– Uh, bueno, mire, señora, ¿por qué no se va a casa? -garabateó una nota en un cuaderno y arrancando la hoja, me la dio-. Déle esto al sargento que está abajo en la puerta y él la dejará salir.
En aquel momento me di cuenta de que mis guantes y mis vaqueros estaban en el suelo del armario de servicio.
Capítulo 14.Tías ardientes y madres de luto
A Lotty no le hizo gracia.
– Pareces de la CIA -me soltó cuando me paré en la clínica a contarle mi aventura-. Asaltando las oficinas de la gente, robándoles los archivos…
– No he robado los archivos -dije virtuosa-. Los he envuelto y se los he mandado por correo nada más levantarme. Lo que me preocupa desde el punto de vista moral es la chaqueta y los guantes que me he dejado allí. Técnicamente, la pérdida es un gasto de trabajo. ¿Crees que me lo deducirán si lo pongo en mi declaración? Puedo llamar a mi asesor.
– Hazlo -contestó. Su acento vienes se notaba como cada vez que se ponía furiosa-. Ahora vete. Tengo mucho que hacer y no quiero hablar contigo con el humor que tengo.
El asalto salía en las últimas ediciones. La policía especulaba con la posibilidad de que el vigilante interrumpiera al asaltante antes de que se pudiese llevar nada de valor, ya que nada de valor faltaba. Mis huellas están archivadas en la comisaría de la calle Once, así que esperaba que no apareciese ninguna que no pudiese justificarse por mi visita de negocios a la oficina de Tilford.
Lo que me preguntaba era qué harían con lo del nombre de Derek Hatfield en el registro de la Bolsa. Pensé en la manera de averiguar si interrogarían a Hatfield por ello.
Silbando entre dientes, puse en marcha el Omega y me dirigí hacia Melrose Park. A pesar del humor sombrío de Lotty, yo estaba encantada de mí misma. El típico fallo delictivo: das un golpe y luego no puedes evitar andar por ahí jactándote. Antes o después, uno ante los que te has jactado acaba yendo a la policía.
La nieve empezaba a caer cuando giré por Mannheim. Pequeñas bolitas secas. Nieve ártica que no vale para hacer muñecos de nieve. Llevaba ropa interior larga debajo de mi traje azul marino y esperaba que fuese protección suficiente contra el viento gélido. Un día de estos iba a tener que buscar un almacén de excedentes de la Armada y comprarme otro chaquetón de marino.
El convento de San Albertus se perfilaba frío a través de los copitos. Aparqué el coche lo más protegido posible y me encaminé a la entrada del convento. El viento atravesaba traje y ropa interior y me dejaba sin aliento.
Dentro del rancio vestíbulo abovedado, el silencio repentino era palpable. Me froté los brazos, di golpes con los pies en el suelo y me calenté un poco antes de preguntar en recepción por el padre Carroll. Esperaba que fuese temprano para los rezos de la tarde y demasiado tarde para clases o confesiones.
Unos cinco minutos más tarde, cuando el frío esencial del edificio empezaba a congelarme, llegó el propio padre Carroll al vestíbulo. Se movía deprisa pero no acelerado, como un hombre que controla su vida y todo lo demás en paz.
– ¡Señorita Warshawski! Qué agradable verla. ¿Ha venido por su tía? Ha vuelto hoy, como probablemente le habrá contado.
Parpadeé unas cuantas veces.
– ¿Vuelto? ¿Que ha vuelto aquí, quiere usted decir? No, no me lo ha contado. He venido…, he venido para ver si podía usted darme alguna información acerca de una organización laica católica llamada Corpus Christi.
– Hmm. -El padre Carroll me cogió del brazo-. Está usted temblando. Vayamos a mi oficina a tomar una taza de té. Puede charlar con su tía. El padre Pelly y el padre Jablonski también están allí.
Le seguí a desgana por el vestíbulo. Jablonski, Pelly y Rosa estaban sentados ante una mesa de pino en el antedespacho, que pertenecía a Pelly, tomando té. El pelo color acero de Rosa estaba rígidamente ondulado y llevaba un vestido negro con una cruz de plata en el cuello. Escuchaba atentamente a Pelly cuando Carroll y yo entramos. Al verme, le cambió la cara.
– ¡Victoria! ¿Qué estás haciendo aquí?
La hostilidad era tan evidente que Carroll se quedó asombrado. Rosa debió darse cuenta, pero su odio era demasiado como para querer guardar las apariencias. Siguió mirándome con su delgado pecho subiendo y bajando. Rodeé la mesa y besé el aire junto a su mejilla.
– Hola, Rosa. El padre Carroll dice que has vuelto. Como tesorera, espero. Qué bien. Supongo que Alberto debe estar también loco de júbilo.
Me miró con malevolencia.
– Ya sé que no puedo impedir que sigas acosándome. Pero quizá la presencia de estos santos padres te impida al menos atacarme físicamente.
– No sé, Rosa. Depende de lo que el Espíritu Santo te inspire que me digas.
Me volví hacia Carroll.
– Soy la única nieta superviviente del hermano de Rosa. Cuando me ve, siempre se altera así… ¿Puedo permitirme pedirle esa taza de té?
Encantado de poder hacer algo para disipar la tensión, Carroll apareció con un hervidor eléctrico por detrás de mí. Al tenderme una taza, le pregunté:
– ¿Significa esto que han encontrado ustedes al responsable de las falsificaciones?
Negó con la cabeza y sus pálidos ojos reflejaron preocupación.
– No. El padre Pelly me persuadió, sin embargo, de que la señora Vignelli no podía estar envuelta en esto. Sabemos lo apreciable que es su trabajo y lo mucho que significa para ella. Nos pareció innecesariamente cruel obligarla a quedarse en casa sentada durante meses o años.
Pelly intervino:
– En realidad, no estamos seguros de que nunca vayan a aclarar la cuestión. El FBI parece haber perdido interés. ¿Sabe usted algo de eso? -me miró inquisitivamente.
Me encogí de hombros.
– Consigo toda la información de los periódicos diarios. No he visto en ellos nada que diga que han abandonado la investigación. ¿Qué les ha dicho Hatfield?
Carroll contestó:
– El señor Hatfield no nos ha dicho nada. Pero ya que han aparecido las auténticas acciones, no parece que sigan interesados en la investigación.
– Puede ser. A mí Derek no me habla mucho. -Sorbí un poco del pálido té verde. Era reconfortante; era lo mejor que se podía decir de él-. La verdad es que he venido aquí por otra razón. Mataron de un tiro a una amiga mía la semana pasada. El sábado me enteré de que el padre Pelly también era amigo de ella. Quizá el resto de ustedes la conociesen. Era Agnes Paciorek.
Carroll negó con la cabeza.
– Por supuesto, todos hemos rezado por ella esta semana. Pero Augustine era la única persona de aquí que la conocía personalmente. No creo que podamos decirle mucho acerca de ella.
– No he venido por ella. Al menos, no directamente. La dispararon mientras investigaba una información que le dio un inglés que le presenté. Eso me haría sentirme responsable incluso aunque no hubiéramos sido buenas amigas. Creo que buscaba algo relacionado con una organización católica laica llamada Corpus Christi. Querría saber si ustedes pueden decirme algo acerca de ella.
Carroll sonrió amablemente.
– He oído hablar de ella, pero no puedo decirle gran cosa. Les gusta trabajar en secreto. Así que incluso aunque fuese miembro de ella, no podría decirle nada.
Rosa dijo venenosa:
– ¿Y para qué quieres saberlo, Victoria? ¿Para manchar de barro la Iglesia?
– Rosa, que yo no sea católica no quiere decir que vaya por ahí persiguiendo a la Iglesia sin razón alguna.
La taza de té de Rosa cayó de la mesa de pino al suelo de linóleo. La taza de la institución era demasiado gorda como para romperse, pero el té lo salpicó todo. Ella se puso de pie de un salto ignorando el té que escurría por el delantero de su vestido negro.
– Figlia diputtana! -gritó-. Métete en tus asuntos. ¡Deja en paz los de los católicos!
Carroll pareció sorprendido, ya fuera por la repentina explosión o porque comprendiese el italiano, no lo sé. Cogió a Rosa del brazo.