Pareció sorprendido.
– ¿No pensarás en serio que su muerte tenga algo que ver con Ajax?
El camarero le trajo un sándwich club y él empezó a comérselo automáticamente.
– Me preocupa de verdad pensar que mis preguntas hayan mandado a la pobre chica a la muerte. Te burlaste de mí anoche por sentirme responsable. ¡Cristo! Ahora me siento diez veces más responsable -dejó el sándwich y se inclinó sobre la mesa-. Vic, ninguna adquisición de una compañía tiene más valor que la vida de una persona. Deja todo esto. Si hay alguna relación, si la misma gente está complicada… no puedo soportarlo. Ya es bastante malo sentirse responsable por Agnes. Apenas la conocía. Pero no quiero tener que preocuparme también por ti.
No puede tocarse a alguien en el comedor de ejecutivos; todos los jefes que he conocido en mi vida son cotillas natos. Correría la voz por los sesenta pisos de que Roger Ferrant se había traído a su novia a comer y habían hecho manitas.
– Gracias, Roger. Agnes y yo…, somos mujeres creciditas. Cometemos nuestros propios errores. Nadie tiene que responsabilizarse de ellos. Yo siempre ando con cuidado. Creo que uno tiene que cuidarse a sí mismo por respeto a los amigos que se preocupan por ti, y yo no quiero causar ninguna pena a mis amigos… No estoy segura de creer en la inmortalidad, el cielo o cosas parecidas. Pero creo, igual que Roger Fox, que todos tenemos que escuchar la voz que oímos en nuestro interior, y la tranquilidad con que podemos mirarnos al espejo cada día depende de que hayamos obedecido o no a esa voz. Cada voz da diferentes consejos, pero cada uno de nosotros sólo puede interpretar la voz que cada uno oye.
Se acabó su copa antes de contestar.
– Bueno, Vic, añádeme a la lista de amigos que no quieren que te pase nada. -Se levantó bruscamente y se dirigió a la salida, dejando el sándwich a medio comer encima de la mesa.
Capítulo 11. Prueba de ácido
El Fort Dearborn Trust, el mayor banco de Chicago, tiene edificios en cada una de las cuatro esquinas de Monroe y LaSalle. La Tower, su más reciente construcción, es un edificio de setenta y cinco pisos en la parte suroeste del cruce. Sus costados curvos de cristal ahumado representan lo más nuevo de las tendencias arquitectónicas de Chicago. Las cajas de los ascensores están construidas alrededor de una pequeña jungla. Esquivé unos cuantos árboles y vides trepadoras hasta que encontré los ascensores que subían a la planta sesenta, donde Feldstein, Holtz y Woods, la firma de la que Agnes era socia, ocupaba la mitad norte. Estuve allí por primera vez cuando la firma se trasladó al edificio tres años antes. Agnes acababa de ser nombrada socia y Phyllis Lording y yo estuvimos ayudándola a colgar cuadros en su enorme despacho nuevo.
Phyllis enseñaba inglés en la Universidad de Chicago. La había llamado desde el restaurante de Ajax antes de acercarme a la Fort Dearborn Tower. Fue una conversación triste. Phyllis intentaba sin éxito no llorar. La señora Paciorek se negaba a decirle nada acerca de los preparativos para el funeral.
– Si no estás casada, no tienes ningún derecho cuando tu amante muere -dijo amargamente.
Le prometí ir a verla aquella tarde y le pregunté si Agnes había dicho algo, ya fuese acerca de Ajax o acerca de querer verme.
– Me dijo que había comido contigo el viernes pasado, contigo y con un inglés… Sé que dijo que él le había hablado de algún problema interesante… Ahora mismo no puedo acordarme de nada más.
Si Phyllis no lo sabía, la secretaria de Agnes quizá sí. No me había preocupado de telefonear antes de ir a Feldstein, Holtz y Woods, y me encontré con un caos increíble. En el interior de una firma de brokers siempre parece que acaba de pasar un huracán; los brokers se desenvuelven entre peligrosas pilas de documentos: prospectos, informes de investigaciones, informes anuales. La maravilla es que consigan acceder a los papeles suficientes como para enterarse de algo acerca de la compañía en la que trabajan.
Una investigación de asesinato superpuesta a aquel maremágnum era el colmo, incluso para una persona con mis cualidades de ama de casa. Un polvo gris cubría las pocas superficies que no estaban abarrotadas de papeles. Los escritorios y terminales estaban reunidos en un espacio ya desbordado para que el trabajo pudiese continuar mientras la policía mantenía acordonadas partes del piso en las que pensaban que podía haber pistas.
Mientras me abría paso a través de la zona abierta hasta el despacho de Agnes, un joven patrullero me detuvo, preguntándome qué quería.
– Tengo aquí una cuenta. Voy a ver a mi agente. -Él intentó detenerme con más preguntas, pero alguien le ladró una orden desde el otro extremo de la sala y él me dio la espalda.
La oficina de Agnes estaba cerrada con una cuerda, aunque el asesinato hubiese tenido lugar en el otro extremo del piso. Una pareja de detectives revisaba cada papel uno por uno. Supuse que acabarían en Pascua.
Alicia Vargas, la joven secretaria de Agnes, estaba tristemente refugiada en un rincón con tres operadores de procesadores de textos; la policía le había requisado el escritorio de palo de rosa también. Me vio llegar y se puso en pie de un salto.
– ¡Señorita Warshawski! ¿Ha oído usted las noticias? Es terrible, terrible. ¿Quién puede haber hecho una cosa así?
Los tres operadores de los procesadores de textos estaban sentados con las manos en el regazo, con los cursores verdes parpadeando inoportunos en las pantallas vacías que había ante ellos.
– ¿Podríamos ir a hablar a alguna parte? -pregunté, señalando con la cabeza hacia los fisgones.
Ella recogió su bolso y la chaqueta y me siguió rápidamente. Bajamos en el ascensor hasta la cafetería escondida en uno de los rincones de la jungla del vestíbulo. Me había vuelto el apetito. Pedí un bocadillo de pan de centeno con carne en conserva; calorías extra por haberme saltado la comida en el comedor de ejecutivos.
La cara rellenita y oscura de la señorita Vargas estaba hinchada de tanto llorar. Agnes la había sacado del equipo de mecanógrafas cinco años antes, cuando la señorita Vargas tenía dieciocho y acababa de empezar a trabajar. Cuando Agnes se convirtió en socia, la señorita Vargas se convirtió en su secretaria personal. Las lágrimas indicaban una pena sincera, pero también probablemente preocupación por su futuro incierto. Le pregunté si alguno de los demás antiguos socios le habían hablado acerca de su trabajo.
Negó tristemente con la cabeza.
– Tendré que hablar con el señor Holtz, seguro. No pensarán en ello hasta que lo haga. Se supone que tengo que trabajar para el señor Hampton y el señor Janville, dos de los socios más jóvenes, hasta que las cosas se arreglen -frunció el ceño orgullosa, luchando con más lágrimas-. Si tengo que volver al equipo o trabajar para mucha gente, tendré… bueno, tendré que buscar trabajo en otra parte.
Para mis adentros, yo pensaba que sería lo mejor que podía hacer, pero el estado de shock no es el mejor estado para hacer planes. Concentré mi energía en tranquilizarla y preguntarle acerca del interés que Agnes pudiera tener en la adquisición de Ajax.
Ella no sabía nada de Ajax. ¿Y los nombres de agentes que Ferrant le había dado a Agnes? Negó con la cabeza. Si no habían llegado por correo, normalmente no tenía por qué haberlos visto. Suspiré de exasperación. Iba a tener que decirle a Roger que le pidiese a Barrett un duplicado de la lista si no aparecía en el despacho.
Le expliqué la situación a la señorita Vargas.
– Hay muchas posibilidades de que alguna de las personas de la lista viniese a ver a Agnes anoche. Si es así, habría sido la última persona que la hubiera visto viva. Puede incluso haber sido el asesino. Puedo conseguir otra copia de la lista, pero me llevará tiempo. Si pudiese usted buscar entre sus papeles y encontrarla, sería una gran ayuda. No estoy segura de cómo saber cuál es. Tiene que estar en un papel de cartas con el membrete de Andy Barrett, el especialista de Ajax. Puede que sea parte de una carta a Roger Ferrant.