En un sillón que estaba junto a una gran chimenea se encontraba sentado don Pasquale. Le reconocí en seguida a causa de sus apariciones en los tribunales, aunque ahora me pareció más viejo y frágil. Debía tener unos setenta años o más. Era delgado, con pelo gris y llevaba unas gafas de montura de concha. Llevaba un batín de terciopelo rojo y sostenía un enorme cigarro en la mano izquierda.
– Vaya, vaya, señorita Warshawski. Así que quiere usted hablar conmigo.
Me acerqué al fuego y me senté en el sillón que estaba frente al suyo. Me sentía un poco como Dorothy en Oz, consiguiendo al fin conocer a la cabeza parlante.
– Es usted una joven muy valiente, señorita Warshawski -la voz era vieja pero pesada, como el pergamino-. Ningún hombre se ha dormido nunca cuando venía a verme.
– Me tiene usted agotada, don Pasquale. Sus hombres me han quemado la casa. Walter Novick trató de dejarme ciega. Alguien apuñaló al pobre señor Herschel. Estoy falta de sueño y aprovecho cuando puedo.
Asintió.
– Muy sensato… Alguien me ha dicho que habla usted italiano. ¿Podríamos hablar en ese idioma, por favor?
– Certo -dije-. Tengo una tía, una vieja señora llamada Rosa Vignelli. Hace dos semanas me llamó sumamente preocupada. Se había descubierto que en la caja fuerte del convento de San Albertus, de la cual ella es responsable, había unas acciones falsificadas.
Casi todo el italiano que sé lo aprendí antes de los quince años, cuando murió Gabriela. Así que tuve que rebuscar para encontrar algunas palabras, sobre todo para describir la falsificación. Don Pasquale me suministró una frase.
– Gracias, don Pasquale. El caso es que a mi tía, gracias a los fascistas y a sus amigos los nazis, le queda muy poca familia. De hecho, sólo le quedamos su hijo y yo. Así que se dirigió a mí en busca de ayuda. Como es natural.
Don Pasquale asintió gravemente. En una familia italiana, se buscan los unos a los otros en busca de ayuda en primer lugar. Incluso si la familia somos Rosa y yo.
– Poco después de esto, alguien me telefoneó. Me amenazó con arrojarme ácido y me dijo que me mantuviese apartada del convento. Y de hecho alguien me arrojó ácido. Walter Novick.
Escogí las siguientes palabras con el máximo cuidado.
– Y ahora, naturalmente, tengo curiosidad por esas acciones falsificadas. Pero para ser sincera, si van a ser investigadas y los hechos que las rodean descubiertos, será el FBI el que lo haga. Yo no tengo ni el dinero ni el personal como para hacer un trabajo semejante -miré la cara de don Pasquale. Su expresión de educada atención no había cambiado-. Mi mayor preocupación es mi tía, aunque sea una anciana bastante antipática. Le hice una promesa a mi madre en su lecho de muerte. Pero si alguien me ataca, entonces mi honor está también comprometido -esperaba no estar pasándome.
Don Pasquale miró su cigarro, midiendo la ceniza. Dio unas chupadas y dejó caer con cuidado la ceniza en un cubo de bronce que estaba a su izquierda.
– Sí, señorita Warshawski. Siento simpatía por su historia. Pero ¿qué tiene que ver conmigo?
– Walter Novick anda… jactándose… de estar bajo su protección. Ahora ya no estoy segura, pero creo que fue él el que apuñaló a Stefan Herschel hace dos días. Como ese hombre es viejo y como estaba ayudándome, me siento obligada a buscar a su asesino. Éstos son dos puntos en contra de Walter Novick.
»Si estuviese claro para todo el mundo que él no está bajo su protección, podría tratar con él con la conciencia limpia en lo que se refiere al apuñalamiento del señor Herschel. Olvidaría su ataque contra mí. Y perdería todo el interés en las acciones. A menos que el nombre de mi tía vuelva a mezclarse en esto de nuevo.
Pasquale sonrió ligeramente.
– Es usted una mujer que trabaja sola. Es usted muy brava, pero está sola. ¿Qué propone como trato?
– El FBI ha perdido interés en el asunto. Pero si sé en qué dirección investigar, su interés puede despertarse de nuevo.
– Si no abandona usted esta casa, el FBI no se enterará nunca -la voz apergaminada era suave, pero sentí que los pelos de la nuca se me ponían de punta.
Me miré las manos. Parecían notablemente pequeñas y frágiles.
– Es un juego, don Pasquale -dije al fin-. Ahora sé quién me llamó para amenazarme. Si los intereses de usted están unidos a los suyos, no hay esperanzas. En cualquier momento, alguien me matará. No siempre conseguiré escapar de mi apartamento en llamas ni podré romperle la mandíbula a mi atacante. Lucharé hasta el final, pero el final estará muy claro para todo el mundo.
»Pero si usted y mi interlocutor son… solamente socios en un negocio… entonces la historia cambia un poco. Tiene usted razón; no tengo nada que ofrecer. El Herald Star, la policía de Chicago y hasta el FBI investigarán a fondo mi muerte. O incluso una historia de falsificaciones, si yo se la cuento. Pero ¿cuántas cosas por el estilo ha evitado usted hasta ahora?
Me encogí de hombros.
– Apelo solamente a su sentido del honor, a su sentido de la familia, para que entienda por qué he hecho lo que he hecho y por qué quiero lo que quiero -por el mito de la Mafia, pensé. Por el mito del honor. Pero a muchos de ellos les gusta creérselo. Mi única esperanza era que don Pasquale fuese uno de ellos.
La ceniza del cigarro volvió a crecer antes de que hablase.
– Ernesto la llevará a casa, señorita Warshawski. Tendrá noticias mías dentro de unos días.
Voz de Arena, o Ernesto, había permanecido en pie silencioso junto a la puerta mientras hablábamos. En ese momento se acercó a mí con la venda.
– No es necesario, Ernesto -dijo Pasquale-. Si la señorita Warshawski decide contar todo lo que sabe, le será imposible decirlo.
Una vez más se me puso la carne de gallina en la nuca. Encogí los dedos de los pies dentro de las botas para controlar el temblor de las piernas. Intentando mantener el volumen de mi voz por todos los medios, le di las buenas noches al don.
Le dije a Ernesto que me llevase al Bellerophon. Lo que había dicho Phil ya se había hecho realidad: no era capaz de conducir un coche. La tensión de hablar con don Pasquale, encima de todas las tensiones de aquel día, me había llevado a la fatiga más extrema. Así que qué más daba si Ernesto descubría dónde vivía. Si Pasquale quisiera averiguarlo, aquello no iba a hacer más que adelantar un día o dos su trabajo.
Dormí durante todo el camino de vuelta. Cuando llegué al Bellerophon, subí medio a rastras las escaleras hasta el cuarto piso, me quité las botas de dos patadas, dejé caer el vestido nuevo en el suelo y caí en la cama.
Capítulo 20. A la tintorería
Eran más de las once cuando me desperté. Me quedé un rato tumbada en la cama, disfrutando de la sensación de descanso e intentando reconstruir un sueño que había tenido. Gabriela se acercaba a mí, no demacrada como en los últimos días de su enfermedad, sino llena de vida. Sabía que estaba en peligro y quería envolverme en una sábana blanca para protegerme.
Tuve la perentoria sensación de que el sueño contenía la clave de mis problemas, o el modo de resolverlos, pero no podía acordarme de todo. Me quedaba muy poco tiempo y necesitaba cualquier estímulo que mi subconsciente pudiera proporcionarme. Don Pasquale había dicho que tendría noticias suyas en unos días. Eso significaba que podía tener unas cuarenta y ocho horas para poner las cosas en orden y que cualquier acción que emprendiese en mi contra resultase superflua.
Salí de la cama y me di una ducha rápida. Las quemaduras de mis brazos estaban curando bien. Físicamente, estaba de nuevo en condiciones de correr, pero no fui capaz de ponerme la sudadera y salir al frío. El incendio de mi apartamento me había trastornado más de lo que admitiría ante Roger. Necesitaba cierta seguridad, y correr por las calles heladas no me parecía el mejor modo de conseguirla.