Me di cuenta después de que la ceremonia hubiera comenzado que uno de los curas jóvenes era Augustine Pelly, el abogado dominico. Aquello me resultó extraño. ¿De qué conocería a los Paciorek?
La misa de réquiem se cantó en latín, con Farber y el extraño obispo haciendo un papel muy digno. Me pregunté qué habría sentido Agnes ante este hermoso, aunque arcaico, ritual. ¡Ella era tan moderna en tantos sentidos! Pero, seguramente, la majestuosidad le habría complacido.
No hice ningún intento por seguir los arrodillarse y levantarse del servicio. Tampoco Lotty, ni Roger. Phyllis, sin embargo, participaba completamente y cuando sonó la campanilla para la comunión no me sorprendió que pasase junto a nosotros y se acercase a la cola del altar.
Mientras abandonábamos la iglesia, Phil Paciorek me detuvo.
Era unos diez años más joven que Agnes y yo y había estado medio enamoriscado de mí cuando frecuentaba la casa de Lake Forest.
– Vamos a tomar algo en casa. Me gustaría que tú y tus amigos vinieseis.
Miré interrogante a Lotty, que se encogió de hombros como diciendo que, hiciéramos lo que hiciéramos, íbamos a meter la pata, así que acepté. Quería averiguar lo que estaba haciendo allí Pelly.
No había estado en casa de los Paciorek desde que estudiaba segundo de derecho. Recordaba vagamente que estaba junto al lago, pero me equivoqué varias veces antes de encontrar Arbor Road. La casa parecía un edificio de Frank Lloyd Wright con un defecto genético: como si le hubiesen seguido saliendo alas y dependencias hasta que alguien le hubiera sometido a quimioterapia y hubiera detenido el proceso.
Dejamos el coche entre muchos otros en Arbor Road y entramos en una de las cajas que parecía contener la puerta delantera. Cuando solía ir por allí, Agnes y yo entrábamos siempre por la puerta lateral, donde estaban el garaje y los establos.
Nos encontramos en un vestíbulo de mármol blanco y negro, donde una doncella recogió el abrigo de Lotty y nos acompañó a la recepción. El extraño diseño de la casa requería que uno subiese y bajase varios tramos cortos de escaleras de mármol que no llevaban a ninguna parte, hasta que giramos dos veces a la derecha y llegamos al invernadero. La habitación se inspiraba en la biblioteca de Blenheim Palace. Era casi tan grande y albergaba un órgano de tubos, así como librerías y varios árboles en macetas.
Phil nos localizó en la puerta y se acercó a saludarnos. Estaba terminando una licenciatura combinada de doctor en medicina y en física en la Universidad de Chicago.
– Papá cree que estoy loco -dijo sonriendo-. Voy a meterme en la investigación neurobiológica como investigador, en lugar de dedicarme a la neurocirugía, que es donde está el dinero. Cree que Cecilia es la única de sus hijos que ha salido como es debido.
Cecilia, la segunda hija después de Agnes, se encontraba junto al órgano con el padre Pelly y el extraño obispo. A los treinta años, tenía ya el mismo aspecto que la señora Paciorek, incluyendo el imponente busto bajo su caro traje negro.
Dejé a Phil hablando con Phyllis y me abrí paso entre la multitud hasta llegar al órgano. Cecilia se negó a darme la mano y dijo:
– Mamá dijo que no ibas a venir.
Fue lo mismo que había dicho Phil en la iglesia, con la diferencia de que él se alegró de verme y Cecilia no.
– No he hablado con ella, Cecilia. Hablé ayer con tu padre y él me invitó.
– Dijo que te había llamado.
Negué con la cabeza. Como no iba a presentarme, le dije al extraño obispo:
– Soy V.I. Warshawski, una de las antiguas compañeras de colegio de Agnes. El padre Pelly y yo nos hemos conocido en el convento de San Albertus -ya estaba tendiéndole la mano, pero la dejé caer viendo que el obispo no hacía el menor ademán de corresponder. Era un hombre flaco de pelo gris de unos cincuenta años, con una camisa episcopal púrpura y una cadena dorada atravesándola.
Pelly dijo:
– Éste es el reverendo Xavier O'Faolin.
Silbé para mis adentros. Xavier O'Faolin era un funcionario del Vaticano encargado de los asuntos financieros del Vaticano. Había salido varias veces en los periódicos el verano anterior, cuando el escándalo del Banco Ambrosiano y los problemas de Roberto Calvi. El Banco de Italia pensaba que O'Faolin podía tener algo que ver con el dinero desaparecido del Ambrosiano. El arzobispo era medio irlandés, medio español, de algún país centroamericano, creía yo. La señora Paciorek tenía amigos de peso.
– ¿Y eran ustedes dos viejos amigos de Agnes? -pregunté maliciosamente.
Pelly dudó, esperando que O'Faolin dijera algo. Cuando vio que el obispo no hablaba, Pelly dijo austeramente:
– El obispo y yo somos amigos de la señora Paciorek. Nos conocimos en Panamá cuando su marido estaba destinado allí.
El ejército había mandado al doctor Paciorek a una escuela médica; él había hecho su servicio en la zona del Canal. Agnes nació allí y hablaba bastante bien el español. Había olvidado aquello. Paciorek había hecho un largo camino desde que era un hombre pobre que no podía pagar su propia educación.
– ¿Así que ella se interesa por su escuela de dominicos en Ciudad Isabella? -pregunté por preguntar, pero la cara de Pelly se llenó de pronto de emoción. Me preguntaba cuál sería el problema. ¿Pensaría que estaba tratando de revivir las discusiones acerca de la Iglesia-metiéndose-en-política durante el funeral?
Luchó visiblemente con sus sentimientos y al final dijo rígido:
– La señora Paciorek se interesa por muchas obras de caridad. Su familia es conocida por su apoyo a las escuelas y misiones católicas.
– Sí, desde luego -el arzobispo habló al fin, con un acento tan fuerte que su inglés apenas se comprendía-. Sí, debemos mucho a la buena voluntad de señoras tan buenas cristianas como la señora Paciorek.
Cecilia se estaba mordiendo los labios con nerviosismo. Quizá ella, también, estuviese preocupada por lo que yo fuera a hacer o decir.
– Por favor, márchate, Victoria, antes de que mamá se dé cuenta de que estás aquí. Ya ha tenido bastantes disgustos con Agnes.
– Tu padre y tu hermano me invitaron, Ceil. No me he colado.
Me abrí camino a través de una jungla de visón y marta cibelina brillando entre diamantes hasta el otro extremo de la habitación, donde al fin encontré al doctor Paciorek. Más o menos a la mitad del camino, decidí que la mejor ruta estaba por la parte de afuera de la habitación, por el pasillo formado por las plantas en macetas. Caminando medio de lado contra el flujo principal de tráfico, conseguí llegar al extremo. Algunos grupos pequeños de personas estaban más allá de los árboles, hablando y fumando despreocupadamente. Reconocí a una vieja amiga de escuela de Agnes, del Sagrado Corazón, con el pelo lleno de laca y cuajada de diamantes. Me detuve e intercambié con ella pomposas bromas.
Mientras Regina hacía una pausa para encender un cigarrillo, oí a un hombre hablando al otro lado del naranjo junto al que nos encontrábamos.
– Apoyo totalmente la política de Jim en Interior. Cenamos la semana pasada en Washington y él me explicó lo pesada que esos intransigentes liberales le están haciendo la vida.
Alguien le contestó en el mismo tono. Luego, un tercer hombre dijo:
– Pero seguramente habrá medidas adecuadas para tratar con una oposición semejante.
No era una conversación extraña en semejante bastión de riqueza, pero lo que me llamó la atención fue la voz del tercer contertulio. Era sin duda la que había oído al teléfono dos noches antes.
Regina me hablaba de su segunda hija, que estaba en octavo grado en el Sagrado Corazón, y lo lista y guapa que era.
– Eso es estupendo, Regina. Me alegro de haberte vuelto a ver.
Rodeé el naranjo. Allí había un grupo grande de gente, incluyendo al hombre de cara roja que había estado colocando a la gente en la iglesia, y O'Faolin. La señora Paciorek, que aún no me había visto, se encontraba en el centro, de frente a mí. A los cincuenta y tantos seguía siendo una mujer atractiva. Cuando yo la conocí, seguía un riguroso régimen de ejercicios, bebía muy poco y no fumaba. Pero años de cólera habían dejado huella en su rostro. Bajo un pelo negro hermosamente peinado, su cara estaba tensa y surcada de líneas. Cuando me vio, las arrugas de su frente se acentuaron.