– Los problemas más urgentes son el tejado y la caldera. Parecía razonable vender unas cuantas acciones y utilizar el dinero para reparar el lugar que es, a fin de cuentas, nuestro mayor bien. Incluso aunque sea feo e incómodo, no podríamos sustituirlo hoy día. Así que saqué el tema en la reunión del capítulo y conseguí un acuerdo. Al siguiente lunes, fui al Loop y vi a un agente de bolsa. Él accedió a vender acciones por valor de ochenta mil dólares. Se las llevó entonces.
Aquello había sido todo lo que se supo del asunto durante una semana. Entonces, el agente les llamó. El Fort Dearborn Trust, agente de ventas de la compañía, había examinado los títulos y había descubierto que eran falsos.
– ¿Hay alguna posibilidad de que el agente de bolsa o el banquero hicieran el cambio?
Sacudió la cabeza tristemente.
– Eso es lo primero en lo que pensé. Pero comprobamos todas las acciones que quedaban. Y son todas falsas.
Nos quedamos un rato en silencio. Vaya panorama más desalentador.
– ¿Cuándo fue la última vez que se comprobó la autenticidad de las acciones? -pregunté al fin.
– No lo sé. He llamado a los administradores, pero ellos lo único que hacían era comprobar que las acciones estaban en su sitio. Según el hombre del FBI, las falsificaciones están muy bien hechas. El fraude sólo pudo descubrirse porque los números de serie no los habían utilizado las compañías emisoras. Hubiesen engañado a cualquier persona corriente.
Suspiré. Probablemente tendría que hablar con el prior anterior, con el jefe de estudios y el procurador. Le pregunté a Carroll por ellos. Su predecesor estaba pasando un año en Pakistán, a cargo de una escuela de dominicos. Pero el jefe de estudios y el procurador estaban ambos en el edificio y asistirían a la comida.
– Si quiere usted unirse a nosotros, es bienvenida. Normalmente, el refectorio de un convento es de clausura; esto quiere decir que sólo los frailes pueden usar la sala -me explicó como respuesta a mi mirada sorprendida-. Y sí. Nosotros los frailes llamamos convento a esto. O una abadía. En cualquier caso, hemos levantado la clausura aquí en la escuela para que los jóvenes puedan comer con sus familias cuando vienen a visitarlos… La comida no es lo que se dice muy interesante, pero es más fácil conocer así a Pelly y a Jablonski que intentar localizarlos más tarde -se retiró una manga amarilleada para revelar una fina muñeca con una ancha correa de reloj de cuero en ella-. Son casi las doce. La gente debe estar reuniéndose ya en el exterior del refectorio.
Miré mi propio reloj. Eran las doce menos veinte. El deber me había llevado a enfrentarme a cosas peores que la cocina poco selecta. Acepté. El prior cerró con cuidado el almacén tras él.
– Otro ejemplo de descuido -dijo-. No había cerrojo en esta puerta hasta que descubrimos la falsificación.
Nos unimos a una procesión de hombres con hábitos blancos que caminaban por el pasillo ante el despacho de Carroll. La mayoría le saludaron, mirándome de reojo. Al final del pasillo había dos puertas batientes. A través de la parte de arriba de cristal vi el refectorio, que parecía el gimnasio de una universidad convertido en comedor: largas mesas de tablones, sillas plegables metálicas, nada de manteles, paredes color verde hospital.
Carroll me condujo del brazo a través del grupo hasta un hombre rechoncho de mediana edad cuya cabeza emergía de un puñado de pelo gris, como un huevo pasado por agua en una huevera.
– Stephen, quiero que conozcas a la señorita Warshawski. Es la sobrina de Rosa Vignelli, pero es también detective privado. Está investigando el delito que nos ocupa en calidad de árnica familiae -se volvió hacia mí-. Éste es el padre Jablonski, que es jefe de estudios desde hace siete años… Stephen, ¿por qué no nos buscas a Augustine y se lo presentas a la señorita Warshawski? Necesita hablar también con él.
Estaba a punto de murmurar una cortesía banal cuando Carroll se volvió hacia la multitud y dijo algo en latín. Los demás contestaron y él murmuró algo que supuse sería una bendición; todo el mundo se persignó.
La comida, desde luego, no tenía el menor interés: cuencos de sopa de tomate Campbell, que odio, y sándwiches de queso tostados. Metí pepinillos y cebollitas en mi sándwich y acepté un café que me ofreció un atento joven dominico.
Jablonski me presentó a Augustine Pelly, el procurador, y a la media docena más o menos de hombres que había en nuestra mesa. Todos eran «hermanos», no «padres». Como todos se parecían con sus blancos hábitos, olvidé rápidamente sus nombres.
– La señorita Warshawski cree poder tener éxito donde el FBI y el SEC han fracasado -dijo Jablonski jovialmente con su acento nasal del medio oeste resonando a través del comedor.
Pelly me midió con la vista y luego sonrió. Era casi tan delgado como el padre Carroll y estaba muy moreno, lo que me sorprendió. ¿A dónde iba un monje a tomar el sol en pleno invierno? Sus ojos azules se veían perspicaces y alerta en medio de su oscuro rostro.
– Lo siento, señorita Warshawski; conozco lo bastante a Stephen como para saber que está bromeando, pero me temo que no entiendo la broma.
– Soy detective privado -expliqué.
Pelly alzó las cejas.
– ¿Y va a investigar lo de nuestras acciones desaparecidas?
Asentí.
– La verdad es que no tengo los recursos del FBI en esta clase de asuntos. Pero también soy la sobrina de Rosa Vignelli; ella quiere que alguien de la familia esté de su lado en las investigaciones. Mucha gente ha tenido acceso a la caja fuerte durante años, estoy aquí para recordárselo a Derek Hatfield si empieza a ponerse demasiado pesado con Rosa.
Pelly volvió a sonreír.
– No me parece la señora Vignelli el tipo de mujer que necesita protección.
Le sonreí a mi vez.
– Desde luego que no lo es, padre Pelly. Pero no dejo de recordarme a mí misma que Rosa cumple años como cualquier ser humano. De todos modos, ella parece algo asustada, sobre todo por el hecho de que no pueda trabajar más aquí -comí un poco más de sándwich. Queso Kraft americano. Junto al Stilton y el brie, mi queso favorito.
Jablonski dijo:
– Espero que ella sepa que también a Augustine y a mí nos han prohibido el acceso a las finanzas del convento hasta que este asunto se aclare. No se la está tratando de forma diferente a la de cualquiera de nosotros.
– Puede que alguno de ustedes pudiera llamarla -sugerí-. Quizá eso la hiciera sentirse mejor… Estoy segura de que la conocen lo bastante bien como para darse cuenta de que no es una mujer con muchos amigos. Gran parte de su vida está centrada en esta iglesia.
– Sí -asintió Pelly-. No sabía que tuviese familia aparte de su hijo. Nunca la mencionó a usted, señorita Warshawski. Ni que tuviera familiares polacos.
– La hija de su hermano era mi madre, que se casó con un policía de Chicago llamado Warshawski. Nunca he entendido demasiado bien las leyes de parentesco. ¿Significa eso que ella tiene parientes polacos porque yo soy medio polaca? No pensará que estoy diciendo que soy sobrina de Rosa para colarme en el convento, ¿verdad?
Jablonski lanzó su sonrisa sardónica.
– Ahora que las acciones han desaparecido, no hay nada por lo que merezca la pena colarse aquí. A menos que tenga usted una obsesión secreta por los frailes.
Me reí, pero Pelly dijo muy serio:
– Me imagino que el prior habrá comprobado sus credenciales.
– No tenía ninguna razón para hacerlo, no era él el que me contrataba. Tengo conmigo una copia de mi licencia de investigadora privada, pero no llevo ninguna documentación que me identifique como la sobrina de Rosa Vignelli. Naturalmente, puede usted llamarla.
Pelly levantó una mano.
– No estoy dudando de usted. Sólo me preocupo por el convento. Nos están haciendo una publicidad que ninguno de nosotros deseamos y que va en verdadero detrimento de los estudios de estos jóvenes -señaló a los jóvenes hermanos de nuestra mesa, que no se perdían una palabra. Uno de ellos enrojeció de vergüenza-. La verdad es que no quiero que nadie, aunque sea la sobrina del papa, revuelva más aún las cosas aquí.