– Mira quién ha venido, mamá -anunció Bárbara pensando que traía una agradable sorpresa.
La señora Paciorek levantó la vista. El ceño ensombreció su hermosa frente.
– Victoria. No diré que me alegro de verte, porque no es verdad. Pero hay algo que quiero discutir contigo y esto me ahorra el trabajo de llamarte. ¡Bárbara! Márchate, por favor.
La chica pareció sorprendida y herida ante la hostilidad de su madre. Yo dije:
– Bárbara, si pudieras hacerme un favor, te lo agradecería. Mientras tu madre y yo hablamos, ¿podrías buscarme un taller que tuviese grúa? Mi Omega se ha quedado parado a media milla calle abajo. Si llamas ahora, quizá puedan tener una grúa libre para cuando me vaya.
Me senté en una silla junto a la chimenea al otro lado de la señora Paciorek. Ella dejó a un lado su bordado con una actitud pulcramente airada que me recordaba a Rosa.
– Victoria, corrompiste y destruiste la vida de mi hija mayor. ¿Tienes alguna duda de por qué no eres bienvenida a esta casa?
– Catherine, eso es pura bazofia y usted lo sabe.
Su rostro enrojeció. Antes de que pudiera volver a hablar, me arrepentí de mi rudeza. Aquel día era el día de pelear con mujeres airadas.
– Agnes era una persona estupenda -dije suavemente-. Debería estar usted orgullosa de ella. Y orgullosa de su éxito. Muy poca gente consigue lo que consiguió ella, y menos siendo mujer. Era recta y tenía agallas. Mucho de todo esto lo sacó de usted. Siéntase orgullosa y alégrese. Lleve duelo por ella.
Como Rosa, había convivido demasiado tiempo con la cólera como para poder quitársela de encima de repente.
– No voy a darte el gusto de discutir contigo, Victoria. A Agnes le bastaba que yo creyese en una cosa para que ella creyese en lo contrario. Aborto. La guerra de Vietnam. Y lo peor, la Iglesia. Creía haber visto el nombre de mi familia vapuleado de todos los modos posibles. No me di cuenta de todo lo que podía haber perdonado hasta que anunció en público su homosexualidad.
Abrí los ojos de par en par.
– ¡En público! ¿Lo anunció en medio de la calle LaSalle? ¿Allí donde cualquier taxista de Chicago pudiera oírla?
– Ya sé que te crees muy graciosa. Pero igual podía haberlo gritado en medio de LaSalle. Todo el mundo lo sabía. Y ella estaba orgullosa. ¡Orgullosa! Incluso el arzobispo Farber accedió a hablar con ella, para hacerla comprender la degradación a la que estaba sometiendo su cuerpo. Y a su propia familia. Y ella se rió de él. Le insultó. Le dijo lo que ya te puedes imaginar. Estoy segura de que fuiste tú la que la empujaste a ello, igual que la empujaste a otras actividades horribles. Y luego, llevar… llevar a esa criatura horrible… al funeral de mi hija.
– Sólo por curiosidad, Catherine. ¿Qué le llamó Agnes al arzobispo Farber?
Su rostro se volvió a poner alarmantemente rojo.
– Es eso. Esa actitud. No tienes respeto por nadie.
Negué con la cabeza.
– Falso. Tengo mucho respeto por la gente. Respetaba a Agnes y a Phyllis, por ejemplo. No sé por qué Agnes decidió escoger las relaciones lesbianas. Pero amaba a Phyllis Lording y Phyllis la amaba a ella, y vivieron muy felices juntas. Si el cinco por ciento de las parejas casadas se diesen mutuamente tantas satisfacciones, la tasa de divorcios no sería la que es… Phyllis es una mujer interesante. Es una destacada erudita; si lee usted su libro Safo Underground puede que entienda en cierto modo la postura que ella y Agnes tenían ante la vida.
– ¿Cómo puedes sentarte ahí y hablarme de esa… perversión y atreverte a compararla con el sacramento del matrimonio?
Me froté la cara. El fuego me aturdía y adormilaba.
– No vamos a ponernos nunca de acuerdo acerca de eso. Puede que lo que debiéramos acordar es no discutir más sobre ello. Por alguna razón le consuela ponerse furiosa con el modo de vida de Agnes y le da mayor placer aún culparme a mí de ello. Creo que no me importa mucho. Si quiere usted permanecer ciega ante el carácter y la personalidad de su hija y sus elecciones, es su problema. Sus puntos de vista no afectan a la verdad. Y sólo hacen desgraciada a una persona: a usted. Puede que algo también a Bárbara. Quizá al doctor Paciorek. Pero es usted la principal perjudicada.
– ¿Por qué tuviste que traerla al funeral?
Suspiré.
– No para darle a usted en las narices, créalo o no. Phyllis amaba a Agnes. Necesitaba ir a su funeral. Necesitaba el ritual… ¿Por qué estoy hablando de ello? De todos modos, no está usted escuchándome. No hace más que alimentar su rabia. Pero no he venido hasta aquí en medio de una tormenta de nieve para hablar de Phyllis Lording, aunque me alegro de haberlo hecho. Necesito preguntarle acerca de sus transacciones en Bolsa. Concretamente, ¿cómo es que llegó usted a comprar dos mil acciones de Ajax el mes pasado?
– ¿Ajax? ¿De qué estás hablando?
– De la compañía aseguradora Ajax. Compró usted dos mil acciones el dos de diciembre. ¿Por qué?
Se puso pálida; la piel parecía de papel a la luz del fuego. Me pareció que un cardiólogo debería hablar con su esposa acerca del modo en que sus cambios de humor podrían afectarle al corazón. Pero dicen que no se da uno cuenta de lo que pasa a los seres más próximos.
Su control férreo salió a flote.
– No espero que entiendas lo que significa tener mucho dinero. No sé lo que valen dos mil acciones de Ajax…
– Casi ciento veinte mil dólares al precio de hoy -le dije colaboradora.
– Sí. Bueno, eso no es más que una fracción de la fortuna que mi padre me dejó. Es muy posible que mis administradores pensasen que era una buena inversión de fin de año. Para transacciones tan pequeñas no se molestarían en consultarme.
Sonreí apreciativamente.
– Lo entiendo. ¿Qué me dice de Corpus Christi? Es usted una católica influyente. ¿Qué puede decirme de ellos?
– Márchate ya, por favor, Victoria. Estoy cansada y es hora de cenar.
– ¿Es usted miembro, Catherine?
– No me llames Catherine. Es más apropiado señora Paciorek.
– Y yo preferiría que me llamase señorita Warshawski… ¿Es usted miembro de Corpus Christi, señora Paciorek?
– Nunca he oído hablar de ello.
No parecía que hubiera mucho más que discutir en aquel punto. Me levanté para marcharme, pero se me ocurrió otra cosa y me detuve en el umbral.
– ¿Y de la compañía Wood-Sage? ¿Sabe algo?
Puede que no fuese más que el fuego de la chimenea, pero sus ojos brillaron de un modo extraño.
– ¡Márchate! -silbó.
Bárbara me esperaba al final del pasillo, donde torcía hacia la parte de atrás de la casa.
– Tu coche está en el garaje, Vic.
Le sonreí agradecida. ¿Cómo podía haber crecido tan sana y alegre con una madre semejante?
– ¿Qué te debo? ¿Veinticinco?
Negó con la cabeza.
– Nada. Siento… siento que mi madre haya sido tan grosera contigo.
– ¿Así que lo arreglas remolcándome el coche? -saqué mi billetera-. No tienes por qué hacerlo. Lo que me diga tu madre no tiene nada que ver contigo -le metí el dinero en la mano.
Me sonrió con turbación.
– Sólo han sido veinte.
Recuperé cinco dólares.
– ¿Te importa si te pregunto una cosa? ¿Erais Agnes y tú, como dice mi madre…? -se le quebró la voz y se puso muy colorada.
– ¿Si tu hermana y yo éramos amantes? No. Y aunque ame profundamente a muchas mujeres, nunca he tenido amantes mujeres. Pero a tu madre le hace más feliz pensar que Agnes no podía tomar sus propias decisiones.
– Ya. Espero que no estés enfadada, que no te importe…
– No. No te preocupes por ello. Telefonéame de vez en cuando si quieres hablar de tu hermana. Era una buena chica. O dale un toque a Phyllis Lording. A ella le encantaría.