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Saqué la ropa de la maleta. Las cosas lavadas seguían oliendo a humo. Las puse aparte en el armario que contenía la cama empotrada. Coloqué los vasos de vino de mi madre en la mesita de comer. Hecho esto, me puse en marcha.

Hice un lío con la ropa que quedaba para llevarla al tinte y bajé las escaleras. La señora Climzak, la dueña, me vio y me llamó cuando salía por la puerta. Era una mujer delgada y ansiosa que parecía estar siempre jadeando.

Salió de detrás del mostrador del vestíbulo y se me acercó con una bolsa de papel marrón.

– Han dejado esto para usted esta mañana -jadeó.

Cogí la bolsa dudando, temiéndome lo peor. Dentro estaban mis zapatos rojos de Magli, olvidados en la limusina de don Pasquale la noche pasada. Ningún mensaje. Pero al menos, era un gesto amistoso.

Después de muchas protestas ahogadas diciendo que podía subir los cuatro pisos hasta mi habitación y volver a bajar, la señora Climzak accedió a guardármelos hasta que volviera. Llegó corriendo tras de mí mientras salía para añadir:

– Y si va usted a llevar todo eso a la tintorería, en la esquina de Racine hay una muy buena.

La mujer de la tintorería me informó triunfante que sacar el olor a humo tenía un coste extra. Hizo muchos aspavientos examinando cada prenda, chasqueando los dientes y escribiendo un recibo con tanta minucia como un poli escribiendo una multa. Finalmente, impaciente, agarré mis ropas y me marché.

En una segunda tintorería, que compartía una deslustrada fachada con un sastre unas manzanas más allá, fueron más amables. La mujer del mostrador cogió la ropa y escribió el recibo rápidamente. Me mandó a un mostrador de comidas en el que se servía sopa casera y repollo relleno. No era lo ideal para ser la primera comida del día, pero la sopa de centeno recién hecha estaba deliciosa.

Utilizando su teléfono para hablar con mi servicio de mensajes, me enteré de que Phil Paciorek había llamado varias veces. Me había olvidado de él. Murray Ryerson. El detective Finchley.

Llamé a la compañía telefónica Illinois Bell y les expliqué mi caso. Accedieron a conectar mi número al Bellerophon. También me cargaron en cuenta el teléfono robado. Llamé a Freeman Cárter, le dije que había visto al tío Stefan y que haría una declaración a la policía si retiraban los cargos. Accedió a intentarlo. Llamé a Phil y le dejé en el hospital el mensaje de que le llamaría de nuevo. Dejé a Murray y a la policía para más tarde.

Una vez en el centro, recuperé mi coche y me dirigí al edificio Pulteney. El correo apilado ante la puerta de mi oficina era horroroso. Seleccionando rápidamente los cheques y las cartas, dejé el resto para más tarde. Nada de facturas hasta que mi vida se hubiera estabilizado un poco. Miré a mi alrededor con afecto. Vacío, pero mío. Puede que me llevase un colchón, un pequeño fregadero y una cocina y viviese allí durante un tiempo.

El escritorio estaba cubierto de una película de mugre. Sea cual sea la polución que exuda el elevado, se había filtrado por debajo de la ventana. Llené una vieja taza de café en la máquina de agua del pasillo y froté el escritorio con un kleenex. Bastante bien.

Utilizando los sobres que acababa de abrir, hice una lista de «Cosas que hacer»:

1. Inspeccionar los papeles y finanzas privadas de la señora Paciorek.

2. Lo mismo con O'Faolin.

3. Lo mismo con Pelly.

4. Averiguar si fue Walter Novick el que apuñaló al tío Stefan.

5. Si es así, pescarlo.

No sabía qué hacer con las tres primeras cosas. Pero sería fácil enfrentarme con la cuarta. Luego iría la quinta. Llamé a Murray al Herald Star.

– ¡V. I.! ¡No estás muerta! -me saludó.

– No es que no lo hayan intentado -le contesté-. Necesito unas fotografías.

– Muy bien. El Instituto de Arte tiene unas rebajadas. Intenté llamarte anoche. Nos gustaría escribir una historia acerca de Stefan Herschel y tu detención.

– ¿Por qué me lo dices? Limítate a hacerlo. Como tu historia de hace dos días.

– Te cambio tus fotos por una historia. ¿A quién quieres?

– A Walter Novick.

– ¿Crees que apuñaló a Herschel?

– Quiero saber qué aspecto tiene por si acaso viene de nuevo a por mí.

– Muy bien, muy bien. Te llevaré las fotos al Golden Glow alrededor de las cuatro. Y me concedes media hora.

– Recuerda que no eres Bobby Mallory -le dije irritada-. No tengo por qué decirte nada.

– Por lo que he oído, tampoco le cuentas gran cosa a Mallory -colgó.

Miré el reloj. Las dos. Suficiente tiempo como para pensar cómo llegar hasta los papeles que quería ver. Podía disfrazarme de miembro itinerante de Corpus Christi e ir a llamar a la puerta de la señora Paciorek. Luego, mientras ella estaba rezando intensamente, podía buscar su caja fuerte, romper la combinación y…

Y… ¡podía disfrazarme! No para ir a ver a la señora Paciorek, sino para ir al convento. Si O'Faolin estaba allí, podía ocuparme de él y de Pelly de una sola vez. Si el disfraz funcionaba. Sonaba a cosa de locos. Pero no se me ocurría nada mejor.

Yendo por la calle Jackson hacia el río, se pasa junto a una serie de tiendas de telas. En Hofmanstahls, en la esquina de Jackson y Wells, encontré una lana fina blanca. Cuando me preguntaron cuánta necesitaba, me di cuenta de que no tenía ni idea. Hice un dibujo de la prenda y acordamos que me harían falta unas diez yardas. A ocho dólares la yarda, no era precisamente una ganga. No tenían cinturones y me llevó cerca de una hora de vagabundeo por tiendas de artículos de cuero para caballeros el encontrar la pesada correa negra que necesitaba.

Una tienda de artículos religiosos cerca de la estación Union me suministró el resto de lo que necesitaba.

Mientras caminaba de vuelta a lo largo de las fangosas calles hacia el Golden Glow, pasé junto a una sórdida tienda de postales. Entré siguiendo un impulso. Tenía unas cuantas fotografías de antiguos gánsteres de Chicago. Cogí una serie de seis para mezclarlas con las fotos de Novick que me iba a traer Murray.

Eran casi las cuatro; no tenía tiempo de entrar en la tienda del sastre de Montrose antes de ir a ver a Murray. Pero si no lo hacía hoy, tendría que esperar hasta el lunes y ya sería demasiado tarde. Murray tendría que acompañarme y hablaríamos en el coche.

Aceptó de mala gana. Cuando entré estaba alegremente concentrado en su segunda cerveza, se había quitado las botas y estaba calentándose los calcetines en una pequeña estufa junto a la barra de caoba en forma de herradura. Mientras se ponía con amargura las botas húmedas, cogí un sobre de papel manila que estaba delante de él en la barra. En él había dos fotos de Novick, ninguna de las dos muy enfocada, pero lo bastante clara como para identificarle. Las dos eran fotos del tribunal tomadas cuando detuvieron a Novick por intento de asesinato y robo a mano armada. Nunca fue condenado. Los amigos de Pasquale raramente lo eran.

Me alivió no reconocer el rostro de Novick. Temía que pudiera haber sido el hombre al que di una patada la noche anterior; si estaba tan próximo a Pasquale, no había ninguna posibilidad de que el don lo echase.

Conduje a Murray hasta mi coche a buena marcha.

– Maldita sea, V. I., para un poco. Llevo trabajando todo el día y no he bebido más que una cerveza.

– Si quieres una historia, ven y cógela, Ryerson.

Subió al asiento delantero, gruñendo que aquel coche era demasiado pequeño para él. Puse el Omega en marcha y me dirigí hacia Lake Shore Drive.

– ¿Cómo es que fuiste a visitar a Stefan Herschel el mismo día en que le apuñalaron?

– ¿Qué dice él de eso?

– En el puñetero hospital no nos dejan hablar con él. Por eso tengo que preguntártelo a ti, y ya sé lo que eso significa: la mitad de la historia. Mi contacto en la comisaría me dijo que te habían retenido. Por ocultar pruebas de un delito. ¿Qué delito?