– ¿Sí?
– ¿Señorita Warshawski? -era mi amigo el de la voz suave-. Tuvo usted suerte, señorita Warshawski. Pero nadie tiene suerte siempre.
Capítulo 17. El caballero en desgracia
Nos dirigimos hacia el Hancock en el Omega. Dejé fuera a Roger con el equipaje y me fui a buscar un aparcamiento. En el momento en que caminaba hacia su apartamento me di cuenta de que no podría hacer nada hasta que no durmiera un poco. Pasquale, Rosa, Albert y Ajax daban vueltas zumbándome en la cabeza, pero me costaba tanto caminar que pensar lógicamente me resultaba imposible.
Roger me abrió la puerta y me dio un juego de llaves. Se había duchado. Tenía el rostro gris de fatiga, pero no creía poder tomarse el día libre con todos aquellos rumores acerca de la adquisición de Ajax; la dirección se reunía a diario, planeando estrategias.
Me abrazó fuerte durante unos minutos.
– No dije gran cosa en el hospital porque pensé que podría arruinar tu historia. Pero, por favor, Vic, por favor, no te metas hoy en ninguna estupidez. Me gustas más entera.
Le di un breve abrazo.
– Todo lo que necesito ahora es dormir un poco. No te preocupes por mí, Roger. Gracias por dejar que me quede aquí.
Estaba demasiado cansada para bañarme, demasiado cansada para desvestirme. Sólo conseguí quitarme las botas antes de caer en la cama.
Cuando me desperté eran más de las cuatro. Estaba rígida y confusa, pero lista para ponerme de nuevo en marcha. Me di cuenta con disgusto que apestaba, y que mi ropa apestaba también. Un pequeño cuartito que había junto al cuarto de baño contenía una lavadora. Metí dentro los vaqueros, la ropa interior y todo lo que había en las maletas y que no necesitaba lavado en seco. Un largo remojo en la bañera y me sentí algo más humana.
Mientras esperaba que se me secasen los vaqueros, llamé a mi servicio de contestador. No me había llegado ningún mensaje de don Pasquale, pero Phil Paciorek había llamado y dejado su número de teléfono. Llamé, pero aparentemente estaba ocupado en alguna urgencia quirúrgica. Di el número de Ferrant en el hospital y volví a llamar al restaurante Torfino. La misma voz animosa con la que hablé el día anterior me volvió a decir que no tenía ni idea de quién era don Pasquale.
Las primeras ediciones vespertinas habían llegado al quiosco del vestíbulo. Me detuve en la cafetería para leerlas tomando un cappuccino y un sándwich de queso. El fuego salía en la primera página del Herald Star. INCENDIO INTENCIONADO EN LA PARTE NORTE aparecía en la esquina de abajo, a la izquierda. Una entrevista con los estudiantes de De Paul. Entrevista con la preocupada hija de los Takamoku. Luego, en párrafo aparte con su propio encabezamiento, decía: «V. I. Warshawski, cuyo apartamento fue el punto focal del fuego, ha estado investigando un problema relacionado con unas acciones falsificadas en el convento de San Albertus, en Melrose Park. La señorita Warshawski, víctima de un lanzador de ácido hace dos semanas, no se encontraba disponible para hacer ningún comentario sobre una posible conexión entre sus investigaciones y el fuego.»
Rechiné los dientes. Muchísimas gracias, Murray. El Herald Star ya había publicado la historia del ácido, pero ahora la policía podría leerlo y ver la relación. Bebí un poco más de cappuccino y fui a la sección de anuncios personales. Me esperaba un pequeño mensaje: «El roble ha brotado.» El tío Stefan y yo habíamos acordado ese mensaje cuando él se puso a trabajar con mis acciones de Acorn. La última vez que miré los anuncios fue el domingo; hoy era jueves. ¿Cuánto tiempo llevaría apareciendo?
Roger estaba en casa cuando volví al apartamento. Me dijo en tono de disculpa que estaba rendido; ¿podría cenar yo sola mientras él se iba a la cama?
– No te preocupes; he dormido todo el día -le ayudé a meterse en la cama y le di un masaje en la espalda. Cuando salí de la habitación, ya estaba dormido.
Me puse ropa interior larga y tantos jerséis como pude, y me fui hasta Lake Shore Drive para recoger el coche. El viento que soplaba del lago atravesaba los jerséis y la ropa interior. Mañana tendría que detenerme sin falta en una tienda de suministros de la Armada y comprarme una cazadora de aviador nueva.
Me preguntaba qué pasaría con lo que había dicho Bobby de que iba a hacer que me siguieran. Nadie me había seguido hasta el coche. Mirando por el retrovisor, no veía ningún coche que estuviese esperando por allí. Y nadie iba a andar holgazaneando por la calle con el frío que hacía. Supuse que habría sido una bravata; o quizá alguien habría cancelado la orden de Bobby.
El Omega se puso en marcha tras unos cuantos gruñidos fuertes. Nos quedamos allí los dos temblando juntos, pues la calefacción se negaba a ponerse en marcha. Después de un calentamiento de cinco minutos, conseguí convencer a la transmisión de que dejase entrar a las marchas.
Mientras que las calles laterales seguían llenas de nieve, Lake Shore Drive estaba limpia. Tras pasar junto a unas cuantas manzanas ampulosas, el coche se dirigió veloz hacia el norte. En Montrose la calefacción acabó poniéndose en marcha a duras penas. En Evanston ya había dejado de tiritar y pude prestar más atención al tráfico y al estado de la carretera.
La noche era clara; en Dempster, el intenso tráfico circulaba bastante bien. Me metí por Crawford y llegué a casa del tío Stefan poco antes de las siete. Antes de salir del coche, metí la Smith & Wesson en la cintura de los vaqueros y la culata se me clavó en el abdomen. Los jerséis hacen inútil la sobaquera.
Silbando entre dientes, llamé al timbre de la puerta del tío Stefan. No hubo respuesta. Estuve tiritando en la entrada unos minutos y volví a llamar. No se me había ocurrido que pudiera no estar en casa. Podía esperar en el coche, pero la calefacción no servía de mucho. Llamé a los otros timbres hasta que alguien me abrió: siempre hay uno en cada edificio, que deja entrar a los ladrones y los asaltadores.
El apartamento del tío Stefan estaba en el cuarto piso. Al subir me crucé con una joven bonita que bajaba con un bebé y una sillita. Me miró con curiosidad.
– ¿Va usted a ver al señor Herschel? Estaba preguntándome si no deberíamos ir a ver qué le ocurre. Soy Ruth Silverstein. Vivo al otro lado del pasillo. Cuando salgo para darle una vuelta a Mark a las cuatro, suele asomarse y darnos galletas. No le he visto esta tarde.
– Puede que haya salido.
La vi enrojecer a la luz de la escalera.
– Estoy sola en casa con el niño, así que quizá preste más atención a mis vecinos de lo que debería. Suelo oírle cuando se marcha; camina con bastón, sabe, y eso hace un ruido muy particular en la escalera.
– Gracias, señora Silverstein. -Subí corriendo el último tramo de escalones, frunciendo el ceño. El tío Stefan gozaba de buena salud, pero tenía ochenta y dos años. ¿Tenía yo derecho de meterme en su casa por la fuerza? ¿Tenía el deber de hacerlo? ¿Qué diría Lotty?
Golpeé con fuerza la pesada puerta del apartamento. Puse la oreja sobre la madera y no oí nada. Sí, un débil murmullo. La tele o la radio. Mierda.
Bajé de nuevo las escaleras de dos en dos, dejé abierta la puerta del portal con un guante y corrí por la resbaladiza acera hasta el Omega. Llevaba las ganzúas en la guantera.
Cuando volvía corriendo al edificio, vi a la señora Silverstein y a Mark desaparecer en el interior de una pequeña tienda de comestibles que estaba un poco más allá en la misma manzana. Tendría unos diez minutos para conseguir abrir la puerta.
El secreto para abrir las puertas ajenas consiste en relajarse y sentir. El tío Stefan tenía dos cerrojos: un pestillo y una cerradura Yale normal. Empecé con el pestillo. Hizo un click y me di cuenta de que estaba abierto cuando me puse a manipularlo; lo único que había conseguido era cerrar la puerta aún más. Tratando de respirar normalmente, intenté darle hacia el otro lado. Acababa de abrirlo cuando oí a la señora Silverstein entrando en el edificio. Al menos eso parecía por el ruido: alguien hablándole alegremente a un bebé acerca del pollo tan rico que iba a encontrarse papá cuando volviese de su última reunión. La sillita subió hasta el cuarto piso. El cerrojo de abajo se abrió y yo me metí dentro.