Tilford guardaba una colección poco corriente en su cajón personaclass="underline" aparte de una botella de Chivas, lo que no era demasiado sorprendente, tenía una estupenda colección de pornografía dura. Era el tipo de cosas que te hacen pensar que deberíamos trabajar la idea de Shaw de una mente sin cuerpo. Hice una mueca, hojeando el conjunto para asegurarme de que no había nada interesante entre las hojas.
Después de aquello, pensé que Tilford me debía un trago y me serví un poco de Chivas. En el cajón de abajo descubrí carpetas de otros clientes, quizá sus cuentas ultrapersonales y secretas. Había nueve o diez, incluyendo una de una organización llamada Corpus Christi. Recordaba vagamente haber leído algo acerca de ella recientemente en el Wall Street Journal. Era un grupo católico romano laico, formado sobre todo por gente rica. El papa actual lo apoyaba porque era conservador en cosas tan fundamentales como el aborto y la importancia de la autoridad clerical, y apoyaba a los gobiernos de derechas con lazos estrechos con la Iglesia. Al papa le gustaba tanto el grupo, según el Journal, que había recomendado a determinado obispo español como su líder y hacía que éste -el español- dependiese directamente de él -el papa-. Eso había ofendido al arzobispo de Madrid porque se suponía que esos grupos laicos debían depender de sus obispos locales. Sólo que Corpus Christi tenía mucho dinero y las misiones polacas del papa se llevaban mucho dinero, y nadie decía nada directamente, pero el Journal sugería ciertas cosas entre líneas.
Hojeé la carpeta, buscando transacciones en la cuenta de Corpus Christi. Había empezado muy poco a poco en marzo pasado. Luego comenzaba un activo programa de transacciones que llegaban a varios millones de dólares a finales de diciembre. Pero no existían apuntes de lo que se estaba comprando y vendiendo. Yo quería que fuese Ajax.
Según la lista de Barrett, Tilford & Sutton habían tomado una posición ventajosa en Ajax. Pero las dos mil acciones que la señora Paciorek había comprado en diciembre eran la única huella de actividad con Ajax que vi en toda la oficina. ¿Dónde estaba la copia del estado de cuentas de Corpus Christi "en la que dijera lo que estaba comprando y vendiendo actualmente? ¿Y por qué no estaba en los archivos, como era el caso en los demás clientes? La oficina de Tilford no tenía caja fuerte. Utilizando la linterna lo menos posible, eché un vistazo a las demás oficinas. Una gran caja fuerte moderna se encontraba en una habitación de servicio, cuya puerta sólo podría ser abierta por alguien que supiese qué dieciocho números apretar en el cerrojo electrónico. Yo no. Si los archivos de Corpus Christi estaban allí, allí se iban a quedar.
Las campanas de la cercana iglesia metodista dieron la hora: las dos. Cogí las carpetas de Corpus Christi y la señora Paciorek y me fui a la oficina principal a buscar una fotocopiadora. Había una gran máquina Xerox en una esquina. Tardó un rato en calentarse. Utilizando la linterna subrepticiamente, copié el contenido de las dos carpetas. Para separar las páginas tuve que quitarme los guantes. Me los metí en el bolsillo de atrás.
Acababa de terminar cuando el vigilante nocturno llegó y miró por el panel de cristal. Como una verdadera imbécil, me había dejado la puerta del despacho de Tilford abierta de par en par. Mientras el vigilante rebuscaba entre sus llaves, apagué la fotocopiadora y miré a mi alrededor buscando desesperadamente un lugar donde esconderme. La máquina tenía debajo un cajón para el papel. Mi metro setenta y dos cabía a duras penas dentro, pero me encogí y cerré la puerta como pude.
El vigilante encendió las luces. A través de una rendija en la puerta, le vi dirigirse al despacho de Tilford. Se pasó allí el tiempo suficiente como para decidir que habían asaltado la oficina. Su voz temblaba un poco cuando se puso a hablar por el walkie-talkie para pedir refuerzos. Hizo un recorrido por la oficina exterior, alumbrando con la linterna los rincones y los armarios. Aparentemente, pensó que la máquina Xerox no contenía nada más que sus propias interioridades. Pasó de largo, deteniéndose exactamente delante de mí, y volvió al despacho.
Esperando que se quedase allí hasta que llegasen los refuerzos, abrí la puerta con mucho cuidado. Desentumeciéndome en el suelo en silencio, me acerqué a gatas a la pared más cercana, en la que se habría una ventana sobre una escalera de incendios. Me deslicé por la ventana tan poco a poco como pude y salí a la noche de enero.
La escalera de incendios estaba cubierta de hielo. Casi termino mi carrera para siempre al resbalar sobre su estrecha plataforma de hierro, salvándome al agarrar la barandilla que quemaba de frío. Llevaba en la mano los originales y las fotocopias de los documentos de Tilford, así como mi linterna. Se cayó todo por el hielo mientras me agarraba a la barandilla. Maldiciendo para mis adentros, gateé como pude por la plataforma para recuperar los documentos, metiéndomelos en la cintura de los vaqueros con dedos entumecidos. Saqué los guantes del bolsillo trasero y me los puse mientras iba bajando tan rápido como pude al piso inferior.
La ventana estaba cerrada. Dudé sólo unos segundos y luego la golpeé. Empujando los pedazos de cristal con la manga del jersey, conseguí en seguida hacer un agujero lo bastante grande como para colarme.
Aterricé encima de un escritorio cubierto de carpetas, que se desparramaron todas a mi paso. Seguí dándome trompazos con escritorios y archivadores mientras corría hacia la puerta lejana. ¿Cómo podía llegar la gente a sus escritorios con tanto desorden bloqueándoles el camino? Abrí la puerta, no oí nada y me fui por el pasillo. Estaba a punto de abrir la puerta de las escaleras cuando oí ruido de pies al otro lado.
Volviendo al pasillo, intenté abrir todas las puertas. Por milagro una cedió bajo mi mano. Me metí dentro cayendo sobre algo peludo y me dieron en la nariz con un palo. Al devolver el golpe, me encontré luchando con una fregona grande.
En el exterior oí las voces de dos policías poniéndose de acuerdo en voz baja sobre las partes del piso que cada uno iba a registrar. Intentando moverme en silencio me dirigí hacia la pared en que estaba el armario de servicio y me metí en un guardarropa. Estaba lleno de ropa: batas de las mujeres de la limpieza. Tanteando en la oscuridad, me quité los vaqueros, metí los documentos en la cinturilla de los leotardos y cogí la bata más cercana. Me llegaba apenas a las rodillas y me quedaba enorme de hombros, pero me cubría.
Deseando no estar cubierta de papel, de trozos de cristal o de sangre, y rogando para que aquellos patrulleros no me hubiesen hecho saltar en sus rodillas hacía treinta años, abrí de golpe la puerta del cuarto.
Los policías estaban a unos veinte pies de donde estaba yo, dé espaldas.
– ¡Eh, ustedes! -chillé, imitando el fuerte acento de Gabriela-. ¿Qué está pasando aquí, eh? ¡Llamo al director! -Me fui muy digna hacia el ascensor.
Se me acercaron al instante.
– ¿Quién es usted?
– ¿Yo? Soy Gabriela Sforzina. Trabajo aquí. Soy de aquí. Pero ¿y ustedes? ¿Qué están haciendo aquí? Empecé a gritar en italiano, deseando que ninguno se supiese la letra de «Madamina» de Don Giovanni.
Se miraron el uno al otro confundidos.
– Tranquila, señora. Tranquila. -El que hablaba tenía cuarenta y tantos años, no lejos de la edad de la jubilación, o sea que no quería líos-. Han asaltado unas oficinas arriba. Creemos que ha escapado por la escalera de incendios. Usted no habrá visto a nadie en este piso, ¿verdad?
– ¿Qué? -chillé, añadiendo en italiano-: ¿Para qué pagamos impuestos, eh, me gustaría saber? ¿Para qué mangantes como ustedes dejen entrar a los ladrones mientras una está trabajando? ¿Y qué me puedan violar y asesinar? -Amablemente se lo traduje al inglés.
El más joven dijo: