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Mi madre murió de cáncer cuando yo tenía quince años. Mientras la enfermedad se llevaba la vitalidad de su hermoso rostro, me hizo prometerle que ayudaría a Rosa si su tía me necesitaba alguna vez. Yo intenté discutírselo: Rosa la odiaba a ella, me odiaba a mí; no teníamos con ella ninguna obligación. Pero mi madre insistió y no pude negarme.

Mi padre me había contado más de una vez el modo en que conoció a Gabriela. Era policía. Rosa había echado a Gabriela, una emigrante que apenas sabía inglés, a la calle. Mi madre, que siempre tuvo más valor que sentido común, intentó ganarse la vida haciendo lo único que sabía hacer: cantar. Por desgracia, en ninguno de los bares de Milwaukee Avenue en los que le hicieron una prueba les gustaba Puccini ni Verdi, y mi padre la rescató un día de entre un grupo de hombres que la querían obligar a que hiciese un striptease. Ni él ni yo pudimos nunca entender por qué había vuelto a ver a Rosa. Pero yo le hice la promesa que ella quería.

Mi pulso se calmó, pero ya no había manera de recuperar el sueño. Temblando en la habitación fría, me tambaleé desnuda hasta la ventana y corrí la pesada cortina. La mañana invernal era oscura. La nieve cayendo como una fina llovizna relucía bajo la farola de la esquina del callejón.

Seguía tiritando, pero el tranquilo amanecer me mantuvo extasiada. El espeso aire negro me envolvía, confortándome.

Finalmente, dejé caer la cortina. Tenía una cita a las diez de la mañana en Melrose Park con el nuevo prior de San Albertus. Podía ir poniéndome en marcha ya.

Incluso en invierno, trato de correr cinco millas diarias. Aunque la delincuencia financiera, mi especialidad, no suele desembocar en violencia, yo crecí en un duro vecindario de la parte sur en el que tanto las niñas como los niños tenían que aprender a defenderse. Los viejos hábitos son difíciles de eliminar, así que yo me entreno y corro para mantenerme en forma. Además, correr es el mejor modo que conozco para neutralizar los efectos de la pasta. No es que me guste el ejercicio, pero así me ahorro las dietas.

En invierno me pongo una sudadera fina, pantalones flojos y una cazadora. Una vez hecho el calentamiento, me puse todo esto, corrí rápidamente por el pasillo y bajé los tres pisos para mantener los músculos sueltos.

Una vez fuera, quise echarme atrás. El frío y la humedad eran tremendos. Aunque las calles empezaban a llenarse de trabajadores que madrugaban, era mucho más temprano que la hora a la que suelo despertarme y el cielo apenas había empezado a aclararse cuando volví a la esquina de Halsted y Belmont. Subí poco a poco las escaleras hasta mi apartamento. Los escalones brillaban de viejos y eran muy resbaladizos cuando se mojaban. Tuve una visión de mí misma cayéndome hacia atrás con las zapatillas mojadas, rompiéndome el cráneo contra el viejo mármol.

Un largo pasillo divide mi apartamento en dos y lo hace parecer más grande de lo que es, con sus cuatro habitaciones. El comedor y la cocina están a la izquierda; el dormitorio y el salón a la derecha. Por alguna razón desconocida, la cocina comunica con el cuarto de baño. Abrí el grifo para darme una ducha y me fui a la otra habitación a preparar el café.

Armada con mi café, me quité la ropa de correr y la olisqueé. Aromática, pero no demasiado; podría ponérmela una mañana más. La tiré en el respaldo de una silla y me dediqué a darme una buena ducha caliente. El tamborileo del agua sobre mi cráneo me tranquilizaba. Me relajé y, sin darme cuenta, empecé a canturrear para mis adentros. Después de un rato, la melodía entró en mi conciencia. Era una triste canción italiana que Gabriela solía cantar. La verdad, tenía a Rosa bien metida en la cabeza: la pesadilla, visiones de mi cráneo roto, y ahora canciones melancólicas. No iba a dejar que me controlase de aquel modo; hubiese sido la derrota definitiva. Me lavé el pelo con vigor y me obligué a cantar a Brahms. No me gustan sus Lieder, pero algunos, como por ejemplo Meine Liebe ist Grün, son casi dolorosamente alegres.

Al salir de la ducha me pasé a la canción de los enanitos de Blancanieves. Silbando a trabajar. Con mi traje azul marino, decidí, para parecer madura y digna. Se componía de una chaqueta cruzada tres cuartos y una falda con dos pliegues laterales. Un jersey de punto de seda dorado pálido, casi del color de mi piel y un largo pañuelo brillante rojo, marino y con unos toques del mismo dorado. Perfecto. Subrayé los bordes de mis ojos con un débil trazo de lápiz azul para resaltar su color gris, añadí un poco de colorete y barra de labios que hiciese juego con el rojo del pañuelo. Zapatos con la puntera abierta de cuero rojo, italianos. Gabriela consiguió convencerme de que se me caerían los pies si usaba zapatos hechos en cualquier otra parte. Incluso ahora que un par de zapatos de Magli valen unos ciento cuarenta dólares, soy incapaz de ponerme unos Comfort-Stride.

Dejé los platos del desayuno en el fregadero junto con los de la cena del día anterior y los de unas cuantas comidas más. Y la cama sin hacer. Y la ropa tirada por ahí. Puede que ahorrase el dinero que me gasto en ropa y zapatos si me lo gastase en una asistenta. O en un curso de hipnosis que me enseñase a ser limpia y hacendosa. Pero qué demonios. ¿Quién iba a verlo?

Capítulo 3. La Orden de los orantes

La autopista Eisenhower es la principal vía de escape de Chicago hacia los barrios periféricos del oeste. Incluso en los días cálidos y soleados, parece un patio de prisión a lo largo de la mayor parte de su recorrido. Casas ruinosas y construcciones borrosas se alinean a lo largo de las cimas de las laderas que bordean sus ocho carriles. A lo largo de la parte central hay unas cuantas gasolineras. La Eisenhower está siempre repleta de coches, incluso a las tres de la mañana. A las nueve de un día laborable estaba imposible.

Sentía la tensión subir por los músculos de la parte de atrás del cuello mientras avanzaba. Estaba haciendo un recado que no quería hacer para hablar con una persona a quien no deseaba ver para solucionarle los problemas a una tía a la que detestaba. Para hacerlo, tenía que pasarme horas metida en un atasco. Y tenía los pies helados dentro de mis zapatos sin puntera. Puse la calefacción un poco más fuerte, pero el Omega no respondía. Cerré y abrí los dedos de los pies para mantener la circulación de la sangre, pero seguían empeñados en quedarse helados.

En la Primera Avenida el tráfico mejoraba al absorber los edificios de oficinas a los automovilistas que iban saliendo. Yo salí por el norte en Mannheim y deambulé por las calles intentando seguir las escuetas indicaciones de Albert. Eran las diez y cinco cuando finalmente encontré la entrada del convento. Llegar tarde no mejoró mi humor.

El convento de San Albertus estaba comprendido por un gran bloque de edificios neogóticos colocados a un lado de un hermoso parque. Parecía que el arquitecto se hubiera visto obligado a compensar las bellezas de la naturaleza. En la atmósfera brumosa entre la nieve, los edificios se erguían amenazadores con sus siluetas informes.

Un pequeño cartel identificaba el bloque de cemento más cercano: la Casa de Estudios. Mientras pasaba a su lado en el coche, entraron en él unos cuantos hombres con hábitos blancos y capuchas sobre la cabeza, parecidos a monjes medievales. No me prestaron atención.

Cuando avanzaba lentamente por el camino circular de entrada, vi varios coches aparcados a un lado. Dejé allí el Omega y corrí hacia la entrada más cercana. Ésta tenía un sencillo cartel que decía:

CONVENTO DE SAN ALBERTUS.

En el interior, el edificio tenía la atmósfera medio irreal, medio apagada que a menudo se encuentra uno en las instituciones religiosas. Da la sensación de que la gente pasa allí mucho tiempo rezando, pero también deprimida o aburriéndose. El vestíbulo tenía una bóveda de cemento que desaparecía en la oscuridad unos cuantos pisos más arriba. Baldosas de mármol añadían frialdad al conjunto.