La señora Paciorek dio un codazo al arzobispo O'Faolin y le susurró algo. Él se volvió también para mirar hacia nuestra mesa, que estaba sólo a unos cuatro o cinco metros, más o menos. Luego, él le susurró algo a su vez a la señora Paciorek, que asintió enérgicamente. ¿Instrucciones para que la Guardia Suiza me echase fuera?
Phil echaba crema en su café con furia. Era también lo bastante joven como para que le importase mucho que se rieran de él. Con el ruido de las sillas al correrse, según la gente se iba levantando para recibir la bendición del cardenal Farber, le palmeé el brazo y le dije:
– Recuerda: el único pecado social auténtico es preocuparse de lo que opinan los demás.
Farber bendijo alegremente los alimentos que acabábamos de comer y siguió hablando de cómo el Reino de los Cielos podría ser alcanzado en la Tierra sólo con ayuda de cosas terrenales, que Dios nos había dado una Creación terrenal para que cuidáramos de ella, y que el trabajo de la Iglesia temporal podría realizarse sólo gracias a los bienes materiales. Se sentía particularmente satisfecho por ser el arzobispo de Chicago, no sólo porque era la archidiócesis más grande del mundo, sino también porque era la más generosa y amante. Se congratulaba por la respuesta que Chicago había dado a las perentorias necesidades del Vaticano, y allí para darnos las gracias en persona estaba el reverendísimo Xavier O'Faolin, arzobispo de Ciudad Isabella y responsable máximo del comité financiero del Vaticano.
Encantada con su discurso, la multitud aplaudió entusiasta. O'Faolin subió al estrado que presidía la sala, encomendó sus palabras a Dios en latín y comenzó a hablar. Una vez más, su acento español resultó tan fuerte que sus palabras eran casi incomprensibles. La gente se esforzaba por escuchar, luego empezaron a sentirse violentos y al final se pusieron a hablar de sus cosas en voz baja.
Phil sacudió la cabeza.
– No sé qué le pasa esta noche -dijo-. El chico habla inglés perfectamente. Mamá debe de haberle trastornado.
Me puse a pensar de nuevo en los susurros que cambiaron ella y O'Faolin. Como era imposible seguir al arzobispo panameño, dejé que mi mente se pusiera a vagar. Los aplausos me sacaron del sopor y sacudí la cabeza para despertarme del todo.
Phil hizo un comentario sarcástico sobre mi siesta y luego dijo:
– Ahora viene lo divertido. Tienes que dar vueltas por ahí a ver si encuentras a tu misterioso interlocutor, y yo miraré mientras tanto.
– Estupendo. Quizá puedas incorporarlo a un artículo acerca de los procesos de búsqueda y selección del cerebro.
Cuando nos levantábamos para seguir a la muchedumbre hacia el salón George IV, la señora Paciorek se abrió paso entre el gentío y se acercó a nosotros.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -me preguntó con brusquedad.
Phil me cogió del brazo.
– Ha venido conmigo, mamá. Pensé que no podría enfrentarme a los Platten ni a los Carruthers sin un poco de apoyo moral.
Ella se quedó allí fulminándome con la mirada, cambiando de color peligrosamente, pero sabía que no podía ordenarme que me marchara del hotel. Al final, se volvió hacia Cecilia y Morris.
– Intentad que no se acerque al arzobispo Farber. No necesita que le insulten -dijo por encima del hombro.
Phil puso mala cara.
– Lo siento, V. I. ¿Quieres que me quede a tu lado? No quiero que nadie más sea grosero contigo.
Yo estaba divertida y emocionada.
– No necesariamente, amigo mío. Si son demasiado groseros, les rompo el cuello o cualquier cosa de ese estilo y luego tú puedes remendarles y salir de aquí como un héroe.
Phil fue a buscarme un coñac mientras yo empezaba a dar vueltas por la sala, deteniéndome junto a los grupos de personas, presentándome, hablando un poco para conseguir que todo el mundo dijese unas palabras y marchándome. Después de haber recorrido la mitad del camino hacia la izquierda, me encontré con el padre Pelly, que estaba con Cecilia y unos desconocidos.
– ¡Padre Pelly! Me alegro de verle.
Él sonrió austero.
– Señorita Warshawski. Me cuesta creer que sea usted una seguidora de la archidiócesis.
Sonreí apreciativamente.
– Cree usted bien. Me trajo el joven Phil Paciorek. ¿Y usted? Me cuesta creer que el convento pueda permitirse este tipo de espectáculos.
– No podemos. Xavier O'Faolin me invitó. Trabajábamos juntos y era su secretario cuando le mandaron al Vaticano hace diez años.
– Y siguieron en estrecho contacto. Qué bien. ¿Visita el convento cuando está aquí? -pregunté distraída.
– La verdad es que estará con nosotros tres días antes de que se marche para Roma.
– Qué bien -repetí. Ante la demoledora mirada de Cecilia, me marché. Phil se unió a mí cuando me acercaba al grupo que rodeaba a O'Faolin.
– Nada como una velada con los viejos amigos para hacerle sentir a uno como en el jardín de infancia -una de cada tres personas recuerda cuando rompí las ventanas de la iglesia con mi tirachinas.
Me presentó a varias personas mientras me iba abriendo paso lentamente hasta O'Faolin. Alguien estaba estrechándole la mano y marchándose justo cuando llegué al grupo, así que Phil y yo pudimos deslizamos junto a él.
– Arzobispo, esta es la señorita Warshawski. Puede que recuerde haberla visto en el funeral de mi hermana.
El gran hombre se dignó a concederme un estático movimiento de cabeza. Llevaba la camisa púrpura episcopal bajo un traje negro de exquisita lana. De su padre irlandés había heredado los ojos verdes. No me había fijado antes.
– Quizá el arzobispo prefiera hablar en italiano -dije, dirigiéndome a él formalmente en dicha lengua.
– ¿Habla italiano? -como en inglés, hablaba italiano con acento español, pero no de modo tan distorsionado. Algo en su voz me resultaba familiar. Me preguntaba si habría salido en televisión o en la radio mientras estaba en Chicago, y así se lo dije.
– La NBC fue tan amable como para hacerme una pequeña entrevista. La gente cree que los del Vaticano somos una organización sumamente adinerada, por lo que nos resulta muy difícil contar la historia de nuestra pobreza y pedir limosna a la gente. Ellos nos ayudaron amablemente.
Asentí. La cadena NBC de Chicago presta mucho apoyo a las causas y los personajes católicos.
– Sí. Las finanzas del Vaticano han salido a menudo en los periódicos de aquí. Sobre todo, tras la desafortunada muerte del Signor Calvi el verano pasado -¿fue mi imaginación o se estremeció levemente?-. ¿Tiene algo que ver su trabajo en el comité financiero del Vaticano con el Banco Ambrosiano?
– El Signor Calvi era un buen católico. Por desgracia, su fervor le hizo sobrepasar los límites de lo apropiado.
Había vuelto a su fuerte acento en inglés. Aunque hice uno o dos intentos más por seguir conversando, la entrevista había terminado.
Phil y yo nos adelantamos para sentarnos en un pequeño sofá. Necesitaba descansar los pies antes de emprender el camino hasta el otro extremo de la habitación.
– ¿Qué decías de Calvi y el Banco Ambrosiano? -preguntó-. Mi español no es lo bastante bueno como para entender del todo el italiano. Tienes que haberle ofendido, para que siguiera hablando tan mal en inglés de nuevo.
– Puede ser. Está claro que no quería hablar del Ambrosiano.
Nos quedamos sentados en silencio durante unos minutos. Reunía valor para un asalto al resto de la concurrencia. De pronto, oí detrás de mí la Voz de nuevo.
– Muchas gracias, señora Addington. Su Santidad unirá sus plegarias a las mías por ustedes, los generosos católicos de Chicago.
Me puse en pie de un salto, derramando el coñac sobre mi vestido nuevo.