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Phil se enderezó sobresaltado.

– ¿Qué pasa, Vic?

– Ése era el hombre que me ha estado llamando. ¿Quién era?

– ¿Quién?

– ¿No oíste a alguien prometiendo las plegarias del papa? ¿Quién lo decía?

Phil estaba desconcertado.

– Era el arzobispo O'Faolin. ¿Te ha estado llamando?

– No importa. No me extraña que te sorprendiera su acento, claro -la voz de un hombre que ha aprendido inglés cuidadosamente para evitar ningún acento. Irlandés o español o las dos cosas. Me uní otra vez al grupo que estaba alrededor del arzobispo.

Él se detuvo a mitad de una frase cuando me vio.

– No importa -dije-. No necesita volver al fuerte acento español. Ya sé quién es usted. Lo que no entiendo es la conexión que pueda usted tener con la Mafia.

Me di cuenta de que temblaba tan fuerte que apenas podía sostenerme en pie. Aquél había sido el hombre que intentó cegarme. Me controlé lo suficiente como para no saltarle encima en aquel mismo instante.

– Me debe estar confundiendo con alguien, señorita -O'Faolin hablaba con frialdad, pero con su voz normal. El resto de las personas que estaban a su alrededor permanecían inmóviles como las piedras de Stonehenge. La señora Paciorek surgió de la nada.

– Querido arzobispo -dijo-. El cardenal Farber se va.

– Ah, sí. Voy en seguida. Tengo que darle las gracias por su gran hospitalidad.

Mientras se preparaba para partir, le dije fríamente:

– Recuerde, arzobispo: nadie tiene suerte siempre.

Phil me acompañó de nuevo al sofá.

– Vic, ¿qué pasa? ¿Qué te ha hecho O'Faolin? No le conocías, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

– Creía que sí. Pero debe de tener razón. Le estaría confundiendo con algún otro -pero yo sabía que no. No se olvida la voz de alguien que quiere echarte ácido a los ojos.

Phil se ofreció a llevarme a casa, a traerme más coñac, a hacer cualquier cosa por mí. Le sonreí agradecida.

– Estoy bien. Lo que pasa es que con el incendio de mi casa y todo lo demás, no he dormido mucho últimamente. Me quedaré aquí sentada un rato más y luego me marcharé a mi apartamento -o lo que fuera el Bellerophon.

Phil se sentó junto a mí. Me cogió la mano y habló de cosas generales. Era un joven encantador. Me preguntaba cómo la señora Paciorek podía haber tenido tres hijos tan atractivos como Agnes, Phil y Bárbara.

– Cecilia es el único éxito de tu madre -dije bruscamente.

Sonrió.

– Tú sólo ves la parte peor de mi madre. En muchos sentidos, es una persona estupenda. Todo el bien que hace, por ejemplo. Heredó la enorme fortuna de los Savage, y en lugar de convertirse en una Gloria Vanderbilt o una Bárbara Post, la utilizó casi exclusivamente para obras de caridad. Ha instituido legados para sus hijos, para evitarnos el tener que pasar necesidades. El mío me pagó los estudios de medicina, por ejemplo. Pero la mayoría va a diferentes obras de caridad. Sobre todo para la Iglesia.

– ¿Corpus Christi, quizá?

Me miró vivamente.

– ¿Qué sabes de eso?

– Oh -dije con vaguedad-. Incluso los miembros de las sociedades secretas hablan. Tu madre debe ser un miembro muy activo.

Negó con la cabeza.

– Se supone que no debemos hablar de ello. Ella nos lo explicó a cada uno de nosotros cuando cumplimos veintiún años, por lo que sabemos que no quedará mucho patrimonio que heredar. Bárbara no lo sabe aún. Ni siquiera podemos hablar de ello entre nosotros, aunque Cecilia es miembro.

– ¿Tú no?

El sonrió con tristeza.

– Yo no soy como Agnes. No he perdido mi fe ni he vuelto la espalda a la Iglesia. Lo único que pasa es que, como mi madre es tan activa, he tenido la oportunidad de ver demasiado claramente la venalidad de la organización. No me sorprende; después de todo, los curas y obispos son humanos y tienen su parte correspondiente de tentaciones. Pero no quiero que manejen mi dinero.

– Sí, ya lo entiendo. Alguien como O'Faolin, por ejemplo, buscando oportunidades de despilfarrar el dinero de los creyentes. ¿Forma parte de Corpus Christi?

Phil se encogió de hombros.

– Pero el padre Pelly sí -dije con tranquila seguridad.

– Sí, Pelly es un buen tipo. Tiene mucho temperamento, pero es un fanático como mi madre. No creo que nadie pueda acusarle de actuar en beneficio propio.

La habitación empezaba a parpadear ante mí. Me había enterado de demasiadas cosas, tenía demasiada rabia y la fatiga me estaba haciendo sentir como si fuera a desmayarme.

Tras la partida de Farber y O'Faolin, la sala se iba vaciando rápidamente de gente. Me levanté.

– Necesito irme a casa.

Phil repitió su deseo de llevarme en coche.

– No pareces estar en estado de poder conducir, Vic… Veo demasiadas cabezas y cuellos rotos en urgencias. Déjame llevarte.

Decliné su oferta con firmeza.

– El aire me espabilará. Siempre me pongo el cinturón de seguridad y conduzco con mucha prudencia -tenía que pensar en demasiadas cosas y necesitaba estar sola.

Phil rescató mis botas y mi abrigo y me ayudó a ponérmelos con mucha solicitud. Me acompañó hasta la entrada del aparcamiento e insistió en pagar el ticket. Yo estaba conmovida con su buena educación y no intenté impedírselo.

– Hazme un favor -dijo cuando me dirigía hacia el coche-. Llámame en cuanto llegues. Voy a coger un tren hacia el South Side. Estaré en casa dentro de una hora. Me gustaría saber que has llegado sana y salva a casa.

– Claro que sí, Phil -grité, y volví a dirigirme hacia el coche.

El Omega estaba en el tercer nivel. Subí en el ascensor, alerta por si había merodeadores. Los ascensores son sitios muy malos por la noche.

Cuando me inclinaba para abrir la puerta del coche, alguien me agarró por el brazo. Yo me giré y le di una patada tan fuerte como pude. Mi bota le alcanzó la espinilla y él dio un grito de dolor y cayó hacia atrás.

– Estás rodeada, Warshawski. No intentes resistirte -la voz venía de las sombras, más allá de mi coche. Una luz brilló en el metal. Recordé con desconsuelo que los gilipollas de la policía de Skokie tenían mi pistola. Pero una lucha no es buen momento para nostalgias.

– Vale, estoy rodeada -admití. Dejé caer los zapatos de Magli al suelo y medí las distancias. Le iba a costar matarme en la oscuridad, pero seguramente me alcanzaría.

– Podía haberte matado mientras abrías el coche -dijo el hombre con la pistola como si me hubiera leído el pensamiento. Tenía una voz gruesa, arenosa-. No estoy aquí para dispararte. Don Pasquale quiere hablar contigo. Mi compañero te perdonará la patada; no debería haberte agarrado. Nos dijeron que eras una buena luchadora callejera.

– Gracias -dije muy seria-. ¿Mi coche o el vuestro?

– El nuestro. Tendremos que vendarte los ojos durante el paseo.

Recogí mis zapatos y dejé que los hombres me llevasen hasta un Cadillac limusina que estaba en un extremo del piso con el motor en marcha. No servía de nada resistirse. Me pusieron un pañuelo de seda negra alrededor de los ojos. Me sentía como Julius Schmeese, esperando el pelotón de fusilamiento.

Voz de Arena se sentó en el asiento trasero junto a mí, sosteniendo la pistola a mi lado.

– Puedes retirar eso -dije cansada-. No voy a saltar.

El metal se apartó. Me recliné en el mullido asiento aterciopelado y me dormí. Voz de Arena tuvo que despertarme cuando el coche se detuvo.

– Te quitaremos la venda cuando estés dentro -me condujo deprisa pero no con rudeza por un sendero de piedras y por unos escalones, saludó a un guardia a la entrada y me guió por un pasillo alfombrado. Arena llamó a la puerta. Una voz débil le indicó que entrara.

– Espera aquí -ordenó.

Me apoyé en la pared y esperé. La puerta se abrió a los pocos momentos.

– Entra -me dijo Arena.

Seguí el sonido de su voz y sentí el olor del humo de un cigarrillo y de un fuego. Arena me quitó la venda. Parpadeé unas cuantas veces para adaptarme a la luz. Estaba en una habitación grande, decorada en tonos rojos: alfombra, cortinas y sillas, todo en terciopelos y lanas a juego. Opulento, pero no agobiante.