Me incorporé en la cama, irritada, momentáneamente creyendo que estaba de nuevo con mi marido, una de cuyas costumbres encantadoras era la de fumar en la cama. Pero el olor acre no parecía de ningún modo el humo de un cigarrillo.
– ¡Roger! -le sacudí mientras empezaba a buscar a mi alrededor un par de pantalones-. ¡Roger! ¡Despierta! ¡Hay fuego!
Debí haberme dejado encendida la cocina, pensé, y me dirigí hacia ella con la vaga idea de apagar yo misma el fuego.
La cocina estaba en llamas. Eso es lo que dicen en los periódicos. Ahora sabía lo que significaba. Llamas vivientes cubrían las paredes y largas lenguas anaranjadas se retorcían por el suelo avanzando hacia el comedor. Crujían y cantaban y dejaban escapar cintas de humo. Cintas de fiesta, envolviendo suelo y pasillo.
Roger estaba detrás de mí.
– ¡Está cerrado el paso, V. I.! -gritó por encima de los crujidos. Me agarró por el hombro y me empujó hacia la puerta de entrada. Sujeté el picaporte para girarlo y retrocedí, chamuscada. Palpé los paneles. Estaban calientes. Sacudí la cabeza intentando contener el pánico.
– ¡Está ardiendo también! -grité-. ¡Hay una salida de incendios en el dormitorio! Vamos por ahí.
Vuelta al pasillo, ahora púrpura y blanco de humo. Nada de aire. Reptar por el suelo. Pasar de largo el comedor sin levantarse del suelo. Pasar de largo los restos del festín. Pasar de largo los vasos rojos venecianos de mi madre, envueltos con mucho cuidado y sacados de Italia y de los fascistas hasta llegar al precario sur de Chicago. Me precipité en el comedor y los busqué a tientas a través de la niebla, tirando platos, el resto del champán y encontrando los vasos mientras Roger chillaba angustiado desde la puerta.
Entrar en el dormitorio, envolviéndonos en mantas. Cerrar la puerta del dormitorio tras nosotros para que al abrir la ventana no se avivasen las hambrientas llamas, las llamas que devoraban el aire. Roger forcejeaba con la ventana. Hacía años que no se abría y la cerradura estaba pegada a causa de la pintura. Luchó con ella durante unos segundos agónicos mientras la habitación se calentaba más y más, y al final la rompió protegiéndose el brazo con una manta. Le seguían a través de los trozos de cristal hacia la noche de enero.
Nos quedamos un momento tragando aire, agarrados el uno al otro. Roger había encontrado sus pantalones y se los estaba poniendo. Había hecho un bulto con toda la ropa que pudo encontrar al lado de la cama y nos repartimos los hallazgos. Yo tenía los vaqueros puestos. Camisa no. Ni zapatos. Uno de mis calcetines de lana y un par de zapatillas habían salido del bulto. El hierro helado me cortaba los pies y parecía abrasarlos. Las zapatillas estaban apolilladas, pero el cuero estaba forrado con piel de conejo y me protegía de lo peor del frío. Envolví mi pecho desnudo con la manta y comencé a bajar por los escurridizos y nevados escalones, agarrándome a los cristales con una mano y a la barandilla congelada con la otra.
Roger, con los zapatos desatados, pantalones y una camisa, me seguía pisándome los talones. Le castañeteaban los dientes.
– Coge mi camisa, Vic.
– Quédatela -le dije por encima del hombro-. Ya tienes bastante frío. Yo tengo la manta… Tenemos que despertar a los chicos del apartamento del segundo piso. Como tienes las piernas tan largas, seguramente podrás colgarte por el extremo de la escalera y alcanzar el suelo. La escalera se acaba en el segundo piso. Si coges los vasos de mi madre y los bajas, yo romperé el cristal y despertaré a los estudiantes.
Quiso ponerse a discutir, caballeroso y tal, pero se dio cuenta de que no había tiempo. Yo no iba a dejar que se perdieran mis vasos y eso era todo. Agarrando el escalón cubierto de nieve del extremo de la escalera de incendios, se dejó caer colgando desde su extremo. Estaba a unos cuatro pies del suelo. Saltó y estiró un largo brazo para recoger los vasos. Yo enganché las piernas en un escalón y me incliné. Las puntas de nuestros dedos apenas se tocaban.
– Te doy tres minutos, Vic. Luego voy a por ti.
Asentí gravemente y me acerqué a la ventana del dormitorio del segundo piso. Mientras golpeaba y despertaba a un par de aterrorizados jóvenes que estaban en un colchón en el suelo, la mitad de mi mente estaba intentando resolver un rompecabezas. Fuego en la puerta delantera, fuego en la cocina. Podía haber incendiado la cocina por descuido, pero no haber prendido fuego a la puerta delantera. Así que ¿por qué la mitad inferior del edificio no estaba en llamas y la mitad de arriba sí?
Los estudiantes -un chico y una chica en el dormitorio y otra chica en un colchón en el salón- estaban muy confusos y querían llevarse sus apuntes. Les ordené bruscamente que se vistieran y espabilasen. Cogí un jersey de un montón de ropas que había en el dormitorio, me lo puse y les metí prisa para que salieran por la ventana y bajasen por la escalera de incendios.
Los coches de bomberos empezaban a llegar mientras medio nos deslizábamos, medio nos caíamos en la nieve de abajo. Por una vez, agradecí que el portero del edificio no hubiese retirado mejor la nieve con la pala; la nieve formaba un cojín fantástico.
Encontré a Roger en la parte delantera del edificio con mis vecinos del primero, una pareja de ancianos japoneses llamados Takamoku. Había ido a buscarlos a través de la ventana del bajo. Los coches de bomberos atraían a una multitud excitada ¡Qué diversión! Un fuego a medianoche. A la luz roja de las sirenas de los coches de bomberos y a la azul de la de los coches de la policía, pude ver rostros ávidos recreándose mientras mi pequeño refugio ardía.
Roger me tendió los vasos de vino de mi madre y yo los mecí, temblando, mientras él me rodeaba con su brazo. Pensé en los otros cinco, guardados en mi dormitorio expuestos al calor y a las llamas.
– ¡Oh, Gabriela! -susurré-. ¡Lo siento tanto!
Capítulo 16. Nadie tiene suerte siempre
Los enfermeros nos llevaron corriendo al hospital St. Vincent en un par de ambulancias. Un joven interno de pelo rizado, exhausto, nos sometió a unos cuantos rituales médicos. Nadie estaba gravemente herido, aunque Ferrant y yo nos sorprendimos ambos al ver quemaduras y cortes en nuestras manos. Estábamos demasiado emocionados durante nuestra huida como para darnos cuenta.
Los Takamoku estaban muy afectados por el fuego. Habían vivido tranquilamente en Chicago tras haber estado en un campo de concentración en la segunda guerra mundial y la destrucción de su pequeño islote de seguridad había sido un golpe bajo. El interno decidió ingresarlos durante un día o dos hasta que su hija pudiera venir desde Los Angeles para arreglar la cuestión de su realojo.
Los estudiantes estaban muy nerviosos, demasiado. No podían dejar de hablar y chillar. Reacción nerviosa lógica, pero difícil de soportar. Cuando llegaron las autoridades a las seis para interrogarnos, siguieron hablando e interrumpiéndose los unos a los otros en su ansiedad por contar la historia.
Dominic Assuevo estaba en el departamento de incendios premeditados. Era un hombre del tamaño de un toro: cabeza cuadrada, cuello corto y grueso y un cuerpo que se estrechaba hacia abajo hasta llegar a unas caderas sorprendentemente estrechas. Quizá fuera ex boxeador o ex jugador de fútbol. Con él iban bomberos uniformados y Bobby Mallory.
Yo estaba allí sentada con una especie de sopor, angustiada ante la desaparición de mi apartamento, sin ganas de pensar en nada. Ni de moverme. Al mirar a Bobby, me di cuenta de que iba a tener que reunir todo mi coraje. Respiré hondo. Casi no me mereció la pena.
El fatigado interno dio su exhausto consentimiento a la policía para que nos interrogara, excepto en el caso de los Takamoku, que ya habían sido conducidos al interior del hospital. Fuimos a un pequeño despacho junto a la sala de urgencias, el cuarto del personal de seguridad del hospital, que un par de guardias soñolientos dejaron libre amablemente. Los ocho hicimos lo posible por acomodarnos allí, los policías y uno de los estudiantes de pie y el resto en las sillas que había en la habitación.