– Señora Vignelli, se está excitando usted demasiado. Puede que la tensión de esta terrible sospecha haya sido demasiado para usted. Voy a llamar a su hijo para que venga a recogerla.
Le dijo a Jablonski que trajera unos paños y sentó a Rosa en uno de los sillones de la habitación. Pelly se agachó junto a ella. Sonreía regañón.
– Señora Vignelli. La Iglesia admira y apoya a los que la apoyan, pero incluso el ardor puede ser un pecado si no se domina y se utiliza como es sabido. Aunque sospeche que su sobrina se burla de usted y de su fe, trátela con caridad. Si ofrece la otra mejilla el tiempo suficiente, al final se la ganará. Si se mete con ella, sólo conseguirá apartarla.
Rosa plegó sus delgados labios hasta convertirlos en una línea invisible.
– Tiene razón, padre. Hablo sin pensar. Perdóname, Victoria: soy vieja y las cosas pequeñas me afectan mucho.
La charada de la modestia me repugnó ligeramente. Sonreí sardónica y le dije que estaba bien.
Un joven hermano llegó con un montón de paños. Rosa los cogió y se limpió a sí misma, al suelo y a la mesa con su furiosa eficiencia de siempre. Sonrió fríamente a Carroll.
– Bien. Si me deja usar el teléfono, llamaré a mi hijo.
Pelly y Carroll la condujeron al despacho interior; yo me senté en una de las sillas plegables junto a la mesa. Jablonsky me miraba con viva curiosidad.
– ¿Pone siempre a su tía así?
Sonreí.
– Es vieja. Las cosas pequeñas le afectan mucho.
– Es muy difícil trabajar con ella -dijo bruscamente-. Hemos perdido mucha gente eventual a lo largo de los años por culpa de ella. Nadie hace nada perfecto para ella. Por alguna razón desconocida, escucha a Gus, pero es el único que consigue hacerla entrar en razón. Se enfrenta incluso con Boniface, y hay que tener mucho aguante para no pelearse con ella.
– ¿Por qué la conservan aquí entonces? ¿Qué significa esa prisa por traerla de vuelta?
– Es una de esas arpías indispensables -dijo con una mueca-. Conoce nuestros libros, trabaja mucho, es muy eficiente… y le pagamos muy poco. Nunca conseguiríamos a alguien de sus cualidades por lo que podemos permitirnos pagarle.
Sonreí para mis adentros: Rosa se merecía esa discriminación salarial por todos sus ataques antifeministas.
Llegó con Pelly, tan tiesa como siempre, ignorándome abiertamente mientras se despedía de Jablonsky. Iba a esperar a Albert en la entrada, anunció. Pelly la tomó del brazo solícito y la acompañó a la puerta. El único hombre que podía con Rosa. Qué distinción. Durante un fugaz instante me pregunté cómo habría sido su vida cuando vivía el tío Cari.
Carroll volvió a la habitación unos segundos más tarde. Se sentó y se me quedó mirando unos momentos sin decir nada. Esperé no haberme dejado llevar por la furia de Rosa.
Cuando habló, no fue acerca de mi tía.
– ¿Puede decirme por qué está usted haciendo preguntas acerca de Corpus Christi y Agnes Paciorek?
Escogí cuidadosamente mis palabras.
– La compañía de seguros Ajax es una de las mayores aseguradoras del país. Uno de sus ejecutivos vino a verme hace un par de semanas preocupado porque pudiera estar teniendo lugar una adquisición encubierta. Le hablé de ello a Agnes; como agente de bolsa, tenía acceso a ese tipo de noticias.
»La noche en que murió, había llamado al hombre de Ajax para decirle que iba a ver a alguien que podría tener información sobre el asunto. Como poco, ésa fue la última persona que la vio con vida. Ya que él, o ella, no se ha dado a conocer, puede incluso haber sido la persona que la matase.
Ahora venía la parte falsa.
– La única pista que tengo son unas notas que ella escribió. Algunas de las palabras dejan claro que estaba pensando en Ajax cuando las escribió. Corpus Christi aparece en la lista. No era un memorándum ni nada por el estilo; sólo los comentarios crípticos que uno hace cuando está escribiendo mientras piensa. Tengo que empezar por alguna parte, así que he empezado con esas notas.
Carroll dijo:
– La verdad es que no puedo decirle gran cosa sobre esa organización. Sus miembros ocultan su identidad celosamente. Se toman en serio el mandato de hacer el bien en secreto. También toman votos semimonásticos, los de pobreza y obediencia. Tienen una estructura jerarquizada con una especie de abad en cada uno de los lugares en los que hay algún miembro, y han de obedecer al abad, que puede ser o no un sacerdote. Generalmente suele serlo. Incluso así, es un miembro secreto, que lleva a cabo sus obligaciones parroquiales a la vez que su trabajo normal.
– ¿Cómo pueden hacer voto de pobreza? ¿Viven en comunidades o monasterios?
Negó con la cabeza.
– Dan todo su dinero a Corpus Christi, ya sea su salario, una herencia, ganancias en el mercado bursátil o lo que sea. Luego, la Orden les da dinero a ellos de acuerdo con las necesidades de su nivel y el tipo de vida que tengan que mantener. Supongamos que sea socio de una firma de abogados. Le darán a usted unos cien mil dólares al año. Ya ve, no quieren que nadie se haga preguntas acerca de por qué el nivel de vida que lleva es mucho más bajo que el de sus colegas.
Pelly volvió a la habitación en ese momento.
– ¿Abogados, padre prior?
– Intentaba explicarle a la señorita Warshawski el modo en que funciona Corpus Christi. La verdad es que no sé mucho de ello. ¿Y usted, Gus?
– Lo que se oye por ahí. ¿Qué es lo que quiere saber?
Le dije lo que le había dicho a Carroll.
– Me gustaría ver esas notas -dijo Pelly-. Puede que me den alguna idea de lo que tenía en la cabeza.
– No las tengo aquí conmigo. Pero la próxima vez que venga, las traeré. -Si es que me acordaba de garabatear algo en un papel.
Eran casi las cuatro y media cuando volví a la Eisenhower y la nieve caía más furiosa que nunca. Además ya era de noche y era casi imposible ver la carretera. El tráfico se movía a cinco millas por hora. A cada poco adelantaba a algún pobrecillo que había patinado completamente hacia un lado.
Mientras me aproximaba a la salida de Belmont, me preguntaba si hacía el recado siguiente o me iba a casa. Dos mujeres furibundas en una sola tarde era demasiado. Pero cuanto antes hablase con Catherine Paciorek, antes me la quitaría de en medio.
Seguí hacia el norte. Cuando llegué a la salida de Half Day Road, ya eran las siete.
Fuera de las arterias de la autopista, la nieve de las carreteras estaba sin tocar. Casi me quedo atrapada unas cuantas veces en Sheridan Road y me detuve completamente al llegar a Arbor. Salí y miré pensativa al coche. No me parecía que ninguno de los de la casa de los Paciorek fuesen a darme un empujoncito.
– Más vale que te pongas en marcha cuando salga -advertí al Omega, y me dispuse a caminar la última media milla.
Me movía tan rápido como podía por la profunda nieve, encantada de llevar orejeras y guantes, pero deseando desesperadamente tener un abrigo. Me metí por el garaje y llamé al timbre de la puerta lateral. El garaje tenía calefacción y me froté las manos y los pies al calor mientras esperaba.
Bárbara Paciorek, la hermana más pequeña de Agnes, abrió la puerta. Tenía unos seis años cuando la vi por última vez. Ahora era una adolescente y se parecía tanto a Agnes que cuando la vi me recorrió un pequeño escalofrío de nostalgia.
– ¡Vic! -exclamó-. ¿Has venido conduciendo desde Chicago con este tiempo tan malo? ¿Te está esperando mamá? Pasa y entra en calor. -Me condujo a través del vestíbulo trasero y atravesamos la cocina, donde la cocinera estaba muy atareada preparando la cena-. Papá está atrapado en el hospital. No puede llegar a casa hasta que limpien las calles laterales, así que vamos a cenar dentro de media hora. ¿Puedes quedarte?
– Claro, si tu madre me deja.
La seguí a través de pasillos vagamente recordados hasta que llegamos a la parte delantera de la casa. Bárbara me introdujo en lo que los Paciorek llamaban el cuarto familiar. Mucho más pequeña que el invernadero, quizá sólo de unos seis u ocho metros de largo, la habitación contenía un piano y una enorme chimenea. La señora Paciorek cosía frente al fuego.