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Un pasillo corría perpendicular a la entrada. Crucé hacia él haciendo sonar mis tacones en la abovedada sala y miré dudando a mi alrededor. Había un escritorio de madera arañada en un rincón formado por el corredor de entrada y una escalera. Un hombre delgado vestido de paisano estaba sentado detrás leyendo Los más grandes triunfos de Charles Williams. Dejó el libro de mala gana después de que le preguntase varias veces. Su rostro era extremadamente delgado; parecía consumirse de ascetismo nervioso, pero quizá no fuese más que un hipotiroideo. En cualquier caso, me dirigió hacia el despacho del prior con un susurro apresurado, sin esperar a ver si yo iba en la dirección que me había indicado antes de volver a su libro.

Por lo menos estaba en el edificio correcto; un alivio, ya que llegaba con quince minutos de retraso. Torcí a la izquierda por el pasillo, pasando junto a imágenes y puertas cerradas. Un par de hombres con hábitos blancos se cruzaron conmigo, discutiendo acaloradamente pero en voz baja. Al final del pasillo torcí a la derecha. A un lado estaba una capilla y al otro lado, como me había asegurado el joven, el despacho del prior.

El reverendo Boniface Carroll hablaba por teléfono cuando entré. Sonrió al verme y me indicó una silla frente a su escritorio, pero siguió hablando con una serie de gruñidos. Era un hombre frágil de unos cincuenta años. Su hábito de lana blanca se había vuelto ligeramente amarillo con el tiempo. Parecía muy cansado; mientras escuchaba a su interlocutor no dejaba de frotarse los ojos.

El despacho estaba escasamente amueblado. Un crucifijo sobre una de las paredes era el único adorno y el ancho escritorio estaba gastado por los años. El suelo estaba cubierto del clásico linóleo, sólo parcialmente cubierto por una gastada alfombra.

– Bueno, está aquí en este momento, señor Hatfield… No, no, creo que tengo que hablar con ella.

Alcé las cejas al oír esto. El único Hatfield que yo conocía trabajaba en el departamento de fraudes en el FBI. Era un joven competente pero su sentido del humor dejaba algo que desear. Cuando nuestros caminos se cruzaban, solía ser para irritación mutua, ya que intentaba ahogar mis impertinencias con amenazas acerca del poder del FBI.

Carroll terminó su conversación y se volvió hacia mí.

– Es usted la señorita Warshawski, ¿verdad? -tenía una voz ligera y agradable con un cierto deje oriental.

– Sí -le tendí una tarjeta-. ¿Era Derek Hatfield?

– El hombre del FBI. Sí, ha estado aquí con Ted Dartmouth, de la Comisión de Vigilancia de la Bolsa. No sé cómo se enteró de que íbamos a vernos, pero estaba pidiéndome que no hablara con usted.

– ¿Dijo por qué?

– Piensa que es asunto del FBI y del SEC. Me dijo que una aficionada como usted podría enturbiar las aguas y hacer más difícil la investigación.

Me froté el labio superior pensativa. Me había olvidado de la barra de labios y vi la mancha en el dedo. Tranquila, Vic. Si hubiese actuado con lógica, hubiese sonreído con educación al padre Carroll y me hubiese marchado. Después de todo, había estado maldiciéndole a él, a Rosa y a mi tarea durante todo el camino desde Chicago. Pero no hay nada como una cierta oposición para hacerme cambiar de opinión, sobre todo si la oposición viene de Derek Hatfield.

– Eso es en cierto modo lo que le dije a mi tía cuando hablé ayer con ella. El FBI y el SEC están especializados en manejar este tipo de investigaciones. Pero ella es vieja y está asustada y quiere ver a alguien de la familia ocupándose del asunto.

»Hace unos diez años que soy detective privado. He trabajado en muchas investigaciones financieras y he conseguido una buena reputación. Puedo darle el nombre de varias personas de esta ciudad para que las llame y así tendrá otra opinión que no sea solamente la mía.

Carroll sonrió.

– Tranquilícese, señorita Warshawski. No tiene que convencerme. Le dije a su tía que hablaría con usted y creo que a ella le debemos algo aquí, aunque no sea más que una charla con usted. Ha trabajado para San Albertus muy a conciencia durante mucho tiempo. Se sintió muy herida cuando le pedimos que se tomase unas vacaciones. Detesté tener que hacerlo, pero lo hice con todas las personas que tenían acceso a la caja fuerte. Tan pronto como aclaremos este asunto, ella sabe perfectamente que queremos que vuelva. Es sumamente competente.

Asentí. Me imaginaba a Rosa como una competente tesorera. Se me ocurrió que hubiese sido menos desagradable si hubiese podido canalizar su energía en una carrera. Podría haber sido una eficiente ejecutiva financiera.

– No sé lo que en realidad ocurrió -le dije a Carroll-. ¿Por qué no me cuenta la historia entera: dónde está la caja fuerte, cómo descubrió usted la falsificación, cuánto dinero está en juego, quién pudo acceder a él, quién conocía su existencia y todo lo demás? Le interrumpiré cuando no comprenda algo.

Volvió a sonreír con una dulce sonrisa tímida y se levantó para enseñarme la caja fuerte. Estaba en un almacén que había detrás de su despacho; uno de esos viejos modelos de hierro fundido con una cerradura de combinación. Estaba empotrada en una esquina en medio de montones de papeles, una antigua máquina copiadora y pilas de libros de oraciones.

Me arrodillé para mirarla. Por supuesto el convento llevaba años utilizando la misma combinación, lo que quería decir que cualquiera que hubiese estado allí durante un tiempo podía haberla descubierto. Ni el FBI ni la policía de Melrose Park habían descubierto señales de que la cerradura hubiera sido forzada.

– ¿Cuántas personas tienen ustedes aquí en el convento?

– Hay veintiún estudiantes en la Casa de Estudios y once sacerdotes profesores. Pero también hay gente como su tía, que viene y trabaja aquí durante el día. Tenemos personal de cocina, por ejemplo; los hermanos lavan los platos y sirven las mesas, pero hay tres mujeres que vienen a cocinar. Tenemos dos recepcionistas; el joven que seguramente le indicó cómo venir a mi despacho y una señora que se ocupa del turno de tarde. Y naturalmente, mucha gente del vecindario que comparte con nosotros los cultos de la capilla -sonrió de nuevo-. Nosotros los dominicos nos dedicamos al rezo y al estudio. No solemos llevar parroquias, pero mucha gente considera esto como su parroquia.

Sacudí la cabeza.

– Tienen ustedes por aquí a mucha gente y no será fácil resolver el asunto. ¿Quién tenía acceso oficial a la caja fuerte?

– Pues la señora Vignelli, naturalmente -ésa era Rosa-. Yo. El procurador; maneja los asuntos financieros. El jefe de estudios. Tenemos una auditoría una vez al año y nuestros contables examinan siempre los haberes y los demás bienes, pero creo que no conocen la combinación de la caja.

– ¿Por qué guardan las cosas aquí y no en una caja de seguridad de un banco?

Se encogió de hombros.

– Me estaba haciendo la misma pregunta. Me eligieron en mayo pasado -la sonrisa retrocedió hacia sus ojos-. No era un puesto que desease. Soy como Juan Roncalli. El candidato seguro que no pertenece a ninguno de los bandos que hay aquí. De cualquier modo, nunca estuve interesado en dirigir éste ni ningún otro convento. No sé nada del asunto. No sabía que guardábamos cinco millones de dólares en acciones en este lugar. Si quiere que le sea sincero, ni siquiera sabía que las teníamos.

Me estremecí. Cinco millones de dólares por allí sueltos esperando a que cualquiera pasase y los cogiera. Lo extraordinario era que no los hubiesen robado hacía muchos años.

El padre Carroll estaba explicando la historia de las acciones con su voz eficiente y suave. Eran acciones de compañías de comunicaciones, AT & T, IBM y Standard de Indiana principalmente. Hacía diez años, un rico caballero de Melrose Park se las había dejado en herencia al convento.

Los edificios del convento tenían cerca de ochenta años y necesitaban un montón de reparaciones. Señaló unas grietas en la escayola de la pared y yo seguí la línea con los ojos hasta una gran mancha marrón en el techo.