrente. A menudo me he preguntado por qué los Blair y los McCormick han permitido que construyan un monstruo como el Ajax tan cerca de su obra de caridad favorita.
Guardias de seguridad uniformados patrullan por el vestíbulo gris de Ajax. Su misión consiste en impedir que los villanos como yo ataquen a los ejecutivos como Roger Ferrant. Incluso tras haber hablado con él y comprobado que deseaba verme, me hicieron rellenar un formulario para darme un pase de visitante. En aquel momento estaba ya de un humor tan picajoso que escribí una nota debajo prometiendo no atacar a ninguno de los ejecutivos que me encontrase por el pasillo.
El despacho de Ferrant estaba situado en la fachada que da al lago en el piso cincuenta y ocho, lo que demostraba la importancia de su posición temporal.
Una angulosa secretaria que estaba en un gran vestíbulo me informó de que el señor Ferrant estaba ocupado y que me atendería en seguida. Su escritorio, frente a la puerta abierta, le impedía ver el lago Michigan. Me pregunté si habría sido idea suya o si la dirección de Ajax no consideraba que las secretarias pudiesen trabajar si veían el mundo exterior.
Me senté en un gran sillón cubierto de felpa verde y hojeé el Wall Street Journal de la mañana mientras esperaba. El titular de «Oído en la calle» llamó mi atención. El Journal recogía el rumor de una posible adquisición encubierta de Ajax. Los hermanos Tisch y otros propietarios de compañías aseguradoras habían sido entrevistados, pero todos ellos confesaban ignorancia total. El presidente de Ajax, Gordon Firth, decía:
Naturalmente, contemplamos el precio de las acciones con interés, pero nadie ha abordado a nuestros accionistas con una oferta amistosa.
Y aquello parecía ser todo lo que se sabía en Nueva York.
A las doce menos cuarto, la puerta del despacho se abrió. Un grupo de hombres de mediana edad, la mayoría con exceso de peso, salió hablando en animados susurros. Ferrant les seguía, colocándose la corbata con una mano y quitándose el pelo de la cara con la otra. Sonrió, pero en su rostro delgado había preocupación.
– ¿Has comido? Bien; iremos al comedor de ejecutivos en el piso sesenta.
Le dije que me parecía muy bien y esperé a que se pusiera la chaqueta. Nos dirigimos en silencio a lo más alto del edificio.
En el comedor y sala de reunión de ejecutivos, Ajax compensaba la frialdad desnuda del vestíbulo de entrada. Cortinas de brocado enmarcaban visillos de gasa en las ventanas. Las paredes estaban cubiertas de madera oscura, quizá caoba, y la luz tamizada iluminaba piezas de pintura y escultura moderna estratégicamente colocadas.
Ferrant tenía su propia mesa junto a una ventana, con mucho espacio entre él y cualquier vecino indiscreto. Tan pronto como nos sentamos, un camarero uniformado de negro surgió del fondo para colocarnos las cartas delante y preguntarnos lo que queríamos beber. El scotch de la noche anterior se añadía a la incomodidad de la entrevista con Mallory. Pedí zumo de naranja. Hojeé indiferente la carta. Cuando el camarero volvió con las bebidas, me di cuenta de que no tenía nada de apetito.
– Para mí nada.
Ferrant miró el reloj y dijo en tono de disculpa que tenía muy poco tiempo y que iba a tener que comer.
Una vez que el camarero se marchó, yo dije bruscamente:
– Me he pasado la mañana con la policía. Piensan que Agnes esperaba a alguien la noche pasada. Tú dijiste lo mismo. ¿Te dijo algo; cualquier cosa que permitiese identificar a la persona a la que estaba esperando?
– Barrett me mandó nombres de agentes de aquí, de Chicago, que han estado comprando y vendiendo con Ajax. La lista me llegó en el correo del lunes, vi a Agnes a la hora de la comida del martes y se la di entonces, junto con la lista de aquellos a cuyo nombre están las acciones. Dijo que conocía a un socio de una de las empresas bastante bien y que le llamaría. Pero no me dijo quién era.
– ¿Te quedaste con una copia de la lista?
Negó con la cabeza.
– Me he dado veinte veces de bofetadas por eso, pero no. Es que no tengo la costumbre americana de fotocopiarlo todo. Siempre pensé que era una estupidez, que generaba un montón de papeles inútiles. Ahora he cambiado de opinión. Puedo conseguir que Barrett me mande otra copia, pero no la tendré hoy.
Tamborileé con los dedos en la mesa. Era inútil irritarse por eso.
– Puede que su secretaria pueda encontrármela… Cuando habló ayer contigo, ¿mencionó para algo mi nombre?
Lo negó.
– ¿Tendría que haberlo hecho?
– Mis iniciales estaban en su agenda. Para Agnes, eso significa -significaba- que tenía que recordárselo a sí misma. No solía escribir sus citas; se lo dejaba a su secretaria. Así que mis iniciales significaban que quería hablar conmigo.
Estaba demasiado rabiosa con Mallory como para haberle explicado eso, así como para hablarle de Ferrant y Ajax.
– La policía me vino con una historia extraterrestre acerca de que Agnes y yo éramos amantes y que yo la maté por venganza o despecho, o algo así. No me sentí muy confiada. Pero no puedo dejar de preguntarme… ¿Viste la historia en el Journal de esta mañana?
Asintió.
– Bien, aquí puedes tener la posibilidad de una adquisición encubierta. Ninguno de los principales compradores, si es que hay alguno, han salido a la luz. Agnes empieza a curiosear. Quiere hablar conmigo, pero antes de que pueda hacerlo, acaba muerta.