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Ella accedió bastante rápido a buscar la lista, aunque no tenía muchas esperanzas de encontrarla en el barullo de papeles del despacho de Agnes.

Pagué la cuenta y volvimos a la zona del desastre. La policía se lanzó sobre la señorita Vargas suspicaz: ¿Dónde había estado? Necesitaban revisar cierto material con ella. Me miró impotente: le dije que esperaría.

Mientras ella hablaba con la policía, conseguí descubrir al director de investigaciones de Feldstein y Holtz, Franz Bugatti. Era un joven y emprendedor economista. Le dije que había sido cliente de la señorita Paciorek. Había estado haciendo averiguaciones acerca de valores para mí.

– Detesto comportarme como un buitre; ya sé que ha muerto hace sólo unas horas. Pero en el periódico de esta mañana he visto que alguien está tratando de hacerse con Ajax. Si eso es verdad, el precio debería mantenerse en alza, ¿no es verdad? Puede que fuese un buen momento para comprar. Estaba pensando en diez mil acciones. Agnes iba a hablarlo con usted y ver lo que sabía del asunto.

A los precios de hoy día, un cliente que compra diez mil acciones tiene un buen medio millón con el que no sabe qué hacer. Bugatti me trató con enorme respeto. Me condujo a un despacho que parecía pequeño a causa de los montones de papel que tenía dentro y me contó todo lo que sabía acerca de una posible adquisición de Ajax: nada. Después de veinte minutos de discursear acerca de la industria del seguro y otras cosas sin interés, se ofreció a presentarme a uno de los otros socios que estaría encantado de hacer negocios conmigo. Le dije que necesitaba algo de tiempo para reponerme del golpe de la muerte de la señorita Paciorek, pero le agradecí profusamente su ayuda.

La señorita Vargas había vuelto a su improvisado escritorio cuando volví a su piso. Sacudió la cabeza tristemente cuando aparecí.

– No encuentro ninguna lista como la que usted busca. Al menos, encima de su escritorio. Seguiré buscando si la policía me deja volver a su despacho -puso cara dudosa-, pero tal vez debería usted buscar los nombres en otra parte si puede.

Le dije que sí y llamé a Roger desde su teléfono. Estaba en una reunión. Le dije a la secretaria que aquello era más importante que cualquier reunión en la que pudiera estar y finalmente conseguí que le trajera al teléfono.

– No te entretendré, Roger, pero me gustaría conseguir otra copia de los nombres que le diste a Agnes. ¿Podrías llamar a Barrett y pedirle que te la mande por correo urgente? ¿O que me la mande a mí? Podría tenerla el sábado si me la manda mañana por la mañana.

– ¡Claro! Tendría que habérseme ocurrido. Le llamaré ahora mismo.

La señorita Vargas me miraba esperanzada. Le di las gracias por su ayuda y le dije que me mantendría en contacto con ella. Cuando pasé junto a la oficina acordonada de Agnes, vi a los detectives que seguían ordenando papeles. Me alegré de ser detective privado.

Eso debía ser lo único de lo que me alegraba aquel día. Eran las cuatro y nevaba cuando abandoné la Dearborn Tower. Cuando me metí en el Omega, el tráfico estaba congelado; los trabajadores que se marchaban temprano para intentar escaparse del atasco de la autopista habían colapsado el Loop.

Deseé no haber quedado en pasar por casa de Phyllis Lording. Había empezado el día agotada; en el momento en que dejé la oficina de Mallory estaba como para irme a la cama.

Pero tal como fueron las cosas, me alegré de haber ido. Phyllis necesitaba ayuda para arreglárselas con la señora Paciorek. Yo era una de sus pocas amistades que conocía a la madre de Agnes, y estuvimos hablando largo y tendido del modo de tratar a las personas neuróticas.

Phyllis era una mujer delgada y tranquila, varios años mayor que Agnes y que yo.

– No es que me sienta posesiva con respecto a Agnes. Sé que me quería; no necesito poseer su cuerpo muerto. Pero tengo que ir al funeral. Es el único modo de hacer que su muerte me parezca real.

Entendí la verdad que había en esto y le prometí conseguir los detalles de la policía si la señora Paciorek no quería revelármelos.

El apartamento de Phyllis estaba en la esquina de Chestnut y el Drive, un vecindario muy elegante al norte del Loop, dominando el lago Michigan. Phyllis también se sentía deprimida porque no sabía cómo poder mantener el lugar con su salario de profesora. La consolé pero estaba segura de que Agnes le habría dejado un legado sustancial. Me lo dijo un día del verano pasado poco después de haber modificado su testamento. Me pregunté distraída si los Paciorek intentarían impugnarlo.

Eran cerca de las siete cuando al fin me marché, declinando la invitación a cenar de Phyllis. Había visto a demasiada gente por aquel día y necesitaba estar sola. Además, Phyllis pensaba que comer era simplemente un deber para con tu propio cuerpo para mantenerlo vivo. Mantenía el suyo con queso fresco, espinacas y algún huevo duro de vez en cuando. Yo necesitaba comida más confortante aquella noche.

Conduje lentamente hacia el norte. La espesa nieve que caía coagulaba el tráfico de la hora punta. Toda la comida que empieza con p es comida confortante, pensé: pasta, pizza, patatas fritas, pretzels, pasteles, pan… Cuando llegué a la salida de Belmont ya tenía una buena lista y había conseguido eliminar la primera capa de agotamiento de mi mente.

Me di cuenta de que necesitaba llamar a Lotty. Ahora ya habría oído lo de Agnes y querría comentarlo. Al recordar a Lotty me acordé además del tío Stefan y los certificados falsificados. Eso me hizo pensar también en mi comunicante anónimo. Sola en la nevada noche, su voz culta, cuidadosamente desprovista de cualquier acento regional, me parecía llena de amenazas. Mientras aparcaba el Omega y me encaminaba a mi apartamento, me sentí frágil y muy sola.

Las luces de la escalera estaban apagadas. No era raro; el portero era descuidado en el mejor de los casos y estaba borracho en el peor. Si no venía su nieto a echar un vistazo, una bombilla fundida se quedaba así hasta que a uno de los inquilinos se le ocurría cambiarla exasperado.

Normalmente, habría subido las escaleras a oscuras, pero los fantasmas de aquella noche eran demasiado para mí. Volví al coche y saqué la linterna de la guantera. Mi pistola nueva estaba dentro del apartamento, donde no iba a servirme de nada. Pero la linterna era pesada. Podría servir de arma si fuera necesario.

Una vez dentro del edificio, seguí un sendero de huellas mojadas hasta la segunda planta, donde vivían un grupo de estudiantes de De Paul. La nieve derretida terminaba allí. Evidentemente me había dejado llevar por los nervios, una mala costumbre para un detective.

Emprendí la subida del último tramo a buena marcha, iluminando los brillantes escalones desgastados. A mitad del descansillo del tercer piso, vi una pequeña mancha húmeda. Me quedé helada. Si alguien había subido con los pies mojados y había ido limpiando las escaleras detrás de él, podía haberse dejado perfectamente aquella manchita tan pequeña.

Apagué la linterna y me envolví bien la bufanda alrededor del cuello y la cara con una mano. Corrí deprisa escaleras arriba, muy inclinada. Al acercarme arriba, sentí olor a lana mojada. Me agarré a ella, manteniendo la cabeza muy pegada al pecho. Encontré un cuerpo casi el doble de grande que el mío. Caímos hechos un ovillo; él estaba debajo. Usando la linterna, le golpeé donde creí que tendría la mandíbula. Di en hueso. Soltó un grito ahogado y se apartó. Me eché hacia atrás y empecé a dar patadas cuando sentí su brazo acercarse a mi cara. Vacilé y caí rodando y sentí un líquido por detrás del cuello, bajo la bufanda. Le oí precipitarse escaleras abajo, casi deslizándose.

Me puse de pie dispuesta a seguirle cuando la parte de atrás del cuello empezó a arderme como si me estuvieran picando cincuenta avispas. Saqué las llaves y me metí en el apartamento tan deprisa como pude. Cerrando el cerrojo con doble vuelta tras de mí, me precipité al baño dejando caer las ropas mientras corría. Me quité las botas pero no me preocupé de las medias ni de los pantalones y me metí en la bañera. Abrí la ducha a tope y me lavé durante cinco minutos antes de tomar aliento.